Para Jon, jugador de baloncesto, artista y astronauta en ciernes.
Nuestro vestuario siempre olía a Zotal, un desinfectante fungicida que se utiliza en grandes recintos donde se crían vacas, cerdos, ovejas, gallinas y todo animal comestible susceptible de estabular. Dicen sus fabricantes que elimina olores desagradables y proporciona una agradable sensación de higiene y limpieza.
A la vista de la publicidad del producto parece meritorio dar con la fórmula neutralizante
de tamaña fetidez excremente. Ya me gustaría comprobar la reacción de los miembros del consejo de
administración de Zotal en el interior de los
vestuarios en los que a diario nos duchábamos y nos cambiábamos de ropa antes y
después de cada partido o entrenamiento.
El aroma hormonado de una docena de adolescentes, sus doce
pares de calcetines y su ropa interior exhalando espesos efluvios en el
interior de un habitáculo de poco más de diez metros cuadrados no debe
parangonarse, de ningún modo, con una cuadra donde cientos de cerdos evacúan
sus heces al menos dos veces al día. No había por aquel entonces ganadero que
hubiese resistido más de un cuarto de hora en nuestro vestuario humilde,
pequeño, recogido, y sobre todo eficaz, pues cumplía escrupulosamente con la
función de dar cobijo a decenas de equipos del colegio de frailes ubicado en un
pueblo obrero del cinturón industrial barcelonés.
Allí los hongos y otras lindezas parasitarias tenían poco
que hacer. Éramos pobres pero eficazmente higiénicos. En nuestro vestuario, aquella
especie de gas ziclón para virus pecuarios arrasaba con toda forma de vida
bacteriana, dejando un característico rastro blanquecino en el hormigón lijoso
de las dos duchas que, dicho sea de paso, solía inspirar nuestra procacidad.
Yo, por aquel entonces, no sabía que un día leería a Marcel
Proust, pero hoy sé que el Zotal es la infusión de mi tiempo perdido en el que lo
único que ambicionaba era -por este orden- triunfar como jugador de baloncesto y que creciesen
lo antes posible unas cuantas hebras más de vello en mis genitales, al menos
hasta cubrir razonablemente el pubis, porque de no ser así, el apodo era
inminente. Los vestuarios pueden llegar a ser lugares muy crueles.
Tampoco sabía que leería a Marx, cuyo apellido únicamente
asociaba con aquel actor de bigote pintado, fumador de grandes puros y andares extraños con el que los mayores se
reían a carcajadas en el cine. De hecho, la lucha de clases no era otra cosa que las
tanganas que se organizaban en los partidillos de fútbol del patio, en los que
nos enfrentábamos a muerte los cuarentaytantos energúmenos de la A contra los
cuarentaytantos energúmenos de la B. En ocasiones acababan con algún que
otro ojo morado, lo cual requería de vendetta, celebrada en disputada prórroga
en el solar anejo al colegio llamado El Campo de los Topos, donde nos citábamos
a las cinco de tarde para zurrarnos la badana.
Entrenábamos entrada la noche tres días a la semana. Los
sábados o los domingos disputábamos el partido correspondiente al campeonato
provincial, casi siempre al aire libre, a primerísima hora de la mañana. A
diferencia de los pioneros de las generaciones anteriores que jugaban sobre
tierra marcada con yeso, ya disfrutábamos de las mieles del estado del
bienestar, porque solíamos competir sobre la escarcha que barnizaba una mezcla
de cemento y asfalto estucado en la que nos desollábamos las piernas. Eran los
tiempos de los ganchos de Clifford Luyk y los codos homicidas de Dino Meneghin
Recuerdo especialmente una temporada de mi exitosa
trayectoria deportiva. No puedo concretar el año porque aparece cubierto por un vapor espeso, tan
denso, que podría empaquetarlo y almacenarlo en el espacio de la memoria donde
reposan sin clasificar momentos y sensaciones que quizás ocurrieran en años
diferentes.
No sé si el Teniente Coronel Tejero ya había agujereado a balazos el
techo del Parlamento, si el actor Ronald Reagan dirigía el país más poderoso
del mundo, si Mark Chapman había matado
a John Lennon o si Ali Agca había disparado contra el Papa. En todo caso, a mí
lo que me interesaba de verdad era el cuarto puesto que la selección española
de baloncesto dirigida por Antonio Díaz Miguel consiguió en las olimpiadas celebras en Moscú,
boicoteadas por los EE.UU, después de enfrentarse en el último partido contra
la URSS. Aquellas olimpiadas las ganaría la desaparecida Yugoslavia contra Italia.
