jueves, 29 de septiembre de 2022

Los 51 muertos de Dallas

 


No es la primera vez que escribo sobre un libro de Javier García Sánchez. “Robespierre”, una  obra maestra, me causó tal impresión que desde entonces voy tras sus libros.  Por favor, si alguien sabe dónde puedo dar con los descatalogados “El Alpe D’Huez” o “El mecanógrafo”, agradecería  información.

Ahora estoy leyendo “Teoría de la Conspiración. Deconstruyendo un magnicidio. Dallas 22/11/63” (Ed. Navona. Barcelona. 2017)

Por la fecha y el título ya imaginaran que se trata de una investigación exhaustiva sobre uno de los sucesos más graves del siglo XX y en el país más poderoso del mundo. A  saber, el asesinato de John Fitzerald Kennedy, todavía sin esclarecer, a pesar del vergonzante informe de la Comisión Warren, que desde un principio culpó a un solitario Lee Harvey Oswald, asesinado a su vez, un día después y ante las cámaras de televisión por el sicario de la mafia Jack Ruby, quien a su vez murió en prisión a consecuencia de un extraño y súbito cáncer.

La labor investigadora de Javier García Sánchez sobre este magnicidio, que cambiará para siempre la dirección en la historia del mundo contemporáneo, es sencillamente admirable. Son tantos los indicios conspirativos y tan descaradas las manipulaciones y las mentiras oficiales que no cabe ninguna duda de que se trató de un golpe de estado en toda regla, que benefició, sobre todo a Lyndon B. Johnson, a la sazón vicepresidente de los EE.UU y presidente tras el asesinato; a Richard Nixon, a la mafia estadounidense a quien Kennedy debía favores de campaña electoral; a los grandes magnates tejanos del petróleo a los que Kennedy quería imponer una fiscalidad del 25% sobre sus beneficios y, finalmente, a  la industria de las armas, a los señores de la guerra, a quienes, con Kennedy fuera de juego, se les abrió el mercado en Vietnam.

Es posible que hayan visto la película de Oliver Stone titulada “JFK”, y que con ella ya se hayan formado una idea de lo que ocurrió durante aquellos días de los últimos meses de  1963. Sin embargo es tal la avalancha de datos inéditos de los que da cuenta  García Sánchez, que la película de Stone a su lado queda como un mero entremés.

Y es que es tal la evidencia de una conspiración que quienes urdieron, planificaron y cometieron el asesinato tuvieron que matar 50 testigos incómodos durante los siete años posteriores que, de un modo u otro, podrían contradecir la versión de la Comisión Warren y por tanto dar pie a reabrir el caso, con todo lo que podía comportar.

Quiero en esta entrada consignar este gran libro, pero sobre todo quiero escribir los nombres y los apellidos de las personas que dejaron de vivir por decisión de quienes en realidad gobiernan el mundo, ayer, hoy y siempre, en EE.UU o en cualquier otro país. Cualquiera de nosotros un día podría llegar a ser:

Karyn Kupcinet. Podía relacionar a Jack Ruby con Lee Harvey Oswald porque los vio juntos en un club. Fue asesinada el 29 de noviembre de 1963

Maurice Baker. Policía municipal de Dallas.  Apareció suicidado el 3 de diciembre de 1963. Conocía al agente Tippit, al que supuestamente mató Oswald

Jack Zangretti. Testigo. Afirmó en público el día siguiente del magnicidio que el crimen fue cometido por tres hombres. Fue asesinado el 8 de diciembre de 1963

Tom Howard. Abogado de Jack Ruby. Murió de un fulminante ataque cardiaco a principios de 1964

Will Hanter y James Koethe. Periodistas. Asesinados a principios de 1964 de un disparo y un golpe de kárate en el cuello. Habían entrevistado a George Senator, compañero de piso de Jack Ruby. Hanter fue asesinado en dependencias policiales, en California. Lo mató un policía del que nunca más se supo.

Eduardo Benavides. Asesinado en febrero de 1964. Fue un error de los asesinos, porque en realidad buscaban a su hermano Domingo Benavides, testigo del asesinato del agente de policía Tippit, del que se incriminó a Oswald  

Warren Raynolds. Presenció también el asesinato del agente Tippit. Le dispararon a principios de 1964 en la cabeza, en plena calle. Milagrosamente se salvó. Recuperado de las heridas cambió de versión y reconoció a Oswald como el asesino de Tippit.

