martes, 21 de febrero de 2023

Nubes blancas

 


Un buen amigo, muy conocido, y con ascendente prescriptor sobre miles de personas (entre las que me encuentro), confesó en Twitter hace muy poco que su criterio para decidir el voto consiste en pensar en el partido que le hará menos daño.  No es un mal método, sumamente pragmático y desprejuiciado; algunos dirían incluso que, por desideologizado, es inteligente, ya que, de hecho, cientos de miles de personas votan a partidos de cuya acción política, legislativa y de gestión comprueban, a la postre, cómo les han complicado la vida y la han convertido en algo muy cercano a una tortura, expiación, penitencia o misión imposible.

Y es que somos seres sencillos, fáciles de manejar porque, cuando quienes ambicionan el poder con ardor obsesivo ponen a funcionar la maquinaria de la propaganda, la persuasión falaz y la desinformación, no es fácil sustraerse a sus efectos y acabamos comprando a precio de saldo la confianza de quien va a destrozar la existencia a la mayoría mientras se la facilita -y de qué manera- a una minoría.

Mamá cumplirá este año 92 años, y está estupenda. Mamá es una mujer menudita, de abundante pelo blanco, tan blanco como las nubes estivales de la vieja Castilla, aunque no tan largo como el de su madre, que lucía una trenza india, larga hasta la cintura. El pelo de mamá brilla cada día que sale a dar su paseo, porque con la luz de la mañana le nacen reflejos azulados. Ella nos cuenta que la peluquera se admira de su color. También nos dice que aunque el color del pelo de mi abuela también era blanco, tiraba más bien a trigo recién molido, y que el que ella luce le salió después de aquel año tan malo que padeció.

Mamá lleva su propia vida. Ordena y limpia la casa y cocina a diario tres veces.  Sale a comprar cuando necesita algo. Mi hermana le regaló hace poco un bastón muy bonito, floreado, pero mamá no lo utiliza. Argumenta que de momento no lo necesita porque no le duele nada; caminando con cuidado es suficiente. Últimamente está empeñada en que tenía que haberse ido al pueblo cuando murió papá. Pero aquí está, cerca de nosotros, de sus nietos, y de su bisnieta, porque mamá tiene la fortuna de acunar en sus brazos y de ver cómo crece la hija de su nieto el mayor.

Mamá no practica aficiones dignas de mención. Mira la tele lo justo, algún concurso, el telediario y poco más. A veces se entretiene completando crucigramas, o leyendo una vez más las noticias sobre las gentes de su pueblo, que recopiló mi hermano en un librito. Cuando voy a verla expresa su preocupación por la actualidad. Tantas malas noticias en los informativos la alarman. Dice que parece que todo se vaya a acabar.

Hace ya algunos años mamá estuvo muy enferma. Todavía vivía papá. Un día se palpó un bulto en la garganta, grande y redondo como una canica, y después de visitas a médicos y pruebas en el hospital público, finalmente le programaron la extirpación. Nos dijo el doctor que no sabríamos si el tumor era benigno o maligno hasta después de la intervención.

Aquella fue la época en que las personas y los partidos políticos que gobernaban Cataluña se inventaron el modelo mixto de sanidad público-privada. Como resulta que nuestro dinero se lo quedaban los que gobernaban, o se lo daban a compañías privadas que hacían negocio con la salud de la gente, después no les quedaba ni para contratar médicos o enfermeras, ni para construir ambulatorios, ni hospitales públicos, ni adquirir equipamiento. Así es que, a falta de camas públicas, a mamá la derivaron, como se dice en el argot, a un hospital privado-concertado.

A priori la operación no revestía demasiada complicación ni debía de alargarse demasiado pero, tras dos horas sin noticias, nos temimos lo peor. Pronto supimos que algo no iba bien. Desde la sala de espera  mi papá y mis hermanos vimos correr a dos médicos con un extraño aparato pasillo arriba, pasillo abajo. Al verlos papá nos advirtió “no me gusta nada. Eso es para vuestra madre”. Nosotros callamos, pero nuestro silencio delataba el acuerdo con la fatal intuición de papá, que acabaría confirmándose.

El anestesista no estuvo muy fino y le provocó a mamá un encharcamiento de los pulmones. Cuando ocurre algo así los médicos siempre dicen que la paciente ha hecho una neumonía, de manera que la culpa se traslada al enfermo. Mamá estuvo ingresada una semana en la Unidad de Vigilancia Intensiva de la Clínica Platón. El nombre, un gran sarcasmo: el ideal convertido en pesadilla.

