Semana a semana la cifra de misiles y de cabezas nucleares dispuestas para la catástrofe aumentaba. Era tal el poderío destructor que se acopió en aquella época que éramos capaces de aniquilar unos quinientos planetas como el nuestro y dejarlos quinientas veces en las mismas condiciones que la superficie marciana. De hecho, a pesar de la desaparición del llamado Telón de Acero y del consecuente fin de las hostilidades entre EEUU y la antigua URSS, todavía subsiste la misma capacidad exterminadora. Esa supuesta calma se convierte en inquietud y congoja cuando echamos un vistazo rápido a los gobernantes de diferentes países que disponen de armamento nuclear, dueños de la llave de la gran y concluyente hecatombe.
Sin embargo, a nadie parece preocuparle que alguien como Donald Trump, Vladimir Putin o Kim Jong-un se levante un día de mal humor y decida convertir a la Tierra en poco menos que una bola de carbón mientras tañen su lira. No parece inquietarnos que un grupúsculo de fanáticos religiosos acceda a la llamada bomba sucia y la detone en cualquier capital del occidente infiel. Vivimos nuestras cotidianidades del mismo modo que aquellos habitantes del Kansas, ajenos a las consecuencias del ejercicio del poder que detentan unos pocos individuos. De algún modo, la estrategia del avestruz nos ayuda a seguir con nuestras vidas, despreocupadamente, y probablemente es lo mejor que podemos hacer, porque no tenemos ninguna posibilidad de influencia para cambiar esa realidad.
En los últimos años se ha consolidado con fuerza un fenómeno que gracias a nuestra despreocupada vida occidental ha llegado a crecer y adquirir las mismas dimensiones que la mismísima amenaza de un holocausto nuclear. De hecho, ha transcurrido más de un siglo desde que sabemos científicamente que la emisión de CO2 provocada por la actividad humana puede ocasionar el llamado efecto invernadero y ya hace más de cincuenta años desde que se demostró que los niveles de dióxido de carbono crecían y crecían año tras año de modo alarmante, cuya consecuencia sería el aumento de la temperatura media de la Tierra.
Tanto es así que en el remoto año de 1979, la Conferencia Mundial sobre el clima advirtió que “parece razonable que una cantidad creciente de dióxido de carbono en la atmósfera puede contribuir al calentamiento gradual de la atmósfera baja, especialmente en latitudes más altas. Es posible que algunos efectos de escala regional y global se puedan percibir antes del final de este siglo y llegar a ser significativos antes de la mitad del siglo siguiente.”
Una década después, la ONU creó el Grupo Intergubernamental de expertos sobre el cambio climático, conocido como IPCC, que año tras año elabora informes con datos realmente estremecedores cuya validez científica sólo discuten Donald Trump, Miguel Bosé y cuatro paletos más.
Ya hemos llegado al siglo XXI y, efectivamente, aquellas predicciones se están cumpliendo. Sin embargo, a pesar de todas las evidencias y las voces de alarma que se han venido produciendo desde hace más de cien años, la humanidad no ha sido capaz de enfrentarse con rotundidad y de modo radical a una amenaza que ya supone el exterminio de miles de especies animales y vegetales, la desaparición de ríos y hasta de mares, el advenimiento frecuente y cotidiano de fenómenos atmosféricos extremos que se llevan por delante vidas enteras y que lo arrasan todo a su paso.
La imagen reciente de miles de mejillones abiertos sobre las playas de la costa canadiense a causa de las elevadas temperaturas pervive en mí a diario con el mismo peso dramático y la misma angustia con la que vivía la pesadilla de la visión del hongo atómico en el horizonte y le resplandor mortal que convertía en ceniza todo lo que tocaba.