Nancy Mooney, Karen Carlin, Teresa Norton, Betty McDonald, Marilym Wallee. Todas ellas stripers. Asesinadas a cuchillo en la primavera y verano de 1964, con pistola, de una paliza o ahorcadas. Eran testigos que situaban a Jack Ruby junto a Lee Harevey Oswald en determinados lugares y  fechas.

Hank KIllam, novio de una de las stripers.  Asesinado

Maurice Gatlin. Alcalde Nueva Orleans. Muerto en un inexplicable accidente de avión. Recibió a Oswald después de su estancia en la URSS. En el accidente murieron Guy Banister, feroz anticomunista, y su ayudante Hugh Ward. Todos sabían que Oswald era agente de la CIA

Gary Underhill. Aparece  suicidado el 8 de marzo de 1964.  Fue un agente de la CIA que insinuó que la agencia estaba envuelta en el magnicidio.

Mary Sherman. Doctora. El 21 de julio de 1964 muere abrasada en un incendio en su laboratorio. Colaboraba con la CIA. Investigaba el veneno perfecto con el que asesinar a Fidel Castro.

Mary Pinchot Mayer, amante de JFK. Asesinada el 12 de octubre de 1964 mientras hacía deporte en un parque de Washington. Le dispararon en la cabeza y en el corazón. Su casa apareció revuelta. Buscaban su diario.

Rose Cheramie. Prostituta. Asesinada el verano de 1965. La encontraron en una cuneta con un tiro en la nuca. Días ante del magnicidio advirtió de que se produciría.

David Goldstein. Muerto de cáncer repentino. Colabora en el rastreo del rovólver de Oswald.

C.O.Jackson, periodista de la revista Life. Muerto de enfermedad súbita. Compró la película de Supre 8 que grabó Zapruder en el lugar de los hechos.

Paul Mandal. Periodista de Life, especialista en el asesinato de JFK. Muerto de cáncer súbito

Hank Suydam. Responsable editorial de los artículos sobre JKF de la revista Life. Muerto de una extraña enfermedad.

Mora B. Saenz. Encargada de la Oficina de Empleo de Dallas. Mantuvo una entrevista de trabajo con Oswald. Murió atropellada en Agosto de 1965 por un autobús en plena ciudad.

William Whaley. Fue el taxista que sacó a Oswald de la escena del asesinato. Fue aplastado por un camión en pleno centro de la ciudad.

Dorothy Kilgallen. Periodista. Entrevistó en exclusiva a Jack Ruby. Muerta por sobredosis de alcohol y drogas el 8 de noviembre de 1965. Hasta ese día solo había fumado ocasionalmente algún que otro porro. Su casa fue desvencijada de arriba abajo.

Florence Earl Smith. Amiga íntima de Kilgallen. Apareció muerta dos días después en su casa, que había sido registrada.

William B. PIitzer. Médico militar. Copió la autopsia original que se le hizo al cadáver de JFK. Apareció suicidado

Joseph Brown. Juez del caso Ruby. Murió en enero de 1966 de un ataque repentino.

Earlene Roberts. Casera de Oswald. Murió en enero de 1966 de un ataque cardiaco.

Albert Bogart. Aparece muerto dentro de su vehículo en febrero de 1966. Meses antes recibió una paliza. Era empleado de un concesionario de coches al que Oswald acudió. Según Bogart, Oswlad conducía como un experto, pero en realidad el Oswald al que detienen no sabía conducir. Su testimonio confirmaba la teoría del doble.

Frank Martin. Capitán del ejército. Muerte súbita en junio de 1966. Dijo en público que prefería callar lo que vio.

Lee Bowers. Estrelló su coche en agosto de 1966 contra la única columna de cemento que había en la autopista por donde circulaba. Había observado hombres y vehículos sospechosos en el aparcamiento próximo al lugar del asesinato de JFK

Jim Levens. Propietario de un club nocturno en Fort Worth.  Vio a Ruby y a Oswald juntos. Murió de repente en noviembre de 1966

James Worrell. Murió el mismo mes en un extraño accidente. Tras los disparos que mataron a JFK vio huir a un hombre por la parte trasera  del edificio donde trabajaba Oswald.