Recuerdo la tangana histórica que se produjo poco después
entre estas dos selecciones durante un encuentro del campeonato europeo. Fue
como una de nuestras peleas en El Campo de los Topos, pero televisada para toda
Europa. Todo empezó cuando un jugador
italiano agredió a un rival yugoslavo y un jovencísimo Drazen Petrovic, a la
sazón debutante con su selección, apareció tendido en el suelo bajo el aro
italiano junto al escolta Enrico Gilardi, presunto agresor. Casi en paralelo, el
alero Romeo Sachetti agarró del pelo al base Peter Vilfan, que a punto estuvo de
vérselas con los puños con el implacable Meneghin. El escolta Dragan Kicanovic,
como quien no quiere la cosa, le propinó una patada en los testículos al pívot
Renato Villalta…
Entonces, en el punto álgido de la trifulca, el
seleccionador italiano, Sandro Gamba, empezó a perseguir a Kicanovic que junto
a Zoran Slavnic y el mismo Vilfan se
encaramaron a las mesas de prensa, mientras el resto de jugadores se las tenían
a patadas y puñetazos en el centro de la pista. La guinda la puso el alero Goran
Grbovic, quien se acercó a su banquillo, blandió las tijeras del botiquín y
amenazó con ellas a los italianos. Fue detenido por la policía. La FiBA no
sancionó a nadie. Glorioso inicio el de los ochenta.
Por aquellos años la dirección de los Hermanos de La Salle que auspiciaba mi colegio decidió organizar un campeonato
propio en la que participaban todos los equipos de la provincia representando a
sus respectivos colegios. Durante el siglo
XX la orden de La Salle salpicó con sus centros gran cantidad de ciudades industriales y barrios
obreros de la provincia de Barcelona en una época en que el
sistema público de educación estaba por hacer, de manera que el Estado
financiaba a los frailes para que admitiesen en sus aulas a los escolares cuyos padres de ninguna manera podían hacer frente al coste real de la
enseñanza que impartían.
Nosotros, nativos suburbiales, habíamos oído hablar, como
quien escucha una leyenda, de la existencia mítica de un colegio de La Salle en
el que sus equipos jugaban siempre a cubierto en un polideportivo con calefacción,
marcador electrónico y parquet. Se llegó a decir que dentro del mismo recinto,
y anejo a las graderías de la cancha, la ondulación del agua azulada de una
piscina climatizada se reflejaba en el techo, creando mágicos efectos, y que
tras los entrenamientos y los partidos los jugadores se daban un tonificante
baño mientras sus padres y sus madres esperaban tras la cristalera tomando una
cerveza o un martini en el bar, observando satisfechos el disfrute de sus
vástagos ante el merecido relax.
Una noche, mientras organizábamos los turnos en las únicas
dos duchas impregnadas de Zotal, en medio de la habitual nube de vaho el entrenador nos
informó de que el próximo domingo disputábamos un partido contra La Salle
Mítica. Tras indicarnos la combinación más rápida de transporte público nos emplazó a
todos en aquel lugar del que tanto habíamos oído hablar. Durante los tres días de
espera hasta la fecha indicada nuestra imaginación acrecentó el carácter
maravilloso de las quiméricas instalaciones.
Además del parquet, del marcador electrónico y de la piscina
climatizada, seguramente habría masajistas y animadoras gritando y dando saltos
con pompones al estilo americano. Habría una pelota MOLTEN para cada jugador y dos árbitros en los
partidos, como los profesionales. Dispondríamos de toallas blancas en el
banquillo y botes con bebidas tonificantes. Saldríamos del túnel de vestuarios
en hilera, saludando al público que abarrotaría la grada. Formaríamos en línea
horizontal en el centro del campo junto al adversario para que una voz grave y
experta nos nombrase y diésemos un paso al frente, saludando respetuosamente a
un lado y a otro…
Pero ante todo ardíamos en deseos de endosar a los
ricachones de La Salle Mítica una buena paliza. ¡Que supieran esos niños pijos
de la capital cómo nos las gastábamos! Nos juramentamos. Lo íbamos a dar todo. Íbamos
a dejar nuestra piel obrera en su impoluto pavimento de haya. Nuestra honra y
nuestra condición lo exigía. Seríamos unos pobretones, pero a cojones ningún niño
pijo iba a ganarnos. ¡Éramos la furia roja de La Salle Zotal!
