Convencer a
alguien de lo obvio -ya no de mis ideas, sino de lo obvio- y mostrarles a quienes no las quieren ver, una serie de
obviedades gruesas, terribles, flagrantes y ominosas, a tamaño natural. Eso me molesta, y me da pereza.
Levantarme del
sofá después de una comida opípara y detener el proceso de karma hacia la espiritualidad profunda que me proporciona el vino, el café y el whisky. Eso me molesta, y me da pereza.
Mondar una pera,
y también un melocotón. Eso me molesta, y me da pereza.
Sacar la mano del
calor interior de la frazada, bajo la que he dormido plácidamente durante toda la noche, para desconectar el
zumbido del maldito despertador. Eso me molesta, y me da pereza.
Iniciar en el
trabajo tareas estúpidas, inútiles, que
me van a ocupar días o semanas, porque el jefe cree que son útiles. Eso me
molesta, y me da pereza.
Cortarme las uñas
de los pies. Eso me molesta, y me da pereza
El malestar de un
resfriado; ese estado de semienfermedad que no llega a liquidarme, que se
queda en un intento, en profusión de mocos y
de lágrimas sin llanto, en una
falsa alarma de algo que no se materializa patológicamente , que me
mantiene en pie, tosiendo, a media voz,
con la sintomatología justa para
fastidiar, pero de escaso peso probatorio ante la petición de una baja médica. Eso me molesta, y me da pereza.
Los
telenoticias, desde la sintonía
de inicio hasta la despedida. Me molestan todos, y me dan
pereza.
Hacer la cama
empezando siempre por el mismo lado, repitiendo los mismos gestos que ayer, y
que anteayer, y que todas y cada una de las mañanas, porque más que gestos automáticos, eficaces y
certeros, en realidad son el vaticinio de una jornada laboral con muy pocos
cambios respecto a la anterior, en la que conduciré por el mismo trayecto, veré
las mismas caras, escribiré las mismas letras, atenderé las mismas llamadas y
repetiré día tras día el mismo calendario que el año anterior. Eso me molesta, y
me da pereza.
Ver las caras de
Mourinho y de Cristiano Ronaldo. Eso me molesta, y me da pereza.
Intentar escribir
y saber desde la primera frase que no va
a salir nada. A lo sumo una líneas para este blog. Nada. Recuperar algo de lo
que guardé, un buen paquete de hojas, y leerlas con pavor muchos meses después
de cometer la osadía de garabatearlas, para constatar, una vez más, que mejor
dejarlo, que nadie con los pies planos bailó en el Bolshoi; que nadie sin oído
cantó sin delinquir; que con los puños
pequeños no se puede boxear, porque te noquean. Eso me molesta, y me da pereza.
Preguntar en el
inicio de los primeros e-mails después
de las vacaciones qué tal, cómo han ido las vacaciones, espero que bien. Eso me
molesta, y me da pereza.
Escuchar cada
día, una docena de veces, por tierra, mar y aire, el mantra interesado de la hartura ciudadana con respecto
a una posible tercera convocatoria electoral. Oír hasta la saciedad que si votamos una tercera vez será un desastre para todos. Soportar el estribillo cansino y sospechoso del engorro sufragista que insiste en que el pueblo no quiere, el pueblo no quiere, el
pueblo no quiere votar porque resulta que son los
políticos los que tienen que decidir, como si los políticos fuesen extraterrestres
enviados a la tierra desde planetas donde se desarrollan inteligencias
superiores. Eso me molesta, y me da pereza.
Ir a votar una,
dos, tres veces, las veces que hagan falta para que tengamos gobierno. Eso no
me molesta, ni me da pereza.
Escoger a mis
representantes, a las personas que pueden cambiar mi vida, para bien o para mal, cuantas veces sean necesarias. Eso no me molesta, ni me da pereza.
Estudiar a fondo
las propuestas de unos y otros, más allá de apariciones televisivas, tertulias huecas y plumillas envenenadas, y valorar las trayectorias de las organizaciones y de
las personas que piden mi confianza a través de mi voto. Eso no me
molesta, ni me da pereza.
Competir en las
urnas con otros ciudadanos que piensan diferente a mí para que mis ideas y el
modelo de sociedad que yo quiero prevalezcan sobre las suyas. Eso no me molesta, ni me da pereza.
Decidir en las
urnas todo tipo de cuestiones que me afecten como ciudadano, las veces que
hagan falta, cada día, cada semana, cada mes, cada año. Eso no me molesta, ni
me da pereza.
Insistir e
insistir, recordar y recordar que no nos tiene que molestar, ni darnos pereza, decidir colectivamente nuestro futuro las veces que sean necesarias. No, eso no me
molesta, ni me da pereza.
Y todo,
solamente, porque albergo la certeza,
igual que la albergas tú, de la existencia de ocho millones de españoles que no
quieren ver lo obvio -por muy grueso, flagrante, terrible y ominoso que sea- a
los que votar ni les molesta ni les
da pereza.