Clarence Oliver. Murió repentinamente en diciembre de 1966. Fue investigador del fiscal del distrito encargado del caso Ruby

Jack Ruby. Asesino de Lee Harvey Oswald. Sicario al servicio de la mafia conectado con los círculos anticastristas. Muere de cáncer a principios de 1967 en la cárcel. Según él mismo, le habían envenenado.

Leonard Pullin. Falleció en extraño accidente. Colaboró en la realización del documental Last Two Days.

David Ferrie. Apareció suicidado en su casa a principios de 1967. Se disponía a realizar una declaración fundamental para el caso JFK.

Eladio del Valle. Amigo de Ferrie. Su cadáver apareció horriblemente mutilado. Era un radical anticastrista.

Nicholas Chetta. Murió de una ataque al corazón. Fue el forense que realizó la autopsia al cadáver de Ferrie.

Henry Delaune. Cuñado del forense Nicholas Chetta. Fue asesinado.

Harold Russell. Testigo del asesinato del agente Tippi. Murió asesinado

Hiram Ingram. Policía local de Dallas, amigo íntimo del ayudante del Sheriff  Roger Craig. Ambos aparecieron suicidados.

A.D.Bowie. Secretario del fiscal del distrito en el caso Ruby. Falleció de cáncer repentino.

Philppe Geraci. Vinculó a Oswald con Clay Shaw, uno de los hombres fuertes en la conspiración para matar al presidente Kennedy que fue investigado por el fiscal Garrison. Murió electrocutado.

J. Crawford y  George McGann. Murieron en idénticas circunstancias. Conocían los contactos de Jack Ruby

Mary Bledsoe. La otra casera de Oswald. Había denunciado a Ruby y al mismo Oswald por mantener una discusión en casa. Falleció de muerte súbita

Charles Mentesana. Reportero. Grabó a la policía sacando un rifle del edificio donde trabaja Oswald. Murió de un ataque cardiaco.

Buddy Walters. Policía. Halló la bala en la plaza Dealey (donde dispararon a JKF) que nunca se presentó a la Comisión Warren. Le mató un preso fugado.

Clyde Johnson. Vio a Clay Shaw, Jack Ruby y Lee Harvey Oswald en el Jack Tar Capital House de Baton Rouge. Le dieron una paliza días antes de declarar  y al dirigirse al juzgado le abatieron a tiros.

lunes, 26 de septiembre de 2022

La duda del soldado

 


Casi llegando a la sexta década muchas de las certezas con las que he ido manejándome a lo largo de mi vida se derriten bajo el sofoco del cambio climático, se rompen como cristal a causa del trueno, se cuartean igual que el lecho de una laguna seca para convertirse en polvo.

Alguien dijo que si nos quedásemos quietecitos en nuestras habitaciones no tendríamos problemas. Otros lumbreras de la historia también se empeñaron -algunos todavía se empeñan- en convencernos de que lo mejor que podemos hacer para ser felices es permanecer en la ignorancia. Dedíquese usted a buscar su sustento y el resto del día, diviértase si puede, húndase en el sofá, ejercite su musculatura, cuide de sus uñas y deje que los días pasen con sus verdades a cuestas, camufladas, hasta llegado el final. ¡Ah, cuánta felicidad!

Cierto es que no resulta agradable descubrir por uno mismo, por ejemplo, que es hijo adoptivo, que la orientación sexual de nuestro ídolo no es la nuestra, que, efectivamente,  la tierra es esférica o que de ser cierto el Génesis, la humanidad entera sería fruto de un incesto. ¡Qué necesidad tenemos de pasar un mal rato, con lo cómodos y confortables que vivimos arrebujados bajo nuestras costumbres, tan cuidadosamente lavadas y planchadas con el mimo de nuestras certidumbres!

Cuando surge una brizna de sospecha entre nuestras convicciones solemos desdeñarla, y al mismo tiempo, inconsciente e inmediatamente, se activan los mecanismos con que nos defendemos de los ataques al yo que tanto tiempo nos ha costado construir. Cuando ese insignificante recelo crece, amenazando seriamente con romper el cerco de nuestra indefectibilidad, entonces nos ubicamos ante la tesitura de tomar decisiones. Podemos reorientar nuestros puntos de vista, el modo de mirar el mundo, de reinterpretar del pasado y en consecuencia imaginar con nuevos ojos el futuro, o bien, permanecer quietos, a la defensiva, sin mover un ápice nuestra posición, engrasando las armas del nuestro arsenal pertrechado de autoafirmaciones irreductibles.