Por fin llegó el domingo. Allí estábamos, en la puerta del mítico
colegio, solos con nuestras manos, nuestra expectación y la bolsa con el
atuendo al hombro. La superficie del vestíbulo del pabellón era mucho mayor que
cualquiera de nuestras aulas. Un señor muy solícito nos recibió y nos acompañó
hasta el vestuario que nos habían asignado. Al entrar nos quedamos todos medio embobados,
paralizados. Alguien reaccionó y profirió un “¡me cago en la puta!”
La estancia era amplísima, primorosamente alicatada de
blanco hasta el techo. La iluminación era tan agradable que alguno de nosotros
descubrimos detalles desconocidos de nuestras propias caras. La temperatura era
idónea, nada aproximada al frío de nuestras noches ni a los bochornos de
nuestros veranos. A lo largo de las paredes se disponían metros de bancos
corridos y una veintena de taquillas metálicas en las que podíamos guardar
nuestra ropa. El suelo estaba formado por un entarimado de madera enrejada, de
manera que al salir de las duchas no eran necesarios equilibrios para
vestirnos, porque el agua discurría directamente a los desagües sin dejar
charcos. ¡Ah! ¿Y las duchas? ¡Una para
cada uno, con detector de presencia y abundante agua caliente, instantánea!
Pero si algo nos dejó verdaderamente atónitos fue la
ausencia del tufo agrio del Zotal. En aquel lugar extraordinario utilizaban
como desinfectante un compuesto aromatizado que podría ser aquel famoso gel con
fragancia salvaje de los limones del caribe anunciado en televisión, gracias al
cual vimos, por primera vez, el pezón de una mujer, mujer.
Casi olvidamos que teníamos que vestirnos para el partido. Nuestro
uniforme consistía en la clásica camiseta roja de tirantes, con el dorsal y el
nombre del equipo grabado en la espalda, pantalones rojos ajustados y zapatillas
planas de media caña compradas en el mercadillo, cuya única virtud consistía en
aislar el pie del suelo. Los pudientes calzaban marca Victoria o Chiruca. Aquellas alpargatas podían lesionarnos
el tobillo para toda la vida. Finalmente, también había que enfundarse un chándal.
En este punto la uniformidad era imposible. Cada cual salía a la cancha con lo
que podía. Unos al estilo Rocky Balboa, otros ataviados con un jersey viejo, y
los más con prendas deportivas de procedencia, estilo y color diversos.
Así que una vez que el entrenador nos dio la orden de salir
a la cancha, alguien podría haber creído que en realidad éramos los nietos de
los soldados del ejército de Pancho Villa. No sólo por lo aguerridos, sino
porque en el momento de pisar el parquet cada cual lo hacía como Dios le daba a
entender, sin guardar un mínimo de orden, ni formación. Uno se rascaba el culo,
otro buscaba con afán una pelota y los más miraban como anestesiados hacia las
gradas, como si tuviésemos frente a nosotros las puertas del mismísimo Staples
Center de los Ángeles Lakers.
Calentamos un poco alrededor de la pista hasta que
dispusimos una rueda de entradas canasta. Mientras realizábamos los primeros
ensayos, al cuarto o quinto lanzamiento nos detuvimos en seco. Uno tras otro,
perfectamente alineados, botando enérgicamente el balón, mirada al frente,
rictus de concentración, uniformados con un rutilante chándal negro, estampado
ligeramente de amarillo en los costados y el nombre de cada jugador en la
espalda, surgieron de entre la oscuridad del túnel de vestuarios nuestros doce
rivales arropados por los aplausos y los vítores de familiares y amigos, que
los alentaban desde las gradas.
Nuestro entrenador tuvo que insistir un par de veces, algo
irritado, para que reanudásemos la rueda. Obedecimos, pero si dejar de seguir con atención atolondrada la
preparación del equipo contrario. Así, cuando el árbitro ya comprobaba la
idoneidad de la pelota y los prolegómenos del encuentro iban a dejar paso a su
inicio, los doce componentes de La Salle Mítica formaron una fila perfecta
frente a su propio tablero y uno tras otro saltaron sucesivamente golpeando contra
él la pelota con gran habilidad, sin dejarla descender. Era la mejor rueda de
palmeos que habíamos presenciado: una
máquina humana compuesta por una docena de jóvenes atletas funcionando
perfectamente engrasados, armónicos, al unísono. Descubrí en los ojos de nuestro
entrenador un destello de envidia.