Una vez estabilizada la ingresaron en planta. A pesar de que la Platón era una clínica privada y de que presumíamos unas instalaciones y un trato superior,  fue lo contrario. Para el postoperatorio instalaron a mamá en una vieja sala junto a once pacientes que igualmente provenían de una derivación del sistema público catalán de sanidad. La superficie de la sala equivalía a la de tres habitaciones dobles en cualquier hospital público, pero manteniendo de aquel modo aquel aparcadero de pacientes, los propietarios del negocio ingresaban el doble y se ahorraban el coste de las obras. Allí estaba mamá tumbada en su camastro, recuperándose de la neumonía provocada por una negligencia con un tubo introducido hasta el esófago, por donde la alimentaban.  

Pasada la última hora de la tarde, ya camino de la noche, mamá empezó a sentir molestias en la garganta y a quejarse de que respiraba con dificultad. Avisé a enfermería, pero estaban merendando. Después de la merienda apareció una enfermera. Le preguntó a mamá, en tono displicente, que qué le ocurría. Mamá respondió con gestos, visiblemente agobiada, dando a entender muy claramente que le faltaba el aire y que no podía respirar. La enfermera sonrió, le acarició la frente y diagnosticó sumariamente que eran nervios, que se relajase y procurase dormir. Mamá siempre ha sido muy obediente con los médicos. De debe ser una cuestión generacional. Los mayores sienten un respeto reverencial hacia los médicos. Por eso creo que intentó ser obediente y asumió sin rechistar que la falta de aire era cosa suya, de sus nervios.

Pasaban los minutos y el ahogo era cada vez más angustioso. Llamé otras dos veces a la enfermera y el resultado fue similar. Recuerdo que la última vez incluso expresó fastidio, un gesto que quería significar algo así como, vaya nochecita que nos va a dar la vieja pesada. Fue entonces cuando le exigí que llamase al médico de guardia porque mi mamá se estaba asfixiando. Pero en la Clínica Platón los sábados por la noche el médico de guardia pasaba la guardia en su casa, o en algún otro lugar de la divertida noche barcelonesa, porque la misma enfermera me respondió que sólo le podían molestar en caso de extrema urgencia. Al menos eso era así para los pacientes derivados de la Seguridad Social.

Pocos minutos después la situación llegaba a un punto de suma gravedad. Fruto de la desesperación y de la fatiga debida al ahogo progresivo, absolutamente fuera de sí y exasperada al límite de sus fuerzas, mamá intentaba incorporarse y con las manos pretendía liberarse a tirones el tubo de plástico que le habían introducido en la garganta. Mamá no podía hablar, sólo abría mucho los ojos, como los abren los estrangulados, y tiraba con todas su fuerzas del tubo, y es que, cuando recuerda ese momento, nos explica que en esos momentos quería gritar su rabia porque creía que le habían llevado a ese hospital con el objetivo de matarla y no de curarla.

El médico de guardia no apareció. La enfermera finalmente le llamó por teléfono porque las otras pacientes de la sala estaban viendo que mi mamá se moría ahogada y que nadie hacía nada por evitar un desenlace fatal. Al poco, por fin, le inyectaron una dosis de corticoides. El efecto fue casi instantáneo. Mamá se recostó de nuevo, aliviada, y mirándome ya con cierto sosiego se le fueron cerrando los ojos hasta quedar profundamente dormida.

Una vez que el efecto del medicamento se diluyó, surgieron de nuevo los síntomas del ahogo, esta vez mucho más virulentos. Tanto fue así que poco después del amanecer se llevaron a mi mamá nuevamente al quirófano para practicarle una traqueotomía de urgencia. Tal fue la carnicería a la que mamá fue sometida que, tras la última intervención, la dirección del hospital decidió que descansase en una habitación individual. Allí mismo, el Doctor Piulachs, cirujano endocrino de larga estirpe, socio propietario de la clínica y autor de la primera operación, se deshizo en escusas y parabienes hacia todos nosotros, reunidos alrededor de mamá, que presentaba -pobrecilla- un aspecto lastimoso.

