En
1985 la editorial Anagrama concedió su XIII premio de ensayo a una obra de la
que por entonces el líder del independentismo catalán, Àngel Colom, dijo “este
libro es muy peligroso, parece que dice una cosa y en realidad dice otra.” Se
trata de “El rumor de los desarraigados, conflicto de lenguas en la península
Ibérica” obra del aragonés Ángel López García (1947), catedrático de
lingüística General en la Universidad de Valencia.
Cuando
se publicó este ensayo, el PSUC abanderaba el lema “Catalunya un solo pueblo”, con
el objetivo de integrar en la identidad catalana a la gran
masa de población trabajadora llegada de otros lugares y de paso, regalar el
triunfo electoral a la burguesía nacionalcatalanista; el gobierno de Pujol metía a Norma en nuestras
casas, aquella niña simpática que nos invitaba a hablar siempre en catalán
mientras el clan familiar y el partido político que los sustentaba, después del
desfalco de Banca Catalana, se erigía en
los valedores de la ética, al tiempo que ponía a funcionar a pleno rendimiento y
con plena impunidad la maquinaria de corrupción que esquilmó el país en
connivencia, algunas veces, con la casa real.
Mientras
tanto, la política cultural se reducía a la promoción publicitaria de los sentimientos
patrios, a la banalización del papel intelectual, al endiosamiento de la
mediocridad con la coartada de lo popular y al despilfarro generalizado. Hay
que volver a leer también el ya mítico artículo que Rafael Sánchez Ferlosio
publicó en 1985 en el diario El País titulado “La cultura, ese invento del
gobierno”.
Han
llovido treinta y cinco años, las ramas van cayendo una tras otra, el rey
emérito se ha fugado con nuestro dinero, Pujol descansa y disfruta tranquilo de su botín en la
Cerdanya, una parte muy significativa del independentismo catalán pacta con uno de los
partidos firmantes del 155 (monedas de plata) y, a falta de argumentos ya
amortizados después de estos últimos diez años, a un lado y otro del Ebro la problemática
de la lengua surge con fuerza como único banderín de enganche posible entre el
nacionalismo político y su electorado
desencantado, frustrado y traicionado.
Efectivamente,
volvemos a cargar a la espalda como Sísifos -un poco hartos ya de nuestro
destino- el conflicto de las lenguas peninsulares, sobre todo el conflicto
entre catalán y el español. Y es que, por un lado, el nacionalcatalanismo, en
su órdago a la grande, ha dejado al descubierto sus dos únicos argumentos con
los que ha movilizado a cientos de miles de personas: el 'España nos roba' se ha
revelado falso, igual que la apelación al carácter represivo del Estado, no más
represivo que cualquier otra democracia occidental, que permite, por ejemplo -curiosa
represión- una televisión pública de consumo únicamente independentista y el
sueldo más alto que cobra un cargo público en España, el de President de la
Generalitat.
En
la otra orilla del Ebro, desarbolado ya el independentismo, derrotado el
terrorismo nacionalvasquista, y a pesar de que los partidos nacionalcatólicos
españoles pretendan convertir los Presupuestos Generales del Estado en los
presupuestos de Bildu, la verdad es que los protagonistas de la foto de la
Plaza de Colón han agotado su fondo de armario
y una vez más echan mano de las esencias de una españolidad sectaria
vinculada a la defensa histriónica de la lengua española para mantener a su
electorado en tensión con la excusa, ahora, de la derogación de la ley Wert convertida
en agravio grandilocuente de gran utilidad para mantener viva una propuesta política
que se aguanta con la ventilación asistida de argumentos ajenos a la política.
(Creo que fue el ministro de exteriores del gobierno de Rajoy, José Manuel
García-Margallo quien reveló en directo, en la cadena 'La Sexta' de televisión, que
un alto dirigente del PP le confesó “sin los muertos de ETA nuestro partido se
ha quedado sin proyecto”)
Por
eso, el libro de Ángel López contiene más actualidad hoy que en el momento de
su publicación. De hecho, la editorial Anagrama debería plantearse su reedición
(actualmente se encuentra descatalogado), entre otras razones porque, dado el
actual contexto político y social, proyectaría un poco de luz hacia el eterno
conflicto de las lenguas peninsulares y proporcionaría argumentos rigurosos y muy
consistentes, al menos a quienes prefieren hablar, opinar o defender posiciones
desde la razón y no desde el sentimiento o el sectarismo.
