El otro día me robaron la cartera. Por si alguien lo dudaba, soy un documentado. Podría vivir, por ejemplo en Vic, o en Torrejón, en cualquier pueblo italiano tan ricamente, por poner tres casos europeos. Nada tiene que ver mi condición inmortal para cumplir mis deberes como ciudadano. La cosa es que tuve que acercarme a la comisaría y mientras esperaba pude oír una conversación a través del tabique de Pladur anejo a la sala. La transcribo ahora mismo de memoria. En realidad lo que oí fue un monólogo, porque solamente percibí una voz; una voz clara, educada, extremadamente educada, casi diría que flemática, estirada, al más puro estilo inglés; una voz victoriana. Por momentos, durante breves intervalos, el timbre cambiaba de matiz, como si perdiese tono, como si la garganta que pronunciaba palabras sufriese una transmutación que le obligase a expresarse en una armonía quejosa de susurros y gruñidos que le confiriese cierta irrealidad. Algo extraño, más bien inquietante.
<<…¡Claro que voy a colaborar!. ¿Es que acaso lo ha dudado un solo instante? Soy coleccionista. Los coleccionistas somos gente extraña que vive en un mundo apartado, regido por reglas propias que satisfacen y garantizan plenamente nuestras obsesiones. Por eso no hay quien nos aguante y, por lo general, vivimos solos, al cuidado de nuestras colecciones, que miramos y toqueteamos una y otra vez para asegurarnos de que todo sigue estando en su lugar. En pocos días nos convertimos, sin darnos cuenta, en monjes de nuestra orden y toda nuestra vida gira alrededor de la recopilación de piezas que con esmero, paciencia y tiempo hemos reunido. Este ejercicio contínuo de acopio, examen y taxonomía escrupulosa nos influye por fuerza en el carácter, nos moldea, nos hace huraños, desconfiados y a veces violentos. En nuestro quehacer diario no podemos dejar de realizar una serie de tareas, como por ejemplo, repasar nuestros tesoros para memorizar con puntillosa precisión hasta el más mínimo detalle de cada una de las piezas que componen la colección. Creo que nos sometemos a esa rutina porque nos reconocemos en las adquisiciones, porque no sólo vemos en ellas su valor, sino el esfuerzo invertido, los sinsabores recibidos, o el sacrificio padecido. Incluso somos capaces de permitir que nos vilipendien. Pero nos da igual. Sabemos que tenemos una misión en la vida y nos vaciamos con tal de poder cumplirla a la perfección. La incomprensión no nos desmoraliza. Al contrario, nos motiva, porque somos conscientes de que la sociedad nos necesita; vivimos en la certeza de que si no somos nosotros los que cumplimos con el supremo deber de ordenar el mundo, de clasificarlo, de salvaguardar aquello que se desprecia por el hecho de ser viejo, raro, o vulgar, nadie más lo va a hacer.
>>Los coleccionistas nos reconocemos sin necesidad de organizarnos en hermandades secretas. Incluso nos comunicamos sin necesidad de ponernos en contacto los unos con los otros. En nuestra misión diaria, sabemos perfectamente que muy cerca, o al otro lado del mundo, hay alguna otra persona que en el momento justo en que yo observo y acaricio y susurro a algún elemento de mi colección, otro colega hace exactamente lo mismo en su zona, en su país, o en su región, de manera que así nos sentimos acompañados y reconfortados y seguimos con nuestra tarea con más ilusión si cabe, porque los resultados de nuestro trabajo, poco a poco, pacientemente, sin perder jamás, jamás, la guía de la precisión, van adquiriendo consistencia a escala planetaria. De modo que se podría afirmar que trabajamos estructurados en una red invisible, no secreta, secreta no, invisible, que no es lo mismo, no vayamos ahora a decir ahora cosas que no son, y entonces, ¡ah! entonces, todo en su sitio, orden, concierto, si no todo al carajo, porque una mínima imprecisión en los oídos de cualquiera y todo cambiaría, y para qué queríamos cambios, a ver, si las cosas son así, así están bien y así han sido siempre, para qué cambiar, siempre, siempre todo en su sitio. De lo contrario, sí, de lo contrario, habría que tomar cartas en el asunto y después las consecuencias, después quién se hace cargo de las consecuencias. No, ni hablar, nada de sociedad secreta, una red invisible sí, una red invisible, bien comunicada, en la que los coleccionistas, unidos, ordenamos el mundo. No obstante, por mucho que me sienta estrechamente ligado a mis congéneres, mejor, a mis hermanos, una pieza es una pieza. Quiero decir con esto que en la lucha diaria por enriquecer con los mejores triunfos nuestras compilaciones no hay hermanos ni hermanas que valgan, y eso es algo que todos entendemos sin que código alguno lo tenga que especificar. Tácitamente, cuando una persona corriente se convierte en coleccionista, tiene que saber que en este negocio sobrevive el más fuerte, punto. Es toda una metamorfosis. Duele, porque de repente se da uno cuenta de todo el tiempo, el hermoso tiempo que se ha perdido en recopilar y clasificar algo que está por ahí desperdigado, de cualquier manera, aquí, allá, lejos, junto a mí, qué más da, el caos, la lucha contra el caos, es una lucha sin cuartel y, quien no ha recibido la llamada, qué va saber, ¡qué diablos va a saber! Por eso el novato aprende pronto que entre nosotros el fin justifica los medios y que, tal y como vio Darwin - uno de los mejores, si no el mejor, por cierto- la adaptación al