Podría explicar también el instante inmediato antes de
iniciarse el encuentro, cuando el preparador decidió el quinteto inicial, nos recordó
las consignas tácticas, nos conjuró y solicitó un último grito de guerra, que
se concretó en una serie de blasonadas inconexas del tipo, “¡Vamos a darles lo
suyo a estos pijos! ¡que aprendan lo que son unos tíos con huevos!¡Mucho
trajecito, mucho saltito, pero de meterla ni puta idea!¡Vamos, hostia, que lo
más redondo que han visto ha sido un melón!” Fue con ese último santo y seña
con el que comparecimos cinco de nosotros en el centro de la pista a morir por
la dignidad y el honor suburbial mientras escuchábamos muy cerca a los míticos
gritar unánimemente, con una sola voz “¡Fuerza, cabeza y a ganar!”
Nunca lo voy a olvidar. La primera canasta del partido fue
obra mía. Tras el salto en el círculo central la pelota me llegó en una
posición muy ventajosa. Solo tuve que avanzar botando unos metros y entrar en
bandeja para encestar. La cosa se ponía bien. Todos mis compañeros del
banquillo lo celebraron como si ya hubiésemos ganado el encuentro. Sin embargo,
los míticos ni se inmutaron. Sacaron rápido de la línea de fondo y en menos de
veinte segundos, gracias a tres rapidísimos pases, llegaron a nuestra canasta y empataron el
partido.
A partir de entonces funcionaron como un mecanismo inteligente,
preciso, arrollador. No hablaban, no discutían las decisiones del árbitro,
jamás se reprochaban los errores, el banquillo jaleaba cada una de las acciones
de sus compañeros, un robo de balón, un tapón, una asistencia, una canasta,
otra, y otra; ahora de gancho, ahora dos tiros libres, después aprovechando un
bloqueo, aro pasado la siguiente, esta de media distancia, limpia, susurrando,
acariciando la red... Después de cada canasta encajada sacábamos de línea de
fondo y no tardaban ni diez segundos en quitarnos la pelota… Nos estaban dando
la gran paliza de nuestras vidas.
Por nuestra parte, todo eran reprobaciones. Tanto fue así
que, llegados a una diferencia de veinticinco puntos en contra, abandonamos la
escusa arbitral y nos dedicamos a la censura
recíproca, a la crítica sin compasión de nuestros propios compañeros. A partir
de ese momento nuestro entrenador se sentó y renunció a dictarnos
instrucciones. Se limitaba a decidir la substitución del jugador que caía
eliminado por cinco faltas personales, y poco más.
Fue en el minuto diez de la segunda parte cuando se produjo
un cambio significativo en los acontecimientos. Mientras la distancia en el
marcador se acrecentaba hasta reflejar una diferencia humillante, rehenes de las circunstancias y víctimas de
nosotros mismos, los reproches y
recriminaciones que nos lanzábamos a cada acción se polarizaron, de modo que
los miembros del equipo asignados en el colegio a la clase A empezamos a culpar
de nuestras desgracias a todos los miembros del equipo de la clase B, quienes a
su vez se defendían de las acusaciones con la consecuencia de un proceso vergonzoso
de insultos e imprecaciones. Algo así
como una guerra civil disputada en territorio enemigo.
Mientras tanto, aquellos adolescentes Sanex, ricachones, bien vestidos y bien criados -que tras el partido gozarían de un baño
reconstituyente en la piscina climatizada- iban a lo suyo, a machacarnos, como
un solo bloque, sin aspavientos, canasta a canasta, obedientes, disciplinados,
ambiciosos, incansables; laboriosos como hormigas, implacables como
escorpiones.
La Salle Mítica 98 – La Salle Zotal 35. Ese fue el marcador
definitivo. Cuarenta años después me duele. Al finalizar el partido,
nuestros rivales no expresaban ni alegría ni satisfacción, más bien frustración,
pues habían fallado un último lanzamiento que les hubiese reportado el anhelado
centenar de puntos. Querían más. Esos tipos siempre quieren más, desde la más
tierna infancia. Aun así, finalizado el encuentro y a indicaciones de su
entrenador, se dirigieron a saludarnos. El que estrechó mi mano me miró
directamente a los ojos. Todavía lo recuerdo. No sabría decir si expresaba
conmiseración, guasa, superioridad, o quizás un sutil desprecio proyectado al futuro.
Así transcurrió aquella tarde de domingo en Barcelona, o al menos así recuerdo el día que por primera vez jugamos un partido de baloncesto sobre parquet, aproximadamente el año en el que Ronald Reagan ganó las elecciones, Juan Carlos de Borbón devino en superhéroe demócrata, nos quedamos sin John Lennon y Lech Walesa se convirtió, de la mano del primer y único Papa polaco, en líder sindical, libertador de obreros.