Y
es que, en palabras de Ángel López, “Desde la Inquisición, la cultura y los
intelectuales se han visto entre nosotros como delincuentes peligrosos, como
expresión a veces caricaturesca pero siempre real, de nuestros demonios
familiares. Que a nadie sorprenda, pues, la tragedia escondida en la opinión
popular, de unos y otros, cuando afirman que los de la orilla contraria hablan
como los perros.” Unos son ñordos y otros polacos, según en la orilla del Ebro en la que uno viva o, peor todavía, según la lengua que uno decida libremente hablar
y escribir.
El
catedrático inicia su ensayo con la actitud más intelectual posible, la del
escepticismo, porque a pesar de que extiende por las páginas de su libro
abundante argumentación de carácter objetivo que podría atenuar los gritos de
unos y otros, sospecha que “es muy improbable que una correcta planificación
lingüística sea capaz de resolver por si sola el enrevesado problema de cuatro
lenguas en suelo peninsular.” Pero, ¿Por
qué?
La
coincidencia entre los mapas lingüísticos y políticos es una de las causas.
“Este problema”, dice el lingüista, “se alargó durante ocho siglos. Por tanto
no es un problema de Estado, sino de nación. El Estado no tiene nada que ver
con los individuos, es un mal necesario. El Estado está fuera, no dentro: la
nación, como la lengua, pertenece a lo más íntimo del individuo y del grupo, y
resulta indisociable de su conciencia.”
Ya
tenemos los dos componentes de una sencilla ecuación con las que la política
-la mala política- calcula la ecuación del enfrentamiento, porque lo primero que debe hacer un partido político para construir su propuesta ideológica
es identificar al adversario. Sin adversario no hay proyecto, de ahí que la
identidad y la religión constituyan dos de los más poderosos ingredientes
dentro de la marmita donde se cocinan las ambiciones de poder y la defensa de
los privilegios.
Según
López García, buena parte de la problemática que hoy día todavía arrastramos
surge de nuestras herencias lingüísticas y, significativamente, de una en particular.
A pesar de lo que creemos, la huella que nos dejó el árabe
fue más cultural que lingüística. Ni el español y ni ninguna de las otras tres
lenguas peninsulares contienen más rastro árabe que los que dejó en nuestro léxico.
Por tanto, la influencia idiomática es superficial, pues no hay ningún rastro semítico
ni en nuestra sintaxis ni en nuestra gramática.
Sin
embargo, los árabes nos dejaron un legado más profundo, su concepción de la
lengua como vehículo de transmisión de la palabra de dios. Este rasgo
sociolingüístico jerarquiza las lenguas y establece una impronta cultural en el
colectivo hablante de un territorio determinado que propicia la asunción de una
categorización lingüística, una especie de pódium de las lenguas que premia a
un de ellas y relega a segundonas al resto. Hoy, cualquiera que visite la iglesia
del monasterio de Poblet podrá leer con asombro la placa que lucen los monjes benedictinos
junto al altar y que recuerda al creyente y no creyente que el catalán es el
idioma que habla Dios.
Pero
más allá de este hecho, “El rumor de los desarraigados” prueba una tesis: el
español nace como lengua koiné (idioma
común) para facilitar el intercambio lingüístico y social de los que no podían
entenderse. En la Edad Media, durante la formación de las lenguas romances, en
los territorios del norte peninsular se produjo el fenómeno del sequilingüismo,
gracias al cual personas que hablan lenguas diferentes se entienden; en el caso
de las lenguas de la península ibérica la razón sería su cuna latina.
De
algún modo, muchos de aquellas gentes del medievo se entendían hablando cada
cual su particular variante del latín, pero los que no se entendían decidieron
utilizar a lo largo del Alto Ebro una nueva lengua construida a partir del
euskera y un latín ya muy vulgarizado; una lengua que cumplía la función del pidgin
chino, gracias al cual oriente pudo comerciar con occidente. En palabras del
gran filólogo Emilio Alarcos “El castellano, es en el fondo, un latín
vasconizado, una lengua que fueron creando gentes eusquéricas, romanizadas. Fue
más tarde cuando se generalizaría una koiné.”
De
manera que el español surge como lengua de urgencia creada a partir del latín
por los hablantes (euskaldunes o no) del dominio lingüístico vasco, por entonces mucho más
amplio que ahora. Las glosas
emilianenses son testigo de excepción, así como los innumerables rastros
fonéticos, gramaticales y sintácticos que dejó el euskera en el castellano.
