Uno de mis abuelos
murió en la cama. De hecho, vivió postrado en ella durante los cinco años
últimos de su vida a consecuencia de la enfermedad de Alzheimer. Recuerdo el aspecto de su
rostro antes de enterrarle. Parecía que dormía y soñaba y que de su sueño emergía
y se materializaba la memoria perdida en
vida, y que los nombres que olvidó, las caras que le hablaron, las herramientas
con las que trabajó y los hijos que le quisieron, iban habitando poco a poco la estancia y se elevaban
como el humo aromático que surge del extremo ardiente de una barra de incienso,
de una pequeña luz de fuego. Quise creer también que, en ese
sueño eterno y singular, igual que en los
últimos años de su existencia, se perdieron para siempre los sinsabores, las
fatigas y las incertidumbres de tiempos convulsos , y que el descanso del
cuerpo propiciaría la restauración de su espacio en la historia únicamente con una evocación complaciente.
A veces, mi
abuelo aparece en mis sueños y entonces, durante algunos días, me vienen al recuerdo sus manos entrelazadas
a la espalda mientras caminaba; el poco pelo que tenía asomando bajo la boina, la
mirada pícara, su nariz aguileña, o la sonrisa guasona, que jamás llegó a convertirse
en carcajada abiertamente sonora. Estoy
convencido de que esto ocurre así porque yo y mis hermanos, y todas aquellas
personas a las que quiso ,volvimos a nacer el día de su muerte más allá de los vestigios de su amnesia y por eso ahora nos nombra y nos reconoce y
puede volver a hablarnos a través de nuestras propias ensoñaciones.
He estado tentado
a hablar sobre éllo en alguna ocasión, pero no he encontrado el momento adecuado; sencillamente,
he preferido no hacerlo, porque muy
pocos entenderían o creerían que lo que digo no es impostura, ni retórica, ni
afectación lírica, sino una convicción profunda
que quiero seguir albergando. Quizá sea esa la razón por la que hasta ahora no he querido compartirla, por no
someterla al juicio de la razón.
Uno de los
enfermos de Alzheimer más célebres que habrá tenido España quizá haya sido Adolfo Suárez. No sé cuántas horas, páginas y palabras se
habrán dedicado durante estos últimos días a hablar sobre su muerte. Y lo que te rondaré. Ahora mismo, la discusión
ya trasciende la capilla ardiente y vuela sobre las pistas de Barajas. Queda atrás el fastuoso, faccioso y vergonzoso funeral de
Estado que se ha perpetrado; un duelo que en su conjunto, desde las
declaraciones de unos y otros, hasta las fervorosas colas ciudadanas, pasando por la uniformidad católico castrense
de los protagonistas, ha constituido una asombrosa parafernalia barroca,
oscurantista, atiborrada de caspa al más
puro estilo prodemocrático en honor,
precisamente, del supuesto artífice de la concordia democrática, quien -a decir de todos- con su valía, sentido del consenso,
valentía y altura de miras nos libró de un terrorífico infierno y nos
abrió las puertas de par en par a los cielos deseados de la Europa moderna y libre.
Sin
embargo, Suárez hace tiempo que murió, igual que murió mi abuelo, muchos años antes de su último suspiro. Curiosamente,
el deceso de la memoria de Suárez vivo viene
a producirse aproximadamente al tiempo en que los españoles empezamos a
creer que ya éramos mayores, que ya estábamos maduros, que nuestro espíritu
demócrata, nuestras ansias de libertad y nuestra fe inquebrantable en el Estado
de bienestar estaban tan enraizadas en la conciencia colectiva que
ya nada ni nadie podría dar marcha atrás a un proceso indefectiblemente
perfectivo y en progreso. Y es a partir
de entonces -al acoger la certeza de que
ya todo estaba hecho- cuando los rufianes, los chorizos, la ambición
comunal y los fascistas de siempre empezaron a apoderarse, poco a poco, de manera organizada y bajo el amparo de las
instituciones, del destino de nuestro país.
Por eso confío que si alguna vez se fraguó en el interior de la conciencia del difunto Suárez el sueño de una democracia real y sincera, libre y emancipadora , ahora que ya ha muerto, espero que ese hipotético recuerdo emerja libre desde lo profundo de su olvido, arrinconando los correajes negros de la camisa vieja, la jefatura general del Movimiento, y se materialice como humo de incienso que nos envuelva al modo de un antídoto contra los embrujos , nos devuelva el entendimiento, nos restituya la voluntad y el coraje necesarios para castigar a los indeseables , para recuperar la honradez , la ilusión y la fuerza incontenible del pueblo que asumirá y exigirá en las calles su protagonismo con el que recuperar, como antaño, las riendas de su destino. Ese será el mejor servicio que el extinto Duque de Suárez pueda hacer a su país, tanto en la vida como en la muerte.
Por eso confío que si alguna vez se fraguó en el interior de la conciencia del difunto Suárez el sueño de una democracia real y sincera, libre y emancipadora , ahora que ya ha muerto, espero que ese hipotético recuerdo emerja libre desde lo profundo de su olvido, arrinconando los correajes negros de la camisa vieja, la jefatura general del Movimiento, y se materialice como humo de incienso que nos envuelva al modo de un antídoto contra los embrujos , nos devuelva el entendimiento, nos restituya la voluntad y el coraje necesarios para castigar a los indeseables , para recuperar la honradez , la ilusión y la fuerza incontenible del pueblo que asumirá y exigirá en las calles su protagonismo con el que recuperar, como antaño, las riendas de su destino. Ese será el mejor servicio que el extinto Duque de Suárez pueda hacer a su país, tanto en la vida como en la muerte.