La última frase que nos dirigió el rico y afamado endocrino, algo alarmado ante la expectativa de una denuncia, era en realidad una súplica camuflada de diplomacia y afectación con el fin de que no la llevásemos a cabo. Y así fue. Reunidos en asamblea mis hermanos, papá y mamá decidimos no denunciar, ni al Doctor Piulachs, ni a la Clínica Platón. Recuerdo que mamá nos hacía gestos que traducidos querían decir “de ninguna manera”. Debo confesar que yo, con mi vehemencia habitual, lideré la facción del ¡sí, a por todas!, pero me quedé sólo ante la causa, en franca minoría.

Los días y las noches del postoperatorio y la convalecencia en la prestigiosa clínica privada no fueron fáciles. Con el fin de que pudiese respirar con comodidad, teníamos que encargarnos nosotros de succionar cada dos horas, con un instrumento médico, la gran cantidad de mucosidad que generaba el orificio que a mamá le habían abierto en el cuello. Nos enseñó una enfermera. Ellas no podían hacerlo porque la planta para pobres provenientes de la Seguridad Social no contaba con suficiente personal. La mayor parte estaba dedicado a las plantas de pago.

Pasadas dos semanas, el doctor le dio el alta no sin antes expresarnos su afecto infinito y sin perder la ocasión para adularla con las frases más patéticamente serviles que le he escuchado a nadie pronunciar. Mi hermana compró en la farmacia un dispositivo de plata que protegía el hoyo de la traqueotomía  de un modo algo más presentable que el que habían colocado en la clínica. Poco a poco se iba recuperando. Ella misma era capaz de realizar frente al espejo del lavabo de su casa toda la rutina de higiene que una traqueotomía requiere.

Casi nos habíamos olvidado de lo verdaderamente importante. No sabíamos todavía si el tumor era de pronóstico benigno o maligno, para lo cual nos poníamos en manos, de nuevo, de la sanidad pública, y perdíamos de vista para siempre a la Clínica Platón. Entonces conocimos al inolvidable Dr. López, médico titular del Hospital del Valle Hebrón, que una mañana de verano, en un despachito minúsculo, nos dio la mala noticia.

Mamá tenía cáncer de tiroides, “pero no te preocupes, Leonor, porque te vamos a curar”, le dijo el doctor abriendo una de las sonrisas más cariñosas, afectuosas y terapéuticas que he podido ver a lo largo de mi vida. No puedo dejar de señalar que al sentamos en su consulta, tras leer el expediente médico y mirar a mamá, el Dr. López le preguntó, visiblemente impresionado “¿Qué es lo que te han hecho, guapa, qué es lo que te han hecho?”

A la semana, la sanidad pública le inyectaba a mamá la primera dosis de quimioterapia para eliminar de su cuello todo rastro de células cancerosas. El tratamiento consistía en seis sesiones y después otras seis de radioterapia. Cada vez que su cuerpecito recibía el medicamento teníamos que ingresarla por la vía de urgencias porque, a causa del  debilitamiento de sus defensas, la herida de la traqueotomía se le infectaba y le provocaba fiebres y gran abatimiento. En alguna de los ingresos fueron necesarias transfusiones de sangre, porque se les iba. Mamá se les iba. Mamá se nos iba.

Pero allí estaba el Dr. López para evitarlo, junto a su equipo y junto a los grandes profesionales que, en los momentos más críticos de su enfermedad, atendieron a mamá en el hospital de todos. Nada de todo aquello hubiese sucedido si quienes la intervinieron en primera instancia hubiesen priorizado la salud de mamá ante el dinero que iban a ingresar a cuenta de los contribuyentes.

Pero si mamá sufrió gratuitamente no fue o únicamente debido a  la negligencia de los médicos y las enfermeras de la Clínica Platón, sino  como consecuencia de las decisiones de una serie de partidos políticos, de quienes los lideran, de quienes jalean sus políticas y sus ideologías en los medios de persuasión, de todos aquellos mercaderes sin escrúpulos que viven a lo grande gracias a la transformación del derecho a la salud y del sagrado ejercicio de la medicina en uno de los negocios más boyantes de las últimas décadas.

Poco a poco la herida de la traqueotomía fue cicatrizando. Mamá reaprendió a comer y a hablar, y  al tiempo que se recuperaba de toda aquella odisea, el cabello le renació de un blanco reluciente y rizado, hasta que finalmente se le fue domando. Antes del año de autos, mamá lucía un cabello robusto, de color castaño, que perdió como cualquier paciente que se somete a quimioterapia.

