Años y años de
lectura, días, horas, miles de libros,
miles de millones de páginas, frases, pensamientos, cientos de miles de millones
de palabras y nunca me había puesto a reflexionar sobre
porqué me gusta leer. Comer cada día, dormir o respirar. Uno no se pregunta nunca por qué le gusta
respirar. Respiras, y ya, porque si no respiras te mueres.
No leo ni por placer, ni por gusto. El placer y el gusto se obtienen de otro modo, provienen de otros lugares. Otra cosa es que me encuentre bien cuando leo. Tampoco leo por entretenimiento, o por pasar el rato hasta que surja algo, llegue la hora de comer, mientras espero el autobús... De hecho la vida, mi vida, son las horas de lectura y el resto, tiempo
que hay que dedicar por fuerza a ganarse el sustento, a relacionarte mínimamente con los demás, a
procurarle a los tuyos bienestar, afecto, ayuda y amor.
Ni siquiera leo con ansias de conocimiento, para saber más. Recuerdo siempre a Iñaki Uriarte cuando
afirma en sus diarios el vértigo que
siente al mirar las estanterías de su biblioteca repletas de libros y
constatar en un instante trágico que no recuerda nada de lo que leyó. A mí me ocurre. A lo sumo
rememoras sumariamente tramas, algún
personaje, la idea vaga o general de un
buen ensayo. Pero me da lo mismo. Sé que leer no me hace más inteligente, ni
siquiera mejor persona.
Quiero decir
que no leo por atesorar conocimiento, o
por ser más libre, más educado y amable. Y qué le vamos a hacer. Me resulta absolutamente
intrascendente si las décadas que acumulo de lecturas me han ayudado a entender
mejor el mundo. De hecho creo que no, que es más bien todo lo contrario, que
cuanto más leo más complicado me parece todo lo que me rodea, la vida misma,
los hombre y las mujeres que la protagonizan, el futuro que nos espera, el que
podría haber sido y no fue, o la misma muerte.
La muerte suele
aparecer en los libros, pero no acabo de comprenderla. No entiendo, por
ejemplo, por qué no puedo seguir escuchando la voz de mi padre o ver su mirada
feliz tras la ventana. Aunque quizás no se trata de entender, sino de asumir. El
punto final de un libro se parece mucho a la muerte, o no, porque bien mirado
el que muere un poco es uno mismo a
causa del tiempo que ha invertido en leer
el libro que al finalizar, sigue ahí, con sus letras y sus frases
subordinadas para volver a la vida en cuanto otro lo abra y lo lea.
Ese tópico de la
vida, y los libros que palpitan y esperan a que alguien los abra para que se
desate todo un mundo, y lo que alguien imaginó
y construyó con letras adquiere categoría de realidad, de mundo habitado, de
cofre en el que brillan tesoros, de espacio físico, geográfico donde una serie
de criaturas se revuelven y tratan de trascender las páginas donde viven
encerradas; de objeto mágico que contiene sabidurías filosofales con las que
podremos deambular con mejor disposición de éxito entre los retos de la vida.
Nada de todo eso
me incita a leer. Ni tan solo en época de
estudiante he leído con un fin determinado, la memoria de
unos datos que me permitiría un buen trabajo o al menos un título académico con
el que poder afrontar el futuro con
ciertas garantías. Porque en realidad, lo que de verdad me gustaba era que otro leyese lo que yo había grabado en mi memoria de modo muy
matizado, casi desdibujado, durante las
horas de estudio.
Deseaba que entre examinador y examinado se produjese una
especie de relación que- dicen- se produce entre un autor y sus lectores y, en
ese proceso, el manual impersonal que
había retenido la noche anterior se convirtiese en una falacia, en un producto incalificable
que ya no era la reproducción fidedigna y objetiva del trabajo sesudo del
equipo editorial de redactores, sino una obra incomprensible y sin sentido, resultado de mi libre
interpretación.
Era emocionante,
porque leía angustiado cuando certificaba a cada minuto que en una sola
noche no sería capaz de recordar todo el temario del curso. Pero eso es otra
historia. ¡Ah!¡Siempre la memoria, la maldita memoria! Thomas Hobbes afirmaba
que la memoria es imaginación. Lo leí ayer. Creo que esa frase no se me va
olvidar en la vida. Se la dedico a todos aquellos que creían que yo tenía una
gran capacidad memorística y luego se han dirigido a mí, defraudados y
decepcionados, a pedirme cuentas de mis
invenciones con apariencia de recuerdos.
Ahora no sé bien
si la frase de Hobbes la leí ayer, o el sábado pasado, frente al mar. La apunté
en mi libreta, que es lugar donde la memoria se desprende de la imaginación. Es una
libreta hermosa, de cuero negro, que se cierra atando las dos cubiertas con un
largo cordón, también de piel negra. En realidad se trata de un portalibretas al que hay introducir recambios. Lo compré hace ya algunos años en Florencia,
en el Mercato del Porcellino, y ahí apunto frases, párrafos, aforismos, como
si pudiese así encerrar o conservar algo de los libros que leo.
Copio
citas en mi libreta florentina porque me
gusta escribir en mi libreta florentina,
y porque así creo que soy yo quien ha escrito aquello que he leído. Lo demás es
vano deseo de evocación. A veces la repaso y
me da la sensación de que esas frases manuscritas no pertenecen al libro de origen, sino a mi
propia imaginación. Este es el único
modo digno de proceder que he encontrado para escribir, reescribir
lo que han escrito otros, como Pierre
Menard, que reescribió El Quijote
palabra por palabra, al completo, y finalmente, para su sorpresa, obtuvo El Quijote.
Quizás esté escribiendo ahora mismo toda esta cantidad de
incongruencias debido a una pura y humana necesidad de confesión, o para
camuflar detrás de unas cuantas frases impostadas uno de los verdaderos motivos
de mi necesidad lectora. Y es que, según dicen, afirman, juran y perjuran los
que escriben -los que escriben bien, los que escriben con el alma y con la vida,
los que, en términos bolañistas, se la
juegan escribiendo, es decir, los escritores y las escritoras- hay que leer,
leer mucho, leerlo todo, leer a todas horas como único modo de adquirir conocimiento,
criterio y gusto, oficio y estilo. Y después escribir.
Primero leer, y
después escribir. Así, por ese orden. Y tras décadas de
lector exigente, discrecional y clasista, por momentos incluso elitista,
esperando que la lectura de los grandes me
aportase al menos una mínima inspiración; después de tantos años y tantas
letras, sospecho que hay algo que no me han explicado. Y lo peor es que nadie va a transformar esa conjetura en certeza.
Nadie me va a explicar si hay algo más y,
en caso de existir, en qué diablos consiste. De modo que aquí voy a estar,
lamentándome de mis carencias mientras sigo alimentando mi frustración libro a
libro, como un Prometeo sin fuego.
Por eso, ahora digo que
leo para descubrir una sola palabra
deslumbrando un párrafo oscuro. Para sorprenderme ante la profundidad silenciosa de una
reflexión que se abisma sumergida en la sabiduría de siglos. La lectura es
exaltación de lo bello; un estupor
fascinado y rendido ante el genio del hombre. O un refugio. Porque el libro es el lugar donde
me protejo, donde me abrigo, donde se redime mi mediocridad, donde me encuentro a salvo de los hombres y
al mismo tiempo muy cerca de ellos; donde busco sin hallar y hallo sin buscar;
donde, definitivamente, soy consciente de mi respiración.