Un parque es un lugar generalmente público donde habitan
todo tipo de plantas. Suele estar
ubicado dentro de las ciudades. El diccionario de la RALE acoge
más de media docena de acepciones para esta palabra en las que aparecen coches,
policías, bomberos, zoológicos, cuarteles, recintos cerrados con atracciones y
columpios más o menos sofisticados , y
grandes extensiones naturales, protegidas por las autoridades debido a su
riqueza biológica.
Los años 70 fueron los años de mi niñez, esa niñez avanzada que ya es capaz de retener
imágenes consistentes en la memoria. Yo entonces vivía en un pueblo del cinturón rojo barcelonés, rodeado por tres
ríos malolientes, ahumado por cuatro grandes factorías y partido en cinco trozos por tres líneas de
ferrocarril, una autopista y dos carreteras nacionales. El paraíso.
Recuerdo
que cuando escampaba después de días de
lluvia, disfrutábamos en la calle como si se celebrase una verbena, porque al carecer de asfalto, hacíamos uso del agua y del barro igual que gorrinos dentro de un estercolero.
Por entonces vivíamos en mi ciudad cerca de 30.000 almas que
teníamos la posibilidad de disfrutar de
un solo parque infantil, aunque en aquellos años no se llamaba así. Cuando
decidíamos ir allí -siempre solos, sin padres- decíamos que íbamos a los columpios. Eran de
hierro, y como no los pintaban asiduamente, su color era el propio del óxido.
Había columpios de cinco tipos. De hecho había cinco columpios. Uno era una escalera en forma de puente semicircular a la
que no llamábamos de ninguna manera especial. La nombrábamos diciendo .” ¡vamos
allí!”. También había un tobogán cuya rampa era de listones de madera que con
el uso y el paso del tiempo se habían astillado. De manera que deslizarse por el tobogán era
equivalente a rasgarnos los pantalones por la culera y en muchos casos provocarnos pequeñas heridas y
escoceduras.
El balancín era para los más peques, pero a menudo lo utilizábamos
para comprobar su resistencia. Lo más divertido ocurría cuando uno de nosotros
se sentaba en el extremo apoyado en el suelo y el resto saltaba al unísono
sobre el extremo elevado, para ver si así podíamos catapultar al primero. Jamás
vi el balancín roto. Eso sí era hierro macizo.
Luego estaban los
columpios propiamente dichos, es decir, la típica y conocida estructura
trapezoidal de cuya viga transversal
colgaban cuatro cadenas que a su vez sujetaban dos sillines de madera en los
que nos subíamos para, precisamente, columpiarnos hacia delante y hacia
detrás lo más alto posible. Los más
audaces se elevaban hasta casi dar la vuelta de campana y cuando habían
conseguido el impulso máximo saltaban hacia delante emulando a los trapecistas
del circo. Más de uno cayó sobre otro infeliz que pasaba por allí o, en un
error de cálculo de equilibrios, aterrizaba
de morros en lugar de caer de pie.
Y, finalmente, teníamos a nuestra disposición la estrella de todos los columpios, el centro
de operaciones, el lugar o el artefacto
más peligroso de todos los que allí
disponíamos: La Bola, una esfera herrumbrosa con forma de planeta que constaba
de un anillo exterior circundante y de cuatro escaleras que nos dirigían hacia un mirador en forma de cofa que la culminaba. De ese extremo superior sobresalía el final o el
inicio de una barra central, dispuesta a modo de eje o de mástil interno, por la que se
podía bajar igual que un bombero, o
evolucionar en sentido inverso si uno era lo suficientemente hábil como para trepar a pulso.
La Bola era uno de los lugares donde más accidentes
infantiles se producían. Estaba siempre atestada de niños, igual que abejas
alrededor de un panal, y era el lugar
preferido donde organizábamos simulacros de guerras, donde ensayábamos
nuestras habilidades acrobáticas y nuestro nivel de atrevimiento. Por eso la
bola era mucho más que un columpio. En La Bola se dirimían liderazgos y
sumisiones. Trepando, saltando de una parte a otra de la esfera, dando vueltas
de campana, descolgándonos como monos de
aquel amasijo de hierros tetánicos demostrábamos nuestro nivel de valentía o
nuestra pusilanimidad. En verdad La Bola era el mismísimo planeta Tierra.
