Y es que somos seres sencillos, fáciles de manejar porque, cuando quienes ambicionan el poder con ardor obsesivo ponen a funcionar la maquinaria de la propaganda, la persuasión falaz y la desinformación, no es fácil sustraerse a sus efectos y acabamos comprando a precio de saldo la confianza de quien va a destrozar la existencia a la mayoría mientras se la facilita -y de qué manera- a una minoría.
Mamá cumplirá este año 92 años, y está estupenda. Mamá es una mujer menudita, de abundante pelo blanco, tan blanco como las nubes estivales de la vieja Castilla, aunque no tan largo como el de su madre, que lucía una trenza india, larga hasta la cintura. El pelo de mamá brilla cada día que sale a dar su paseo, porque con la luz de la mañana le nacen reflejos azulados. Ella nos cuenta que la peluquera se admira de su color. También nos dice que aunque el color del pelo de mi abuela también era blanco, tiraba más bien a trigo recién molido, y que el que ella luce le salió después de aquel año tan malo que padeció.
Mamá lleva su propia vida. Ordena y limpia la casa y cocina a diario tres veces. Sale a comprar cuando necesita algo. Mi hermana le regaló hace poco un bastón muy bonito, floreado, pero mamá no lo utiliza. Argumenta que de momento no lo necesita porque no le duele nada; caminando con cuidado es suficiente. Últimamente está empeñada en que tenía que haberse ido al pueblo cuando murió papá. Pero aquí está, cerca de nosotros, de sus nietos, y de su bisnieta, porque mamá tiene la fortuna de acunar en sus brazos y de ver cómo crece la hija de su nieto el mayor.
Mamá no practica aficiones dignas de mención. Mira la tele lo justo, algún concurso, el telediario y poco más. A veces se entretiene completando crucigramas, o leyendo una vez más las noticias sobre las gentes de su pueblo, que recopiló mi hermano en un librito. Cuando voy a verla expresa su preocupación por la actualidad. Tantas malas noticias en los informativos la alarman. Dice que parece que todo se vaya a acabar.
Hace ya algunos años mamá estuvo muy enferma. Todavía vivía papá. Un día se palpó un bulto en la garganta, grande y redondo como una canica, y después de visitas a médicos y pruebas en el hospital público, finalmente le programaron la extirpación. Nos dijo el doctor que no sabríamos si el tumor era benigno o maligno hasta después de la intervención.
Aquella fue la época en que las personas y los partidos políticos que gobernaban Cataluña se inventaron el modelo mixto de sanidad público-privada. Como resulta que nuestro dinero se lo quedaban los que gobernaban, o se lo daban a compañías privadas que hacían negocio con la salud de la gente, después no les quedaba ni para contratar médicos o enfermeras, ni para construir ambulatorios, ni hospitales públicos, ni adquirir equipamiento. Así es que, a falta de camas públicas, a mamá la derivaron, como se dice en el argot, a un hospital privado-concertado.
A priori la operación no revestía demasiada complicación ni debía de alargarse demasiado pero, tras dos horas sin noticias, nos temimos lo peor. Pronto supimos que algo no iba bien. Desde la sala de espera mi papá y mis hermanos vimos correr a dos médicos con un extraño aparato pasillo arriba, pasillo abajo. Al verlos papá nos advirtió “no me gusta nada. Eso es para vuestra madre”. Nosotros callamos, pero nuestro silencio delataba el acuerdo con la fatal intuición de papá, que acabaría confirmándose.
El anestesista no estuvo muy fino y le provocó a mamá un encharcamiento de los pulmones. Cuando ocurre algo así los médicos siempre dicen que la paciente ha hecho una neumonía, de manera que la culpa se traslada al enfermo. Mamá estuvo ingresada una semana en la Unidad de Vigilancia Intensiva de la Clínica Platón. El nombre, un gran sarcasmo: el ideal convertido en pesadilla.
Una vez estabilizada la ingresaron en planta. A pesar de que la Platón era una clínica privada y de que presumíamos unas instalaciones y un trato superior, fue lo contrario. Para el postoperatorio instalaron a mamá en una vieja sala junto a once pacientes que igualmente provenían de una derivación del sistema público catalán de sanidad. La superficie de la sala equivalía a la de tres habitaciones dobles en cualquier hospital público, pero manteniendo de aquel modo aquel aparcadero de pacientes, los propietarios del negocio ingresaban el doble y se ahorraban el coste de las obras. Allí estaba mamá tumbada en su camastro, recuperándose de la neumonía provocada por una negligencia con un tubo introducido hasta el esófago, por donde la alimentaban.