A mí me gusta mucho el cabello de nubes blancas de mamá. Cuando le doy un beso aprovecho y lo acaricio fugazmente. Es de un tacto fuerte, pero suave. Es, al mismo tiempo, el recuerdo amargo y el fruto hermoso de aquel año tan malo que nos enseñó y nos convenció a mi papá y a mis hermanos que la sanidad pública se defiende, y el motivo por el cual, como dijo hace pocos días mi buen amigo en Twitter, somos votantes del partido que nos vaya a hacer menos daño. Creo que, ejerciendo una prudente y previsora lógica, tenemos muy identificados a los que no votaremos. Nos vamos haciendo mayores.

jueves, 2 de febrero de 2023

Tahuromagia libresca

 


Leer es como jugar al póquer, pero con uno mismo. Leer es un póquer solitario.  La diferencia es que mientras que en una mesa el azar es quien reparte cartas, en una librería son los libros los que escogen al lector. Es decir, al libro le toca el lector que decide el azar. Es algo loco, pero es así. Por eso, como diría un tahúr, la vida es una sucesión de rachas. Para comprobarlo no queda más remedio que abastecernos de libros en la librería.

Si los compras por internet ya no es lo mismo. Entonces, efectivamente, el lector escoge el libro y las consecuencias difieren. No digo que sea peor, digo que la experiencia es distinta. No es igual escoger a que te escojan. No, no es lo mismo. La parte activa, la que te elije, de algún modo adquiere el compromiso de no defraudarte. De este modo, libro y autor firman un contrato moral en el que se establecen sus obligaciones con respecto al lector.

En el llamamiento desde la estantería, desde el expositor estratégico que le reserva el librero,  o desde el rincón más recóndito entre saldos y fracasos hay implícita una especie de promesa programática que puede expresarse de muy distintos modos, ya sea con una rutilante faja impresa con críticas de lo más elogiosas, una portada sugerente, o formas y medidas sensuales. Una faja en un libro es lo que una mala seña en una partida. Quiero decir que estos casos podríamos calificarlos como impuros, porque el encuentro mágico, fortuito, en realidad está contaminado por la intervención del marketing. Sería algo así como jugar con las cartas marcadas y la complicidad del crupier.

El auténtico jugador, el de verdad, el bravo que se arriesga asumiendo todas las consecuencias es aquel que entra en la librería con tiempo, pasea, mira, revuelve, se agacha en los lugares más incómodos atisbando la llamada; escudriña en secciones que nunca fueron de su interés; desdeña los mejores emplazamientos, o incluso sacrifica los sectores en los que reposan las obras más afines a sus gustos, porque las voces que lo solicitan, de tan conocidas, han devenido en familiares, y ya se sabe,  nada o poco hay de azaroso o de aventura dentro de la familia.

Otra de las claves consiste en aguzar bien el oído. Los cantos de sirena proliferan en las librerías. Distinguir el grito del susurro, el alboroto del sosiego, el embrollo de la claridad, la propaganda de lo auténtico, en definitiva, lo falso de lo verdadero no es baladí. Por esta razón, y al abrigo de mi experiencia personal, yo aconsejo antes de acudir al primer llamamiento, acopiar un mínimo de horas lectoras, a ser posible en todos los frentes o, como diría el tahúr, de todos los palos.

Y es que, incluso con años de lectura a las espaldas, ya sea por culpa del ruido, por exceso de confianza en el oído propio, o debido a los poderes hipnóticos de las voces embaucadoras, la cuestión es que por mucha educación de oído o destreza en distinguir el grano de la paja, el azar es libre y tirano, y provoca que, efectivamente, la vida no sea más que una sucesión de rachas.

Yo últimamente no me quejo. El saldo de este último mes ha sido a mi favor, aunque con alguna pequeña decepción. No me quejo porque soy consciente de que no es frecuente, ni está alcance de cualquiera, hacer saltar la banca.  Sólo Borges, y alguno más, que lo leyeron todo, contaban con el poder de acometer semejante empresa.