Yo sobreviví a La Bola y con el paso de los años dejé de
frecuentarla. Al llegar a la pubertad preferíamos vivir el enfrentamiento, la competitividad y el ensayo de nuestros instintos primarios de una manera real. Por eso
nos citábamos para zumbarnos la badana en
otro lugar, un solar próximo al colegio,
un erial salpicado de restos de obras, bolsas de basura, jeringuillas, condones, y todo tipo de despojos
urbanos que ni siquiera hoy somos capaces de reciclar. Le llamábamos el Campo de los Topos porque ratas,
ratones y las más variadas especies de
roedores urbanitas construían allí su madriguera.
Los motivos de las peleas
eran de lo más diverso. Un robo de cromos, o de canicas; un insulto al
pringao de la otra clase, o sencillamente el clásico y recurrente falso chivatazo al profe de turno difundido por el chismoso oficial. Sea como fuere, el detonante siempre era
cosa de hombres. Nunca se escapó
en el Campo de los Topos ni media hostia
por cuestión de faldas.
Uno de los enfrentamientos más sonados fue el día que nos
citamos a las cinco y media de la tarde la clase entera de octavo de mi colegio y de
otro colegio vecino. En aquellos
años no existían las famosas ratios y cada grupo escolar podría estar compuesto por 45 alumnos. De manera que allí estábamos cerca de 60 mocosos (los empollones no
vinieron) dispuestos a defender la nación y la bandera. No recuerdo el motivo.
La cosa es que después de algunas ráfagas de cantos rodados, algún que otro
impacto de chinchetas y palitroques, acabamos viéndonos los dos bandos frente a
frente, sin decir nada, hasta que
alguien propuso que la afrenta se resolviese con una pelea a puño limpio entre los dos más
fuertes y más aguerridos de ambos colegios.
No hubo necesidad de
insistirles. Los dos púgiles se
prestaron raudos a representar a sus
respectivas nacionalidades escolares, orgullosos
y encantados de protagonizar el desafío.
Alcanzarían la gloria que se les venía negando frente a la pizarra curso tras curso.
Se dieron de lo lindo durante tres o cuatro minutos, pero en
cuanto vimos sangre en las narices de nuestro gladiador, paulatinamente se nos fue encogiendo el escroto, de manera que al ver que la concurrencia
iba haciendo mutis por el foro, los dos guerreros se pusieron la chaqueta,
cogieron sus respectivas carteras y abandonaron el campo de batalla. Recuerdo
haber visto, sin que ninguno de los dos se diese cuenta, cómo nuestro enemigo- el que salió ileso- le prestaba su pañuelo al único herido de la
enésima guerra del Campo de los Topos.
Los ochenta ya fueron harina de otro costal. Los ayuntamientos
pudieron empezar a transformar poco a poco sus ciudades. En la mía y en las
poblaciones vecinas se adecentaron algunos recintos como parques ajardinados.
En teoría esos equipamientos se crearon para disfrute de los vecinos, pero en
realidad eran feudos de bandas de todo tipo y pelaje, compuestas por lo general
de nativos catalanes, que se proveían de
navajas, cadenas, lunchakos, y armamento propio de ninjas macarriles con el que
defendían su territorio para traficar a sus anchas con heroína, o plantar
batalla a cualquier otro grupo que amenazase su espacio vital y sobre todo su mercado.
Se bautizaban con nombres muy edificantes que a veces
referenciaban la tipología de su arsenal, el lugar de su centro operativo o el
nombre de su caudillo. Una de la más famosas era “La banda de las cadenas”. Otra
se hacía llamar con el original apelativo de “La banda del parque”. Cerca del
Campo de los Topos actuaba “La banda del Películas”. Ésta era una de las más temidas. La dirigía con mano de hierro un joven feo, cruel
y desalmado que atracaba a pipiolos como nosotros a punta de navaja. Cuando el Películas se hacía con el botín ( veinte duros,
el peluco, o cualquier objeto del que se encaprichase) solía gritar “¡Hala, al cine!”. Yo me lo
encontré solo una tarde de domingo, en los lavabos del remedo de discoteca a la que
solíamos ir a desahogar la hormona. Entró cuando yo ya estaba meando. Dio tres
pasos hacia donde yo miccionaba, miró hacia donde surgía el chorro, emitió un
desagradable carcajada y volvió a salir,
sin más novedad, dejando tras de sí, sobre el suelo, un gran y sonoro escupitajo
blanco.
