No estoy muy seguro,
porque no recuerdo prácticamente nada, ni siquiera el título, pero creo que la protagonizaba
Alfredo Landa y Nadiuska, la inolvidable
Nadiuska, la mujer con quien mantuve un apasionado, lúbrico, e inagotable idilio durante los primeros años de mi adolescencia. Era una de aquellas películas del destape de
finales de los años 70 que veíamos por
30 pesetas en sesión doble junto a ‘El Zorro’, ‘Godzilla’ o a Bud Spencer y Terence Hill. Aquellas sesiones eran de lo más rentables
porque en una sola tarde teníamos la
oportunidad de vivir
aventuras y ver tetas, o sea,
todo lo que necesitábamos de la
vida.
Alfredo Landa
interpretaba al típico españolito medio de la época, reprimido y obsesionado
con el cuerpo inalcanzable de las mujeres.
Ideaba toda clase de argucias por verlas
parcial o completamente desnudas. Perforaba pequeños agujeros en los tabiques de los
lavabos, se parapetaba detrás de la ventana, frecuentaba el paseo marítimo con
sus catalejos o se sentaba exageradamente retrepado en las terrazas de los bares para poder mirar o llegar mínimamente a intuir
el oscuro misterio del nacimiento
de las piernas bajo las faldas. Pobre. Tal era su obsesión que un buen día, al
salir de casa, como si un genio le
hubiese concedido un deseo, se sorprende extraordinariamente al darse cuenta de que ha
adquirido el asombroso poder de ver a todas las mujeres desnudas. Ha sido
ungido, por así decirlo, con el poder de la transparencia. A priori las ve
vestidas, pero en cuanto siente la necesidad de saber y conocer qué hay tras la
blusa, qué esconde la falda, el contorno real de las piernas, o la aureola de los pezones bajo el sujetador,
inmediatamente se desvela ante sus ojos
el misterio de la desnudez femenina,
tantos y tantos años vedado.
Ya digo que no recuerdo casi prácticamente nada
de la película, pero la cosa es que Alfredo Landa, días después del goce
frenético que le provocan sus
extraños poderes, cae deprimido en una
extraña crisis existencial, porque una
cosa es ver y la otra muy distinta es tocar. Entonces irrumpe en escena
ese prodigio de la naturaleza llamado Nadiuska; Nadiuska, “luz de mi vida,
fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Na-dius-ka ”.
Nadiuska me miraba a menudo desde las fotografías de la revista 'Interviu', o desde la más prometedora oscuridad del cine con sus ojos de gata dañina, de animal salvaje, ofreciéndome esclavitud eterna tan solo a cambio de mis sueños. La desnudez de Nadiuska era la promesa de una patria, el paraíso perdido, una extraña mezcla de pureza y sexualidad indómita, una piel lejana, eslava, inalcanzable, que me provocaba estremecimiento, ansia, o quizá deseo, y al mismo tiempo una dolorosa frustración, porque no hallaba nada de lo que de ella deseaba en los cuerpos todavía por hacer que yo tocaba, y sí una extraordinaria sensación de desvalimiento cuando, después de masturbarme frente a su mirada impresa, veía sobre mi vientre el rastro insignificante de la verdad.
Nadiuska me miraba a menudo desde las fotografías de la revista 'Interviu', o desde la más prometedora oscuridad del cine con sus ojos de gata dañina, de animal salvaje, ofreciéndome esclavitud eterna tan solo a cambio de mis sueños. La desnudez de Nadiuska era la promesa de una patria, el paraíso perdido, una extraña mezcla de pureza y sexualidad indómita, una piel lejana, eslava, inalcanzable, que me provocaba estremecimiento, ansia, o quizá deseo, y al mismo tiempo una dolorosa frustración, porque no hallaba nada de lo que de ella deseaba en los cuerpos todavía por hacer que yo tocaba, y sí una extraordinaria sensación de desvalimiento cuando, después de masturbarme frente a su mirada impresa, veía sobre mi vientre el rastro insignificante de la verdad.
Fue una casualidad de lo
más exótica, porque esa película extraviada en mis recuerdos se asomó de nuevo al presente el domingo pasado, día de las elecciones al
parlamento europeo. Debe ser el influjo que provoca Proust en mentes tan
enfermas como la mía porque el dichoso
film me invadió mientras finalizaba la lectura de “A la sombra de las muchachas en flor”. Sucedió justo
al levantar la cabeza, después de leer “
se notaba que no se vestía sólo para la comodidad o el adorno de su cuerpo;
estaba envuelta en su vestimenta como en
el delicado aparato y la espiritualidad de una civilización”.
Sin embargo, la hermosa
Nadiuska y el inefable Landa fueron los últimos en aparecer en el proceso de extravagantes
conexiones que la frase de Proust
suscitó en mis pensamientos. Antes pensé en Mariano Rajoy. Le vi en pie, detrás
de un atril, impecablemente trajeado, firme y decidido, como siempre, lanzando
uno de sus discursos, con la seguridad
de quien se sabe escuchado, disfrutando de los parabienes de su auditorio, provocando las ovaciones de sus seguidores, el interés y la atención de sus contrincantes… Y en un
instante lo estaba viendo desnudo, completamente desnudo, erguido muy dignamente detrás del
atril, moviendo los brazos fofos, blancuzcos, tocados en los hombros de un oscuro
vello homínido. A veces, en el fragor del discurso, se balanceaba levemente
hacia los lados y entonces podía distinguir las lorzas inmisericordes, la
extrema delgadez de sus tibias, endebles y huesudas en contraste con los muslos
gruesos y blandos, casi sin pelos ,
cerúleos e inapetentes, adornados por la marca fronteriza que tatúa el sol en la piel de quienes suelen vestir coulottes de ciclista.
Es cierto, pude haber
retirado el atril, pero ni se me pasó por la cabeza. Era suficiente con ver las
arrugas en los costados del pellejo de
su pecho caído, las axilas grises cuando alzaba las manos en señal de victoria,
y algunas verrugas negras aquí y allá.
Suficiente como para que en ese instante de desnudez humana que engendró mi
imaginación patológica quedase al descubierto, también, la realidad del
personaje, despojado de toda máscara, de la más elemental coraza con que se
protegen quienes nos gobiernan para granjearse nuestros respetos, nuestra confianza y para
violar nuestra ingenuidad.
No solamente desnudé a
Rajoy. Hice lo propio con Rubalcaba, y con algún otro, hombre o mujer de la
política y de la delincuencia
politicofinanciera, pero me di cuenta de que
visto uno, vistos todos. Al fin y al
cabo, tal y como afirma el narrador de Proust “ el tipo de fraude que consiste en tener la
audacia de proclamar la verdad, pero combinando con ella buena parte de
mentiras que la falsifican, está más extendido de lo que parece”.
Así
pues, el insólito e involuntario ensayo mental que experimenté había causado un efecto revelador. Desde luego, mis intenciones y mi motivación
era muy diferente a las del pobre españolito que interpreta Alfredo Landa , y
en consecuencia los resultados también, quizá porque no había espacio para alguien como Nadiuska, que nos
convocaba por aquellos años a la hipnosis de la verdad, de los cuerpos sinceros;
la desnudez hermosa, abierta, y redentora; la
desnudez emancipadora de la represión que nosotros mismos nos
imponemos, empeñados en aceptar el engaño, la apariencia, el disfraz, las reglas morales del respeto, la admiración y la obediencia dictadas
por quienes solamente merecen desprecio.