Ciudadanos finlandeses de la región de Laponia tomando un baño de madrugada en el mar a causa de las noches tropicales que están viviendo. Macro incendios inexplicables en los bosques siberianos causados por la extraña combustión del permafrost que a causa del deshielo se muestra a la intemperie abriendo la posibilidad cierta de liberación de vida microscópica hasta ahora desconocida. Temperaturas por encima de los 35º en Moscú, la ciudad de Anna Karerina y del invierno eterno. El Kiliminjaro sin nieve. El progresivo retroceso de todos los glaciares de la Tierra. Incendios inextinguibles en California, año tras año. El cultivo de vid en Gran Bretaña y el prepirineo. Sequías prolongadas en determinadas regiones del planeta. La filtración de agua salada en acuíferos causada por un aumento del nivel del mar de 8 pulgadas en el último siglo y el doble en las dos últimes décadas. Un aumento de la temperatura del mar de casi 1º con respecto al siglo pasado y de más de 1º en la tierra. La pérdida de 1,3 millones de kilómetros cuadrados de hielo en los casquetes polares en los últimos treinta años. 2016 y 2020 marcan el record de temperaturas de toda la historia desde que hay registros. La nieve del hemisferio norte se derrite antes de llegar a la primavera. La acidez de las aguas superficiales de los océanos ha aumentado un 30% a causa de la absorción de dióxido de carbono que aumenta a razón de 2000 millones de toneladas por año…
No sé cuántas pruebas más necesitamos para concienciarnos de que probablemente estemos viviendo ya el punto de no retorno y de que ahora mismo la lucha contra el cambio climático no es que deba suponer una prioridad para los gobiernos del mundo; es que la especie humana se juega su supervivencia en la Tierra. Esta frase, de tan repetida, quizás ha dejado de resultar efectiva, pero si somos capaces de visualizar miles de seres humanos hambrientos y desarrapados luchando entre ellos por el agua y por el alimento, muriendo infectados por extrañas enfermedades, abandonando en un holocausto climático extensas áreas donde durante siglos ha florecido la civilizaciones y el bienestar, emigrando sin horizonte, sin destino, de páramo en páramo, en busca de lo esencial para sencillamente sobrevivir, desarrollando de nuevo habilidades prehistóricas que creímos ya superadas para combatir el frío, elaborar vestimenta o llevarnos un pedazo de carne al estómago… Si somos capaces de visualizar ese futuro para los bebés que hoy han nacido, para los que nacieron hace unos pocos años, o para los que nacerán mañana, quizás entendamos el alcance de lo que se nos viene encima.
Los gobiernos del mundo, sobre todo del mundo occidental, han optado por poner sobre la espalda de la gente la responsabilidad de las soluciones para hacer frente al reto más extraordinario y trascendentes de la historia de la humanidad. Recicle usted, lave su ropa por la noche, cámbiese a la movilidad híbrida, circule en bicicleta, consuma reciclado, consuma ecológico, consuma de proximidad, pague la bolsa de plástico, y futilidades de este calibre parecen ser la panacea que solucionará el cambio climático. La cobardía de los políticos ante los intereses de las grandes compañías transnacionales, cuyos magnates -¡pobres diablos!- se creen inmunes ante los años de catástrofes que se avecinan, y no otra cosa, es el principal escollo a la hora de contraponernos al cambio climático. Porque sin un cambio radical y global de paradigma en nuestra organización social, económica y productiva y una transformación cultural drástica, nuestros hijos, nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos sufrirán, sufrirán mucho.
Durante este siglo XXI miles de millones de hombre y mujeres se han incorporado a un estilo de vida que solamente disfrutaba, casi en exclusiva, la selecta minoría occidental, calcando un modelo basado en la adquisición indiscriminada de bienes de consumo, el capitalismo sin cortapisas ni control y una voracidad energética intensiva e insaciable. Por tanto, tenemos que prepararnos para contemplar como en una década, la Tierra, que sólo entiende las leyes físicas y rota despreocupadamente ajena a nuestras políticas y nuestras inquietudes, resolverá con inclemente precisión nuestra amenaza de emisión continuada de gases de efecto invernadero , en virtud de la cual su respuesta no será otra que la constatación del cambio climático, el sufrimiento y el dolor de miles de millones de personas durante generaciones y, finalmente, la imposibilidad para el hombre de habitar la Tierra.
¿Estamos dispuestos a cambiar radicalmente nuestro modo de vida, más allá de la clasificación diaria de la basura o de no utilizar bolsas plástico? ¿Estamos dispuestos a organizarnos para obligar a los gobiernos a cambiar radicalmente de paradigma social, económico, productivo y energético, a costa de sacrificar comodidades? ¿Nos comprometemos por nuestros hijos y por nuestros nietos?¿O quizá confiamos en que la tecnología, la ciencia, el capitalismo, dioses de la posmodernidad, agentes activos del calentamiento global, nos sacarán de este atolladero? Sinceramente, soy muy pesimista, hasta tal punto que, bien pensado, añoro mi adolescencia y aquellas inquietantes décadas de los setenta y de los ochenta de la Guerra Fría.