Por paradójico que algunos les pueda parecer, los mejores actores son los que
mejor mienten para decir la verdad; aquellos que son capaces de tirar su yo por ahí para asumir otra personalidad con la
que mostrarnos la realidad. Por eso creo que un actor se parece mucho a un
escritor. Al fin y al cabo lo que hacen es enfundarse almas ajenas con el fin de revelarnos verdades. De otra manera, siendo ellos mismos,
no conseguirían más que describir la
realidad objetiva , plana, sin profundidad,
carente de relieves y adolecedora de
autenticidad.
La historia del espectáculo está
repleta de actores y actrices
extraordinarios capaces de convertirse en villanos malvados, aunque la realidad propia la viviesen como bellísimas personas; capaces de encarnar auténticos héroes sociales, mientras vivían su existencia como tiranos
de manual; recreando para las pantallas y en los escenarios donjuanes o mesalinas, aunque en sus camas
gozasen con personas de su mismo sexo…
Todo con el único afán de mostrarnos las
miserias y las grandezas humanas, la verdad del hombre sobre la tierra a través
del arte del disfraz, de la interpretación y de la mentira.
El pasado 23 de febrero fue un día que recordaremos durante
mucho tiempo. Gracias a un atrevido programa de televisión del audaz Jordi Evole, probablemente
ese domingo quede marcado para siempre en los anales del periodismo patrio.
Esto es de tal modo así, que me atrevo a pronosticar que se hablará de esta fecha en relación a “Operación Palace”
tanto
como se ha hablado desde 1981 de la efeméride objeto del falso documental.
A mí el programa no me engañó, y no porque me tenga por miembro
del bando de los listos, o de los muy listos. No me engañó porque a la hora que
lo emitieron, yo, junto a mi amor, y junto
a unas escasas trescientas o
cuatrocientas personas más en todo el país (a juzgar por los datos de audiencia), estuve disfrutando del concierto homenaje a Enrique Morente que emitió a esa misma hora la 2 de TVE. Miguel
Poveda (¡Por Dios, cómo canta Miguel Poveda!), Pitingo, Yerbabuena, José Mercé, Montoyita,
Tomatito, Pepe Habichuela, Tomasito, Diego Carrasco, Estrella Morente… un auténtico
festín de duende, quejío y arte para deleitarse derramados
sobre el sofá mientras languidece la
noche invernal de un domingo de febrero.
Confieso que estuve
tentado a cambiar de cadena. De hecho, recibí unos cuantos whatsaps
conminándome a ver el docudrama ficticio entre urgencias, admiraciones y aspavientos, expresados con sus
correspondientes emoticonos. Finalmente resistimos la tentación y no hicimos caso. Lo estábamos pasando tan bien
con lo mejor y más granado del flamenco que la verdad sobre el 23F en ese momento justo de nuestras vidas nos importaba un pimiento. Cuando ya finalizaba
el concierto, aproximadamente una hora después del inicio del programa de
Evole, recibí el último whatsap de la
noche. Decía así: “¡Qué cabrones, era un fake!". Apuré el gin tonic, nos lavamos los dientes y
nos fuimos a dormir, tan tranquilos, con los
acordes diáfanos y puros del Montoyita todavía resonando por dentro, más allá del
oído, por entre los lugares del cuerpo donde
ya es imposible rescatarlos.
Por supuesto, al día siguiente, en el trabajo, no se hablaba
de otra cosa. Por primera vez en mucho tiempo las tertulias habituales sobre fútbol a la hora del desayuno o de la comida dejaron
paso a “Operación Palace”. Entonces
decidí que tenía verlo. De modo que ayer lunes, al llegar a
casa, me conecté a la página de La Sexta y pude juzgar a toro pasado, con la distancia de los muy
listos, de los listísimos que saben, ven y perciben la verdad de las cosas
antes que nadie, el mockumentary más
famoso de la historia de la televisión española. (Parece ser que es así, con
esta palabreja, como han bautizado los
anglosajones este género televisivo).
Pasé un buen rato. Como no entraba
virgen a la historia vi el programa de un modo lúdico, hasta divertido. Ver a
Garci ejercer de Kubrik no deja de tener
cierta vis cómica. Al final, cuando a través de dos textos breves nos hacen
llegar esa especie de proclama moral, de denuncia, alegato, reivindicación o exigencia; un
¡queremos saber! periodístico, político y
social, ni siquiera me paré a
reflexionar un instante. Creo que a estas alturas todo el mundo sabe que el intento del golpe de Estado del día 23
de febrero de 1981 se coció en las instancias más altas del gobierno de la
nación. Demostrarlo científica o fehacientemente es trabajo de
historiadores, y quizá también de periodistas, pero en este caso, como en otros
muchos célebres que ha dado la Historia,
para esclarecer la verdad no necesitamos conocer el contenido de papeles ocultos.
Sin embargo, a pesar de todo, viendo y escuchando a Vestringe,
Leguina, Anasagasti, al mismísimo Iñaki
Gabilondo, al historiador Mayayo o a los dos jefes de espías que aparecen en el falso documental,
empecé a pensar en algo que sí me produjo cierta inquietud, no sé si miedo; digamos
que al menos me conturbó y que me ha obligado a reflexionar en un sentido que
no tiene nada que ver con la necesidad o no de investigar más al respecto de la
autoría intelectual del frustrado golpe de Estado. Y es que, de repente, me di
cuenta de que todos los políticos que actuaban para Evole en esa especie de
docudrama guionizado, en esa representación periodística de ficción, eran capaces de hablar y de
relatar hechos falsos – mentiras, a la postre- con tal temple, tanta naturalidad, tanta
flema, credibilidad y disposición como cuando en su acción política de su día a
día, en su realidad cotidiana, atienden
o atendían a periodistas, ciudadanos,
jueces o a otros políticos. Es decir, que dominan el arte de explicar lo que no
es con tal donaire, y tal virtuosismo que estoy convencido de que
el equipo de producción gravaría una
única toma por cada secuencia o frase.
A unos cuantos directores de cine y de teatro ya les
gustaría contar en los repartos de sus obras con un elenco de actores que
memorizasen el texto en tan poco tiempo,
o que no necesitasen más de dos tomas por cada secuencia. Aunque si lo que se proponen es mentir para explicar la
verdad, las capacidades mnemotécnicas o el número de veces que suena la claqueta
para rodar la misma escena no deberían constituirse en los principales valores, o en las habilidades
diferenciales. La generosidad del alma, la disposición a humillar el propio yo,
el sacrificio, el trabajo y la honestidad es lo que hace a un actor eterno, lo que
provoca en las personas emociones, placer y conocimiento. Todo lo demás es técnica, costumbre, descaro, ausencia
de vergüenza y grandes dosis de vanidad, que es lo que lo
que algunos políticos saben hacer muy bien, extraordinariamente bien, para mentirnos, esbozando ante nuestra indiferencia, o ante
nuestra impotencia, una y otra vez,
los mismos ademanes y la misma mueca eficaz de veracidad.