En este sentido, la información que hemos recibido durante nuestra educación juega su papel. La mayor parte de nuestras certezas se construyen con hormigón armado y acero forjado, tanto en el colegio, el instituto o  la universidad.  A ellas se suman otro tipo de influencias externas, ajenas a la academia, que actúan a modo de murallas infranqueables. La forja de este sumatorio produce como resultado la coraza ideológica con la que defendemos con más o menos vehemencia, con más o menos proactividad, un determinado modelo del mundo, descrito en la mayoría de los casos a prueba de toda duda. Porque llegado el día en que nos ponemos a pensar por nuestra cuenta, no sólo lo hacemos contra alguien, sino que además nos convertimos en militantes que defienden el producto de sus reflexiones fraguadas en la calle y en la escuela.

Militante es quien milita. La palabra militar es polisémica. En su acepción verbal indica la acción de participar, concurrir y apoyar una causa, una idea o un proyecto. También es la acción de participar, ser parte y someterse a la disciplina de un partido político. En su acepción sustantiva, es aquella persona que hace la guerra o que profesa milicia. El origen etimológico es latino (militaris) y ubica rotundamente al término en lo perteneciente al soldado o a la guerra. Y es que,  efectivamente, cuando militamos en una idea, concebida y asentada a lo largo de la vida, la defendemos igual que soldados, en el más puro sentido castrense, y no sólo la defendemos numantinamente, sino que, convencidos como estamos de nuestra verdad, atacamos sin clemencia a quienes nos la discute.

De manera que sí, literalmente somos soldados atrincherados dispuestos al combate dialéctico contra cualquiera que pretende asediar la alcazaba, no solo de nuestros propios dogmas, más o menos individuales o sectarios, sino contra la más mínima sospecha que se cierne sobre todo ese puñado de creencias, mores y lugares comunes que compartimos masiva y secularmente  en el conjunto de la sociedad.

En el primer caso, ante el argumento disputante y la presión de la duda,  solemos responder con vehemencia y visceralidad,  blandiendo corajudos confirmaciones irreductibles y disparando a discreción eficaces sesgos de refutación. Y así podemos aguantar hasta el día de nuestra muerte, expirando el último suspiro satisfechos y orgullosos de nuestra inquebrantable fidelidad. Porque, como decía Wittgenstein, “cuando realmente se enfrentan dos principios irreconciliables entre sí, entonces cada hombre declara al otro estúpido y hereje

Sin embargo, cuando el sitio amenaza los cimientos comunales, cuando algo o alguien traspasa en algún punto las líneas maestras que configuran nuestra identidad o  nuestra idiosincrasia, cuando alguien osa traspasar con una andanada de vacilaciones la frontera tras la cual habita todo aquello que millones de personas compartimos, entonces nos batimos en tropel frente a la heterodoxia, nos emulsionamos con la masa y nos transformamos en una sustancia inquisitorial con el fin de  neutralizar a quien acomete tamaña insensatez.

Llegados a este extremo se puede dar el caso de que, en la soledad de nuestros pensamientos, mientras intentamos regurgitar la herejía, surge entre tanto desatino un instante misterioso e insólito a través del cual, esplendorosa de luz y henchida de razón, vemos en el mismo sacrilegio una gran verdad. A priori, cuando esto sucede, la nueva certeza nos resulta molesta porque tan tranquilos que estábamos en nuestra habitación, arrebujados entre nuestras convicciones, quién quiere ahora recular, o avanzar, y sobre todo, quién quiere reconocer que estuvo equivocado o que le engañaron durante tanto tiempo.

Si no somos capaces de superar inmediatamente esa primera fase de fastidio perezoso, entonces estamos vencidos, porque muy probablemente nos derrumbaremos, nuestro yo caerá en la abulia, renunciaremos a razonar, caeremos en patéticas actitudes relativistas y sucumbiremos al cinismo. Por el contrario, si finalmente acogemos la novedad colmada de razón podremos convivir con una nueva verdad hermosa, rotunda  y, satisfechos de nuestro coraje, ganaremos la oportunidad de resituar nuestro horizonte y  modificar la dirección de nuestros pasos en el camino.

Eso es lo que me ha ocurrido. El cómo, el dónde y con qué motivo será la materia de próximas palabras.