medio y el desarrollo de habilidades prácticas, de detección y defensa del patrimonio, son dos fundamentos básicos a ejercitar si se quiere ser alguien. Eso no significa que arrimemos el hombro cuando oímos la llamada de auxilio de alguno de nosotros, que nos defendamos de enemigos comunes, que los hay, peligrosos y taimados. ¡Cuánto peligro ahí fuera!, sí señor, siempre ojo avizor, nariz de perro pachón para olisquearlo todo, a todas horas, hasta las paredes oyen, vigilantes, sin perder atención en nada, con el tercer ojo, atentos, ¡atentos!, si no queremos lamentarlo, que demasiado alta es la meta, trascendente, como para andar confiados, sin más. Por eso a menudo nos convocamos en plazas. Esto no debería decirlo, pero ya casi que da igual. Seguro que ha visitado alguna vez alguna feria de coleccionista. Las de sellos tienen mucha solera, también las de monedas. Aunque en estos tiempos solemos utilizar como pantalla las chapas de botellas de cava, un objeto vulgar, sin valor alguno. La gente, con la modernidad, se ha envilecido, y tenemos que adaptarnos. En el sello y en la moneda había un algo, había historia, un conocimiento, un valor, curiosidades interesantes en las que profundizar. Hoy en día nos quedamos en la superficie, y qué hay más superficial que una vulgar chapa de cava fabricada en latón. Pues levanta pasiones. Así es que las utilizamos para vernos sin levantar sospechas. En realidad las chapas nos importan bien poco. Aficionados y curiosos se pasean entre los puestos en las mañanas claras de domingo y por momentos creen que son coleccionistas. A veces, mientras esperamos y para no aburrirnos demasiado, incluso les intercambiamos alguna, y se van contentísimos a su casa, donde explican a la familia, mientras se comen la paella, la importante adquisición que han realizado gracias a la habilidad negociadora y al poder de persuasión que utilizaron con un tipo que ni sabía lo que tenía, el muy gilipollas. En estas concentraciones también dejamos que personas ajenas a nuestra red planten su puesto junto a nosotros. Les dejamos porque afianza nuestra coartada. Claro que les reconocemos. Si no hay más que verlos, los pobres, con la ingenua conciencia de ser lo que no son etiquetada en cada uno de los gestos. En realidad son igual que los aficionados que pasean y que vienen a visitarnos a los pueblos y ciudades que escogemos. Con la diferencia de que éstos se creen que son algo. Como no nos conocen, a menudo les damos cháchara y es muy divertido verles tan afanados manteniendo sus corolarios clasificados en carpetas plastificadas, o en cajitas de madera construidas por ellos mismos, en donde muestran con orgullo sus surtido de chapas, de plumas estilográficas, de carteles de cine, de soldaditos de plomo, de esos objetos horrendos llamados pins, cómo odio los pins, odio los pins, sí, quememos todos los pins, a veces me dan ganas de gritar, y cierro muy fuerte los puños, pero qué más da, vamos a exterminarlos, los puños, me sangra la palma de la mano por cerrar tan fuerte los puños, contención, lo importante es hacer que el tipo no sospeche, ni él ni los plácidos visitantes. Paciencia, mucha paciencia, la paciencia es nuestra mayor virtud. Porque al final llega la recompensa. Son ya muchos años y, créame, no hay nada comparado a la satisfacción de entrar a casa después de un duro día de búsqueda y gozar de la visión, más que de la visión, de la compañía del objeto de nuestros desvelos. De ahí que sea tan importante que entre nosotros exista cierta solidaridad de clase y que necesitemos vernos en público, frente a frente. Con un pequeño gesto tenemos suficiente. Sabemos que no estamos solos en esto, nos reconforta sentirnos partes de un todo, de algo que nos trasciende, superior a nuestras existencias carnales. La carne, en la carne es donde habitan los poros, el vello. La carne es el origen, en la carne, el vello, rubio, negro, frágil, la porosidad y el sudor cuando hace calor, o la fiebre y se eriza el vello, o si no hay vello, porque es de mujer y ellas se depilan, y se eriza la piel pura o sudan como ríos, pequeños ríos, arroyos de agua con sal, que son toxinas, como orines que manan espontáneos pero de otra calidad, más, ¿cómo diría?, sudor, eso, se ha fijado, porque el cuerpo es realmente sabio y sabe en cada momento qué tiene que hacer con cada tipo de persona, hombre, mujer, niño, viejo, la carne de viejo ya no suda, ya ni para sudar, pero hay que guardar y dar testimonio de todo, y así los voy clasificando. Al tiempo, sin prisas, que lo primero es explicar la misión, nuestra misión, porque si no, no va a entender una mierda. Pero en fin, el caso es que cierto día, un domingo de mayo -sí, creo que era mayo- nos convocamos porque había saltado la alarma. Algo había levantado sospechas y cualquier descuido puede resultar fatal para nuestra seguridad y, por supuesto, para la colección. Y la misión, claro. Ya les habíamos olido... ¡cómo no íbamos a colaborar…!>>
Hasta aquí pude escuchar, porque el agente voceó enérgico mi número. Me tuve que levantar, mojar mis dedos en tinta, estampar mi vieja huella decimonónica sobre un rectángulo blanco, firmar y ya, de nuevo ciudadano europeo, en la calle, entre mortales etiquetados, perfectamente documentado.
Vuelvo mañana
El cuadro es de un pintor danés llamado Vihelm Hammershoi (1864-1916). Se titula "El coleccionista de monedas"