Sustantivos como
decadencia, ruina, destrozo, perdición, destrucción o devastación son los
familiares de la desolación, la parentela
que acude cobrar las comisiones y celebra solícita sus méritos y hazañas con el regalo de sus
significantes en las manos.
Asolar es destruir;
desolar es causar a alguien una gran aflicción, una angustia en extremo;
privarle de todo consuelo o de toda situación favorable. Desolar y asolar
suponen, etimológicamente, la
eliminación de toda posibilidad de
solaz, o sea, de consuelo, de alivio,
del placer o de entretenimiento. Desolar y asolar niegan el descanso
tras el trabajo y el esfuerzo.
Por otro lado, la
definición de desesperanza se suele despachar con su contraria, a saber, el
estado de ánimo en el que se ha
desvanecido la esperanza.
La desesperación, originaria
de la desesperanza, supone la alteración
extrema del ánimo causada por la cólera, la rabia, el despecho o el enojo en su versión más vehemente.
Nada dice el diccionario
sobre la impotencia o la incomprensión
como comadres que son de la desesperanza, pero todos sabemos que también ellas
la amamantan.
La desesperanza provoca
inacción, nos convence de que no hay nada que podamos hacer; sus colmillos nos
inoculan en la médula espinal una certeza de prolongados efectos en virtud de la cual, por mucho que nos esforcemos, por muchas buenas ideas que llevemos a cabo, por muy arduos que
sean los denuedos y los sacrificios que estemos dispuestos a padecer, nada de
lo planificado o de lo que hayamos sido capaces obtendrá resultados según lo
previsto o lo deseado.
Tan potente y eficiente es la desesperanza que incluso nos convierte
en culpables de nuestra iniciativa, de nuestros propios intentos. La desesperanza
nos transforma en malhechores de la acción, seres incompetentes sin habilidad
ni virtud para sacar adelante ideas y
proyectos.
Baruch Spinoza decía que
no hay miedo sin esperanza, y a la inversa. Decía el filósofo que miedo y esperanza son más similares de lo que aparentan. Únicamente difieren en el estado de ánimo ya que ambos están
marcados por la duda, por la memoria
y por las expectativas, por lo que pueda o no pueda suceder en un futuro. O
sea, que para el pensador holandés la esperanza en realidad sería un término
autoantónimo, porque según su punto de vista nos ofrece dos significados
opuestos.
De ahí, probablemente,
que los políticos mantengan estrechas relaciones con el miedo y con la
esperanza, de la que son asiduos usuarios, publicistas, contratistas
y usufructuarios que azuzan entre la ciudadanía, en beneficio de sus
objetivos, emociones tales como la ira, la alegría, el entusiasmo, la confianza
o el asco. La zanahoria en el horizonte,
el miedo a la miseria, la necesidad del palo para caminar, el recuerdo de su
daño infringido, y hambre eterna.
Y es que tanto la desolación como la desesperanza son visitantes frecuentes de la Historia, siempre presentes en años anteriores y posteriores a una guerra, momentos de decadencia y relativismo moral, culto a la frivolidad, supremacía de la vulgaridad, miseria intelectual, triunfo de la mediocridad y ausencia clamorosa de voces sensatas.
Las sociedades que
durante largos periodos de tiempo son incapaces de detectar y diagnosticar
este estado ético generalizado acaban por sucumbir y, finalmente, se arriesgan a contraer anhedonia crónica, la enfermedad que
inhabilita a una persona para el gozo a
causa de la anestesia emocional provocada
por la carencia de dopamina.
En su sentido social sufriremos anhedonia colectivamente cuando nos
veamos expuestos a la iniquidad permanente; cuando, gracias a la
desidia y la indiferencia, la reivindicación
del mal convicto y confeso devenga en hegemónico al tiempo que, ya cautiva y desarmada,
enmudezca la resistencia.
Y entonces la
desesperación nos conducirá a la pasividad, porque nada de lo que proyectemos,
al margen de la infamia y de la más darwiniana supervivencia nos satisfará, porque quienes gobiernan nuestras emociones nos habrán convencido de la derrota de nuestros
empeños y entonces claudicaremos y aceptaremos, casi
sin darnos cuenta, el yugo de la dictadura.
¡Ay! ¡Y para cuando eso
suceda! Para cuando eso suceda muchos caerán
en la cuenta, por fin, de qué es una democracia y qué es el fascismo, y evocarán privadamente,
gimiendo rumores de nostalgia, insatisfacciones
adolescentes y añoranzas de un pasado dilapidado!
Madrid ahora; todavía Cataluña; anteayer el País Vasco. Miles de personas jalean y votan a la delincuencia organizada, ofrecen sin pudor su inquebrantable confianza al bandidaje y solicitan de los malhechores -impúdicos, arrebatados de ardor patriotero- el gobierno de la inmoralidad bucanera. Desolación, desesperación y miedo. ¡Cuánto deseo equivocarme!