En ocasiones, un libro y su autor no te convocan desde la librería, sino desde otro libro. Cuando he acudido a la cita he ganado, aunque no siempre. Recuerdo que hace algunos años, en pleno fervor vilamatiano, recorría las librerías como alma que lleva el diablo a la captura de un Robert Walser, de un Sterne o de un Perec... El resultado fue desigual. La conclusión es que dos jugadores con las mismas cartas disputadas en partidas diferentes no tienen por qué obtener los mismos frutos. Ni siquiera a un mismo jugador le renta igual una escalera de color en la misma timba. De todos modos, no está nada mal seguir los consejos de autores a quien admiras, porque a menudo un libro, más que una puerta abierta, es el portal en el que poder llamar a otras puertas.

De ahí que tras finalizar la lectura de los diarios de Rafael Chirbes decidiese acudir a la llamada de los libros que a él le emocionaron. Este documento biográfico supone un tremendo, a ratos desasosegante, perturbador y al mismo tiempo aleccionador documento biográfico para cualquiera que ame la literatura y le interesen los misterios del proceso creativo, la angustia que vive un escritor ante la soledad, la inseguridad frente a su obra en marcha, los momentos de lucidez, el desánimo, y finalmente la labor concluida junto a una insatisfacción crónica,  incurable. 

Gracias a Chirbes me llegó la llamada de “Memorias de Adriano”, novela histórica de la escritora  francesa Marguerite Yourcenar, publicada en 1951. En verdad, agradeceré eterna y póstumamente a Rafael Chirbes la mención de este libro en sus diarios. Con esta novela he experimentado lo que todo lector anhela cuando se decide por un libro, es decir, conocimiento,  emoción espontánea y por tanto verdadera, placer estético, momentos de éxtasis, instantes inolvidables de franca comunión con el texto, como si de algún modo la autora me invitase y me permitiese formar parte de tanta belleza.

La edición que he leído es la traducción de Julio Cortázar, con lo cual, el disfrute es doble. Además, una vez concluida la historia, poco después de que Adriano exprese que “pasaré mi eternidad lamentando el exquisito dominio de mis sentidos y la ajustada perspectiva de la razón humana”, la autora nos regala una lección magistral de literatura, con un par de docenas de páginas de propina en las que explica sus vicisitudes en la escritura de la obra, una fascinante aventura tanto personal como intelectual. “Memorias de Adriano”, sin lugar a dudas, es uno de esos pocos libros que me dolerá no poder leer una vez muerto.

También he leído “Imán” gracias a Chirbes, la primera novela y obra maestra del autor aragonés Ramón J. Sender publicada en 1930, cuando tan solo contaba con 29 años. Es un libro tremendo que no ofrece concesiones. Sender narra la historia de un grupo de hombres humildes transformados a la fuerza en soldados a los que les tocó vivir el desastre de Annual, en 1921. La guerra descarnada, sanguinaria, implacable; la miseria humana, el dolor, la injusticia;  la utilización miserable y espuria de la vida humana en aras de objetivos absurdos dictados por la vanidad. Un grito antibelicista de lectura obligada, y más en estos días, con la guerra nuevamente cabalgando Europa. Me recuerda a las novelas más crudas del almeriense Agustín Gómez Arcos.

Y es que, en esta época hedonista, de encumbramiento de lo vulgar, de evasión sinsentido, de negación de realidades rendidas bajo las botas poderosas de la publicidad, de consumo abúlico de trivialidades huecas, no está demás bajar unas horas a los infiernos, ni que sea de visita, protegidos por la distancia del tiempo,  para comprobar de qué somos capaces cuando desdeñamos la inteligencia y dejamos en manos de mercachifles insensatos nuestro destino.

Tras estas dos lecturas, cuando creí que entraba en una buena racha, todo cambió. No voy a nombrar al autor, ni el libro en cuestión, porque le tengo en gran aprecio. Y no es que lo conozca personalmente. Ni siquiera aparece por las redes sociales. Se ha mantenido siempre al margen de los mentideros literarios, lejos de las redacciones culturales o de los platós de televisión. Lo suyo es leer y escribir. No le gusta hablar de su obra. A mí, personalmente, me tiene el corazón lector robado. Siempre que me encuentra o me llama uno de sus libros, acudo. De hecho, creo que este autor ha escrito una de las grandes obras de la literatura contemporánea en español.