La
mal llamada reconquista -una suerte de conquista del oeste- que atrajo a gentes
de diversos orígenes tanto peninsulares como europeos a través del camino de
Santiago y el descubrimiento y colonización de nuevas tierras al otro lado del Atlántico
hicieron posible su expansión. Por otro
lado, es interesante saber que a principios del siglo XIX, cuando empiezan a
producirse una tras otra las independencias de los países hispanoamericanos,
apenas habla español un 10% de sus habitantes. El uso del español se
generalizará cuando los nuevos países soberanos lo introduzcan como lengua
normativa en sus constituciones con la finalidad de que todos los habitantes del
territorio hispanoamericano puedan entenderse.
Del
mismo modo, durante la formación de nuestro país, y ni tan siquiera ya en los
inicios de la época imperial, no se hizo nada por anular la diversidad
lingüística. De hecho, los poderosos castellanistas interesados en defender sus
privilegios dejaron que la norma la dictase un andaluz o que el teatro nacional
español naciese en el este peninsular, más concretamente en Valencia, en pleno
dominio lingüístico catalán, donde por cierto la castellanización se produce
mucha antes de los Reyes Católicos: en pleno siglo de oro de la literatura valenciana
(a mediados del siglo XV) , los valencianos ya son completamente bilingües y
durante el siglo XIII en Cataluña proliferan los autores bilingües, como Pere
Torrella, Joan Berenguel o Romeu Llull.
Antes
del siglo XVIII se escribe en castellano tanto en Portugal como en el dominio
lingüístico catalán o en la zona gallega del reino de Castilla. “Tenemos
abundantes traducciones de obras de Lope de Vega y otros autores al francés o
al italiano y de su posterior representación. No existen, en cambio,
testimonios de que fueran vertidas al catalán” y obvia añadir que no fue así
porque no era necesario, porque los habitantes de todo el dominio lingüístico
catalán conocían perfectamente el idioma en el que hablaban tanto los autores
del siglo de oro como todos los habitantes de la península ibérica.
Los
ejemplos que ofrece el autor sobre el uso generalizado del castellano en toda
la península desde la formación de las lenguas romances son numerosos. La evidencia de que tanto en catalanes, como
en valencianos, vascos, gallegos, asturianos, andaluces, leoneses o aragoneses
han hablado y se han entendido desde hace siglos en castellano es tan palmaria
que tengo la sensación de estar haciendo el ridículo al invertir unas horas con
el fin de probarla.
Lo
cual no conlleva el menoscabo o la negación de la existencia de las tres
lenguas características y también propias de tres territorios peninsulares que
desarrollaron su literatura y que afortunadamente perviven hasta nuestros días,
alguna de ellas, como el catalán, en franca expansión. Y es que, por mucho que
voces interesadas griten y se desgañiten igual que ploracossos bien pagados que
el catalán se muere, la verdad es que actualmente vive el mejor momento de toda
su historia, con más presencia editorial, más protección pública y
administrativa y, lo que es más importante, con más hablantes que nunca.
Pero
las lenguas hacen lo que tienen que hacer y por mucho que les asombre a los
políticos y a las personas que siguen acríticamente determinados postulados “sólo
la vitalidad de las culturas lingüísticamente diferenciadas puede hacer posible
la pujanza de la koiné en sus
respectivos territorios”, es decir, que cuando más estable y con fuerza se
encuentre el catalán, el euskera o el gallego más crecerá también el uso del
español en toda la península.
Cuando
un independentista catalán grita desde las redes sociales, en una manifestación
o le exige a una dependienta que le hable en catalán mientras le grava con teléfono móvil, so pena de denunciarla
públicamente (como está ocurriendo) en razón de una supuesta exclusividad del
catalán en Catalunya, en realidad está favoreciendo el uso del español, porque
“se equivocan quienes creen que todo avance institucional del catalán se
traduce en un retroceso del castellano y tienden así a obstaculizarlo. Mientras
tanto, el pueblo sufre las consecuencias: de un lado la frustración de sentir
que su lengua y su cultura declinan impotentemente; de otro, la frustración del
progresivo extrañamiento respecto a la otra lengua y la otra cultura que, le
dicen, son las invasoras, cuando él sabe perfectamente que han sido, y no
pueden dejar de ser, la de todos los peninsulares. Allá ellos, pero sepan que
quien siembra vientos recoge tempestades.”