Pasada la última hora de la tarde, ya camino de la noche, mamá empezó a sentir molestias en la garganta y a quejarse de que respiraba con dificultad. Avisé a enfermería, pero estaban merendando. Después de la merienda apareció una enfermera. Le preguntó a mamá, en tono displicente, que qué le ocurría. Mamá respondió con gestos, visiblemente agobiada, dando a entender muy claramente que le faltaba el aire y que no podía respirar. La enfermera sonrió, le acarició la frente y diagnosticó sumariamente que eran nervios, que se relajase y procurase dormir. Mamá siempre ha sido muy obediente con los médicos. De debe ser una cuestión generacional. Los mayores sienten un respeto reverencial hacia los médicos. Por eso creo que intentó ser obediente y asumió sin rechistar que la falta de aire era cosa suya, de sus nervios.
Pasaban los minutos y el ahogo era cada vez más angustioso. Llamé otras dos veces a la enfermera y el resultado fue similar. Recuerdo que la última vez incluso expresó fastidio, un gesto que quería significar algo así como, vaya nochecita que nos va a dar la vieja pesada. Fue entonces cuando le exigí que llamase al médico de guardia porque mi mamá se estaba asfixiando. Pero en la Clínica Platón los sábados por la noche el médico de guardia pasaba la guardia en su casa, o en algún otro lugar de la divertida noche barcelonesa, porque la misma enfermera me respondió que sólo le podían molestar en caso de extrema urgencia. Al menos eso era así para los pacientes derivados de la Seguridad Social.
Pocos minutos después la situación llegaba a un punto de suma gravedad. Fruto de la desesperación y de la fatiga debida al ahogo progresivo, absolutamente fuera de sí y exasperada al límite de sus fuerzas, mamá intentaba incorporarse y con las manos pretendía liberarse a tirones el tubo de plástico que le habían introducido en la garganta. Mamá no podía hablar, sólo abría mucho los ojos, como los abren los estrangulados, y tiraba con todas su fuerzas del tubo, y es que, cuando recuerda ese momento, nos explica que en esos momentos quería gritar su rabia porque creía que le habían llevado a ese hospital con el objetivo de matarla y no de curarla.
El médico de guardia no apareció. La enfermera finalmente le llamó por teléfono porque las otras pacientes de la sala estaban viendo que mi mamá se moría ahogada y que nadie hacía nada por evitar un desenlace fatal. Al poco, por fin, le inyectaron una dosis de corticoides. El efecto fue casi instantáneo. Mamá se recostó de nuevo, aliviada, y mirándome ya con cierto sosiego se le fueron cerrando los ojos hasta quedar profundamente dormida.
Una vez que el efecto del medicamento se diluyó, surgieron de nuevo los síntomas del ahogo, esta vez mucho más virulentos. Tanto fue así que poco después del amanecer se llevaron a mi mamá nuevamente al quirófano para practicarle una traqueotomía de urgencia. Tal fue la carnicería a la que mamá fue sometida que, tras la última intervención, la dirección del hospital decidió que descansase en una habitación individual. Allí mismo, el Doctor Piulachs, cirujano endocrino de larga estirpe, socio propietario de la clínica y autor de la primera operación, se deshizo en escusas y parabienes hacia todos nosotros, reunidos alrededor de mamá, que presentaba -pobrecilla- un aspecto lastimoso.
La última frase que nos dirigió el rico y afamado endocrino, algo alarmado ante la expectativa de una denuncia, era en realidad una súplica camuflada de diplomacia y afectación con el fin de que no la llevásemos a cabo. Y así fue. Reunidos en asamblea mis hermanos, papá y mamá decidimos no denunciar, ni al Doctor Piulachs, ni a la Clínica Platón. Recuerdo que mamá nos hacía gestos que traducidos querían decir “de ninguna manera”. Debo confesar que yo, con mi vehemencia habitual, lideré la facción del ¡sí, a por todas!, pero me quedé sólo ante la causa, en franca minoría.