Sin embargo, su última novela es fallida. Bajo mi punto de vista se ha dejado llevar por el entusiasmo de una buena idea, original y muy sugerente, de gran potencia literaria, para la que, sin embargo, no ha encontrado ni la voz, ni la forma, ni la historia ni el tono adecuados. Eso sí, le alabo el riesgo y la audacia. Creo que era Roberto Bolaño quien decía que escribir es tarea de gladiador: sales a la arena a pesar de saber que puedes perder la vida. Con todo, siempre que me convoque, allí estaré, como jugador que codicia el as.

José Ovejero me reclamó hace pocos días. Era la primera vez que le oía. Su última recopilación de cuentos “Mientras estamos muertos”, ha estado rondando durante estas últimas semanas por casa. No lo compré yo, lo compró mi amor. El libro, al ver que había finalizado el anterior con regusto amargo, me susurró desde la mesa del comedor, como para ofrecerme la oportunidad de remontar mi mala racha y así poder recuperarme. Con él la fortuna de nuevo me sonríe. Son buenas cartas los cuentos de Ovejero. Algunas, muy buenas, como para formar en manos sucesivas combinaciones mayores.

Porque Ovejero cuenta sus cosas de ese modo que en apariencia se antoja sencillo, pero que requiere contención, oficio, precisión y sensibilidad. Es ese modo de escribir que exige tener algo que contar, por encima de filigranas estilísticas, porque en esa virtud reside precisamente el estilo. Por ejemplo, uno se devana la sesera por marcar ideológicamente su obra, por definirse políticamente, y busca para ello maneras sofisticadas, casi alambicadas, rastreando quizás citas, autoridades, construyendo complejos personajes que protagonizan sesudas novelas de tesis. En esa búsqueda los autores se ofuscan y pierden el don de la sencillez, y  no hallan modo de construir una frase virtuosa, al mismo tiempo simple y lapidaria como “A mí me gustaría mucho ser de derechas porque eso te permite estar de acuerdo todo el rato contigo mismo.” Y ya está. Como un golpe en la mesa. No hace falta decir más.

Las historias que narra este escritor madrileño  me resultan cercanas. Las protagonizan criaturas periféricas a caballo entre la pobreza de la posguerra española y aquel tiempo de atisbos inciertos que surgió cuando el franquismo cambió de rumbo y se dispuso a preparar la restauración de la monarquía. Padres y madres a los que les era imposible “soportar su propia ternura.” Adolescentes asilvestrados en virilidades paternas y andanzas suburbiales. “Aquella época [en fin] en la que eran los hombres quienes hacían las fotografías.”

Ovejero adopta ese paisaje humano y lo trata con cierta ternura, pero sin ofrecer demasiadas concesiones al sentimiento, probablemente porque él mismo lo ha habitado, y sabe cómo se las gasta la vida. De hecho, confiesa en primera persona “no soy escritor porque me fascina la literatura sino porque me fascina la realidad.

Una vez que uno atiende la voz de un libro, y la jugada ha salido como esperaba, es probable que desee escuchar más veces a su autor. Durante este año voy a leer más de este madrileño dotado especialmente para la narración desde cuyas páginas resuenan ecos de William Saroyan y de Sherwood Anderson. De manera que, querido José, en la Librería nos veremos, a partir de ahora, a menudo.

La voz de la obsesión

No sólo de ficción vive el oído de un lector. Las voces que reclaman nuestra atención puede que surjan desde el interior. Sucede que, por el sencillo hecho de estar vivos, progresivamente nos crecen intereses, obsesiones, filias y fobias que nos obligan a indagar, porque no acabamos de fiarnos de nosotros mismos, o porque una vez identificadas las fuentes del llamamiento, brotan incontenibles la sospecha y el interrogante, y entonces la necesidad de búsqueda se nos enquista en obsesión, y ya las horas no son tuyas porque tú eres esclavo de las horas y de quien ha inoculado en el tiempo un veneno que nos transforma en un engendro  persistentemente soliviantado.

Eso es lo que me ha ocurrido a mí los últimos diez años con el procès catalán. Creo que poco a poco los síntomas de ofuscación, inquietud, o incluso miedo han ido remitiendo, y podría decirse que puedo darme por curado. Para lo cual, me han ayudado mucho algunos libros en los que he encontrado el cobijo del argumento para constatar lo que, poco o mucho, intuía.