Han
pasado 35 años desde que Ángel López García escribiera este párrafo. Hoy, como
ayer, un gallego visita la Sagrada Familia, y al alojarse en su hotel se
dirigirá al recepcionista en castellano. Hoy, como ayer, un catalán visita la
Catedral de Santiago de Compostela y al pedir un buen pulpo a feria en el
restaurante lo hará en castellano. Hoy, como ayer, un andaluz disfruta con la
última exposición del Museo Guggenheim y para disfrutar de todas las obras que
observa leerá las leyendas adjuntas escritas en castellano. Hoy, como ayer, un
guipuzcoano se traslada en primavera la Valle del Jerte y mientras se maravilla
con la belleza del paisaje el guía extremeño les explica en castellano los
secretos del cultivo de la cereza.
Hoy,
como ayer, los tres gozosos turistas, por aquellos azares de la vida, incluso puedan
encontrarse cualquier otro día en cualquier otro lugar de la península y al
reconocerse como ibéricos entablaran conversación en castellano. Posiblemente
incluso establezcan amistad y organicen un viaje a otro país y, aunque posiblemente también
hablen inglés, se sentirán aliviados y hasta reconocidos como ibéricos cuando el
camarero les entregue el menú y lean su plato preferido en castellano, o el
recepcionista del hotel, al escucharlos hablar les diga, ¡Ah! ¡Españoles! ¡Bienvenidos!
Sin
embargo, “los mediocres se han dejado engañar […] y han confundido pueblo
castellano con las castas gobernantes de Madrid, a menudo oriundas de otras
regiones ¿imperialista un labriego burgalés? ¿Imperialista un obrero de
Vallecas? Lo malo es que los mediocres son la mayoría”, al menos- añado yo- en
las urnas, porque “educar a un niño [exclusivamente] en una lengua minoritaria
no tiene nada de progresista […], este tipo de formación de campanario es intrínsecamente reaccionaria. Lo curioso es que quien la promueven alardean de
progresistas.”
Claro,
porque la koiné, esa lengua común a
todos nosotros que nació hace siglos de
la necesidad de entendimiento de los desarraigados y que adoptaron
absolutamente todos los habitantes de la península ibérica “debería ser como
el sustento de una cualidad diferente, no una forma de ser, sino más bien “
insiste López García, “ más bien una forma de estar [...] En el estrecho mundo
medieval, la idea de España, o mejor, el sentimiento de España era patrimonio
de los desarraigados, pues significaba la idea de la no adscripción genealógica
o territorial, como siglos más tarde el internacionalismo socialista clamaría
al mundo como patria de los proletarios, más allá de diferencias nacionales,
lingüísticas o religiosas.”
Siendo
así, los partidos políticos nacionalistas, tanto españolistas como
catalanistas, vasquistas o galleguistas se empeñan en enfrentarnos con la
finalidad de ocultar intereses y proyectos de carácter reaccionario, a veces en
complicidad con determinados sectores de la izquierda bonita, ignorante y bien
alimentada, utilizando un arma que no debería ser más que algo “al servicio de
algo mucho más difuso, de una manera de entender la vida y el mundo” porque “
la koiné sólo puede simbolizar un
estar siendo, un dejar a cada uno, a cada hablante y cada comunidad en la
posesión y en el disfrute de sus propias peculiaridades culturales que no se
oponen a ella sino que, al contrario, las hacen posible.”
Se
entiende ahora por qué Ángel Colom le tenía miedo a este libro, que, insisto,
la Editorial Anagrama debería de volver a publicar. Porque alumbra con rigor
nuestros orígenes lingüísticos y neutraliza cualquier intento de manipular a
los hablantes en beneficio de objetivos espurios que nada tienen que ver ni con
la cultura, ni con la lengua, ni siquiera con los legítimos sentimientos de
identidad de cada uno de nosotros.
Siempre
he sostenido que la sociedad española desperdició una oportunidad de oro,
histórica, en la primera década del actual régimen democrático, aquellos
gloriosos ochentas. Los sucesivos gobiernos de Felipe González, en connivencia
con los nacionalismos catalanes y vascos, evitaron ejecutar una política
cultural real y se dedicaron a despilfarrar recursos en movidas tiernogalvanistas,
pseudoarte y en publicidad patriótica festiva. Como muy bien afirmó Sánchez
Ferlosio en 1984 parafraseando a Machado, nos vendieron una Escuela Superior de
Sabiduría Popular pero necesitábamos una Escuela Popular de Sabiduría Superior.
Y de aquellos populismos, también lingüísticos, estos lodos políticos, que han llenado
las calles, los medios, las redes y la conversación de gritos a costa de silenciar
el rumor, sutil, medido, amable y empático con el que todos nos podríamos entender.
Veremos.