Los días y las noches del postoperatorio y la convalecencia en la prestigiosa clínica privada no fueron fáciles. Con el fin de que pudiese respirar con comodidad, teníamos que encargarnos nosotros de succionar cada dos horas, con un instrumento médico, la gran cantidad de mucosidad que generaba el orificio que a mamá le habían abierto en el cuello. Nos enseñó una enfermera. Ellas no podían hacerlo porque la planta para pobres provenientes de la Seguridad Social no contaba con suficiente personal. La mayor parte estaba dedicado a las plantas de pago.
Pasadas dos semanas, el doctor le dio el alta no sin antes expresarnos su afecto infinito y sin perder la ocasión para adularla con las frases más patéticamente serviles que le he escuchado a nadie pronunciar. Mi hermana compró en la farmacia un dispositivo de plata que protegía el hoyo de la traqueotomía de un modo algo más presentable que el que habían colocado en la clínica. Poco a poco se iba recuperando. Ella misma era capaz de realizar frente al espejo del lavabo de su casa toda la rutina de higiene que una traqueotomía requiere.
Casi nos habíamos olvidado de lo verdaderamente importante. No sabíamos todavía si el tumor era de pronóstico benigno o maligno, para lo cual nos poníamos en manos, de nuevo, de la sanidad pública, y perdíamos de vista para siempre a la Clínica Platón. Entonces conocimos al inolvidable Dr. López, médico titular del Hospital del Valle Hebrón, que una mañana de verano, en un despachito minúsculo, nos dio la mala noticia.
Mamá tenía cáncer de tiroides, “pero no te preocupes, Leonor, porque te vamos a curar”, le dijo el doctor abriendo una de las sonrisas más cariñosas, afectuosas y terapéuticas que he podido ver a lo largo de mi vida. No puedo dejar de señalar que al sentamos en su consulta, tras leer el expediente médico y mirar a mamá, el Dr. López le preguntó, visiblemente impresionado “¿Qué es lo que te han hecho, guapa, qué es lo que te han hecho?”
A la semana, la sanidad pública le inyectaba a mamá la primera dosis de quimioterapia para eliminar de su cuello todo rastro de células cancerosas. El tratamiento consistía en seis sesiones y después otras seis de radioterapia. Cada vez que su cuerpecito recibía el medicamento teníamos que ingresarla por la vía de urgencias porque, a causa del debilitamiento de sus defensas, la herida de la traqueotomía se le infectaba y le provocaba fiebres y gran abatimiento. En alguna de los ingresos fueron necesarias transfusiones de sangre, porque se les iba. Mamá se les iba. Mamá se nos iba.
Pero allí estaba el Dr. López para evitarlo, junto a su equipo y junto a los grandes profesionales que, en los momentos más críticos de su enfermedad, atendieron a mamá en el hospital de todos. Nada de todo aquello hubiese sucedido si quienes la intervinieron en primera instancia hubiesen priorizado la salud de mamá ante el dinero que iban a ingresar a cuenta de los contribuyentes.
Pero si mamá sufrió gratuitamente no fue o únicamente debido a la negligencia de los médicos y las enfermeras de la Clínica Platón, sino como consecuencia de las decisiones de una serie de partidos políticos, de quienes los lideran, de quienes jalean sus políticas y sus ideologías en los medios de persuasión, de todos aquellos mercaderes sin escrúpulos que viven a lo grande gracias a la transformación del derecho a la salud y del sagrado ejercicio de la medicina en uno de los negocios más boyantes de las últimas décadas.
Poco a poco la herida de la traqueotomía fue cicatrizando. Mamá reaprendió a comer y a hablar, y al tiempo que se recuperaba de toda aquella odisea, el cabello le renació de un blanco reluciente y rizado, hasta que finalmente se le fue domando. Antes del año de autos, mamá lucía un cabello robusto, de color castaño, que perdió como cualquier paciente que se somete a quimioterapia.
A mí me gusta mucho el cabello de nubes blancas de mamá. Cuando le doy un beso aprovecho y lo acaricio fugazmente. Es de un tacto fuerte, pero suave. Es, al mismo tiempo, el recuerdo amargo y el fruto hermoso de aquel año tan malo que nos enseñó y nos convenció a mi papá y a mis hermanos que la sanidad pública se defiende, y el motivo por el cual, como dijo hace pocos días mi buen amigo en Twitter, somos votantes del partido que nos vaya a hacer menos daño. Creo que, ejerciendo una prudente y previsora lógica, tenemos muy identificados a los que no votaremos. Nos vamos haciendo mayores.