Empecé jugando fuerte, con la carta de Joan Lluis Marfany y su “Nacionalisme espanyol i Catalanitat”. La lectura atenta de esta gran obra de investigación, rigurosa y extraordinariamente documentada por parte de los seguidores del secesionismo, hubiese bastado para asumir que les estaban engañando. El libro se publicó en 2017, el mismo en el que se consumó el disparate. Marfany muestra cómo el sentimiento patrio español es obra de catalanes. La misma burguesía que propició la célebre Renaixença jugó a dos barajas para conservar su mercado natural, de manera que lo que surgió y se consolidó a principios del siglo XIX en Catalunya fue el nacionalismo español. Los catalanes fueron vanguardia en el apoyo entusiasta a la nación española y por tanto constructores de españolidad. Poca broma.

Meses después me convocó “Románticos y Racistas, orígenes ideológicos de los etnonacionalismos españoles”, una obra del filósofo Jorge Polo Blanco, de obligatoria lectura para quien quiera conocer la ideología en la que se asienta los actuales secesionismos vasco, gallego y catalán, andaluz y canario. Reseñé este libro no hace mucho, aquí mismo, así que por resumir diré que los Puigdemont, Tardà, Esteban, Urkullu, Otegi, Rufian, Trías,  Aragonés, etc, etc, siguen el camino político que les indicaron una recua de racistas de libro, cuya ideología segregacionista y supremacista surge de las mismas fuentes europeas en las que bebió el nazismo, y que se ha extendido a lo largo del siglo XX, con ropajes demócratas, hasta llegar hasta nuestros días, con la aquiescencia incomprensible de la izquierda nacional.

El libro de Polo fue prologado por el filósofo e historiador Pedro Insua, uno de los baluartes de la llamada batalla cultural contra la Leyenda Negra española, en la que luchan de modo activo estudiosos y creadores de la talla de María Elvia Roca Barea, José Luis López Linares, el mismo Jorge Polo, Ricardo García Cárcel, pensadores próximos a la Fundación Gustavo Bueno, o Marcelo Gullo, por nombrar algunos. Y es que la Leyenda Negra española , o el falseamiento de la historia para presentar a nuestro país como un maléfico y odioso leviatan, es uno de los pilares sobre los que se asientan el secesionismo y los nacionalismos fragmentarios.

Sobre Pedro Insua también he hablado aquí de su “El orbe a sus pies”, un libro planteado como “el rescate para el orgullo español de un acontecimiento de alcance universal, uno de esos pocos hitos de la humanidad gracias a los cuales se ha construido nuestra civilización.” Después requirieron mi atención, por ese orden, “Hermes católico” y   “1492, España contra sus fantasmas”, obras ambas del mismo Insua. El primero me dejó absolutamente impresionado. San Pablo cayendo del caballo. Todo lo que pretendía saber sobre la conquista de América se vino abajo.

El segundo libro en parte es un refrito del primero. Su atractivo radica en que el autor se dedica a desmentir una por uno los tópicos negrolegendarios sobre España, pulverizando así la idea de España como el gran monstruo de la historia que de modo tan eficaz difundieron sus enemigos desde el siglo XVI, a saber, Inglaterra, Holanda, Alemania y  Francia.

En “Hermes católico” Insua demuestra que España no concibió Hispanoamérica como una colonia ni actuó como una fuerza colonizadora. España actuó en hispanoamérica como imperio generador, de modo similar al romano en Europa. Tanto es así que su potencia generadora y civilizadora fue tal que construyó y propició finalmente la emancipación de sus pueblos. Este libro es muy recomendable, porque proporciona un punto de vista absolutamente nuevo sobre el papel de España en la historia que provoca en quien lo lee sorpresa, admiración y un consecuente cambio de perspectivas.

Aléjense de él las personas de izquierdas que no estén dispuestas a sentirse solas, a discutir acaloradamente con su círculo de amigos y a deshacerse de sus prejuicios, cocidos al fuego de la Leyenda Negra y de la sarta de falsedades que escribió el ínclito Fray Bartolomé de las Casas. Porque, tal y como afirma Insua, es incomprensible que estemos aprendiendo nuestra propia historia de la mano de Gran Bretaña

