Ha sido una noche de lluvia. Acostado, oía repicar el agua sobre los charcos y sobre
el suelo de la calle. Al principio escuchaba con placer, pero al rato me he dado
cuenta de que la melodía de la precipitación se había instalado en mi sueño y no podía
dormir. Llovía calmosamente, al ritmo de
un orvallo paciente que espera a la
noche para evacuar a sus anchas el peso de todos los días pasados. De modo
que por disfrutar del placer que supone atender el invierno al abrigo de la cama; por forzar mi voluntad al sueño y al mismo tiempo escuchar la lluvia caer bajo el calor de la
frazada, me he pasado la noche en un duermevela extraño, digamos que conturbado.
Era como vivir en un territorio inconcreto, un lugar donde es
imposible la realidad completa, y donde tampoco se encarnan las criaturas
que viven las historias habitadas en los sueños. Ese debe ser el estado ideal para
los recuerdos. Cuando la conciencia se relaja y la realidad pierde consistencia, la memoria
se desata y precipita las evocaciones. Así que en ese estar aquí y al mismo
tiempo muy lejos, la memoria imprevisible se fue filtrando a través de la noche por
las rendijas de mi semiinconsciencia, igual que el agua discurría y se
distribuía sigilosamente por entre los bordes de las aceras hacia el
alcantarillado, hacia los pozos sin fondo de la ciudad oscura; por entre los
huecos circulares donde crecen los
árboles; a través de los tejados oblicuos
que la vierten sobre los patios traseros, sobre jardines saciados de rosales marchitos
que aguardan sin fe otra primavera…
De ese modo se me fueron acumulando los recuerdos la noche pasada, hasta formar profundos charcos de
añoranzas, de dolor e indiferencia.
Quizá sea esa la razón por la cual, ahora que observo
somnoliento esta mañana fría de agua, me invade la sensación de haber transmutado
durante la noche en un ser ajeno al que fui. Porque las
reminiscencias siguen calando la tierra.
Se enlazan, se asocian y van formando nuevas ciénagas, remansos opacos en los
que no se ve nada más allá del reflejo de la luz mortecina de un día de lluvia,
de las ondas y del destello fugaz que reverbera en las pequeñas pompas de aire que forman las gotas persistentes al caer, tan efímeras como los días felices,
como la lozanía de una juventud que se antojaba eterna, interminable; como aquel
tiempo detenido en un amanecer luminoso de despertares apacibles, entre el aroma
de los cuerpos y la vana certeza de estar
forjando el destino de dos vidas
soberanas.
4 comentarios:
Siento tu desvelo pero egoístamente me alegra el resultado. Precioso "Noche de orvallo"
Me alegro que te haya gustado, Babe.
¡Salud!
Orvallo melancólico. Fantástica entrada. Enhorabuena!
Gracias por pasar por aquí y por tu generosidad, Némesis.
¡Salud!
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