Pedro Insua, a su vez, me abrió otra puerta, la de los libros del historiador y politólogo argentino Marcelo Gullo. El primero de ellos que he leído es  “Madre patria”, prologado por Alfonso Guerra. Gullo abunda de modo extenso, prolijo y exhaustivo en la misma idea de Pedro Insua, ofreciendo al lector una base documenta historiográfica de la conquista de América por parte de España que le permita constatar que la acción española en el nuevo continente no fue imperialista, sino imperial; que España actuó como fuerza generadora de civilización y bienestar; que no concibió a los territorios conquistados como colonias;  que liberó, luchando junto a ellos,  a la mayoría de pueblos indígenas de la explotación y la barbarie a los que les sometía los imperios Incas y Azteca; que al llegar los conquistadores aquella tierra no era, ni mucho menos, el Edén pacífico y paradisíaco y que, a diferencia de Gran Bretaña, Holanda, Alemania o Francia, España no actuó de modo racista, porque propició desde todos sus frentes el mestizaje, y no cometió, ni de lejos, genocidio; falsedad que, por cierto, han alentado y difundido a lo largo de los siglos precisamente las potencias racistas que sí lo cometieron. Por todo ello, “Madre patria” debe estar en la biblioteca de cualquier persona que se precie de buscar la verdad.

Casi inmediatamente después me dispuse a leer  “Nada por lo que pedir perdón”, del mismo autor, esta vez prologado por Carmen Iglesias, presidenta de la Real Academia de la Historia. Aquí Marcelo Gullo somete a juicio político e historiográfico precisamente a las potencias que han juzgado la acción política internacional de España desde que se convirtió en imperio gracias a la conquista de América.

El resultado es una tonelada de pruebas impresas que establecen, muestran y subrayan el carácter genocida, colonizador, racista, cruel y despiadado de las políticas desplegadas por Gran Bretaña, Francia, Alemania o los Estados Unidos a lo largo del tiempo desde el siglo XVI; políticas colonizadoras y religiosas que han provocado millones de muertos en Europa, América, África, Asia y Oceanía, la desaparición completa de pueblos originarios, la aniquilación cultural, la esclavitud secular, y el enriquecimiento a través al extracción de sus riquezas, el robo y la rapiña o la explotación más feroz que haya conocido la historia de la humanidad.

Muchos de los causantes de esta atroz trayectoria son honorados con monumentos en sus naciones, que pasan ahora por paradigmas de la libertad y de la tolerancia, el espejo en el que, pobres de nosotros, crueles y atrasados españoles, engendros de la historia,  debemos  mirarnos.

Con respecto a este libro tengo un par de peros. Marcelo Gullo no se contiene y cae en la tentación de cubrir su camisa de historiador con la chaqueta religiosa e  ideológica. Gullo, católico y peronista confeso, establece una tesis en su libro muy fácil de entender, a saber, la religión no nada tiene que ver con el desarrollo económico ni de los países que acogieron la reforma protestante y tampoco de los que, como España, siguieron fieles al Papa de Roma. De este modo desautoriza el clásico libro de Max Weber “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” (1904)”, lo cual es, como poco, un tanto osado.

Para colmo, al finalizar el libro, cuando ya el Doctor Gullo ofrece sin empachos su rostro ideológico, como si se viese en la obligación de realizar un acto de fe, afirma sin paños calientes que “ la gran virtud de la gran Isabel la Católica consistió en poner la política al servicio de la fe.”

Esta afirmación, que nos llevaría a pensar en la España renacentista como una teocracia muy parecida a la de los países musulmanes, convive  en el libro de un modo contradictorio  con una crítica frontal y despiadada contra las acciones y las políticas de los países de la reforma protestante que, según el mismo Gullo, fueron fruto de una nueva teología que premiaba con el reino de los cielos a quien se enriquecía a toda costa y condenaba a los infiernos a quien no lo hacía.

Esta incoherencia debilita todo el libro y sobre todo la causa historiográfica en la que milita. Lo más chocante es que Gullo no lo necesitaba, pues gracias a los datos, documentos y hechos que desvela, la obra se sostiene por sí misma ya que es esa ingente y reveladora información histórica la que provoca reacciones en el lector, y no el mitin proselitista de sospechoso acento confesional. Por eso, si obviamos el auto de fe torpe e inoportuno, opino que “Nada por lo que pedir perdón” es un libro muy recomendable.

Y hasta aquí la partida de este mes. Como se puede comprobar, estoy en racha. Un par de manos bien servidas fruto de la convocatoria del azar, de mis obsesiones y del vicio que me corroe y me seca los ojos. En alguna ocasión he sorprendido a algún autor con cartas debajo de la manga, pero no me voy a poner a estas alturas exquisito. Quien esté libre de culpa que tire el primer descarte.