A mediados de los ochenta, cuando yo ya cursaba el primer COU
de los cuatro en los que me matriculé, se
inauguró el Parque Salvador Allende. La construcción de este parque constituyó un hito en la ciudad. Estaba
perfectamente diseñado. Plantaron mucha variedad de árboles, arbustos y plantas y recuperó para los vecinos -esta vez sí -un
gran espacio urbano, marginado y dejado de la mano de Dios, ubicado debajo del gran puente de la autopista
que cruzaba la ciudad de norte a sur. Para
los que estudiábamos nocturno era
necesario atravesar a oscuras esa escombrera si queríamos llegar al instituto. Allí, en los bancos del parque Salvador Allende, al
cobijo de árboles y nieblas, pasé horas y horas durante
casi todas las noches de un curso completo con la mujer a la que amo, después de besarla por primera vez una tarde gloriosa de novillos.
Dentro del parque, el Ayuntamiento construyó poco después un centro para la tercera edad, donde los
jubilados se reúnen a echar un rato. Ese parque, el instituto y el centro de
jubilados existen hoy día, prácticamente inalterables. El Campo de los Topos ahora es un aparcamiento.
Justo a su lado han instalado un pequeño parque infantil, con columpios fabricados sin hierro, sin
ángulos, curvilíneos, de poca altura, cercados por un valla de madera y clavados a un pavimento
de blanduras sintéticas, que frecuentan algunos adolescentes cuando las
mamás recogen a su prole. Los púberes han bautizado al parque como el parque Fairy. El apodo es todo un
misterio. Ni ellos mismos saben por qué le llaman así.
Los columpios del parque Fairy son iguales a los que han
instalado donde antes nos rompíamos las crisma, sustituyendo a
La Bola. A su lado discurre la línea más
transitada de cercanía des RENFE, con una frecuencia de paso similar al metro.
Para poder seguir camino hacia el centro no queda más remedio que atravesar un paso a nivel con barreras, semáforo y
campana. En ese punto, entre suicidios y accidentes, han perecido a lo largo de
los últimos 40 años más un centenar de personas. Quizá por eso construyeron en esta zona el primer
ambulatorio de la ciudad; ambulatorio que durante este último año acoge cada
semana una protesta, porque han suprimido el servicio de urgencias. Debe ser que
ya no hay Bola, pero el tren continua pasando a toda velocidad, cada
veinte minutos, con cierta puntualidad.
Hace tiempo que no transito por el parque Salvador Allende.
El otro día pregunté si estaba cuidado, si seguían frecuentándolo parejas de
enamorados, o si había aumentado el número de especies plantadas. Mi
interlocutor - uno de los que pasan las tardes en el Fairy- me dijo que él no
conocía ningún parque Salvador Allende. Cuando le di señas de su ubicación me
contestó “¡Ah! ¡Sí, hombre! Pero ese parque no se llama así. Ese parque se
llama el parque de los viejos”. Y entonces pensé que tenía que escribir sobre
mi ciudad, sobre los parques de mi ciudad, sobre el tiempo pasado, sobre mí.
12 comentarios:
La bola era el mejor de los columpios y todavía algún pueblo remoto la mantiene. Solemne homenaje al Parque Salvador Allende.
Yo le temía, en serio, pero no podía arrugarme...
Pues fijate en qué ha acabado su nombre. Es toda una metáfora de estos tiempos
¡Salud!
Vivimos tiempos feos en los que ni siquiera hay tiempo de embellecer nuestros rincones con palabras. Padres e hijos bautizan lugares sin respeto alguno. Hace ya muchos años que elegí irme de un lugar tan bello que no necesita palabras para describirlo para instalarme en otro en el que sin palabras es imposible verlo bello, pero es aquel que me identifica, me arropa y me entiende, y para eso estoy yo y mi voz, para homenajearlo y defenderlo, aquella ciudad que me adoptó sin preguntas, sólo leyó mis ojos y abrió sus brazos para consolarme.
¡¡Qué grande eres, Babe!!
Me permito autocomentarme, sin rubores y sin vergüenza.
El amigo Antonio me ha recordado un sexto columpio que he obviado de un modo imperdonable. Se trata de las paralelas, causa de no pocos morrazos, fracturas, heridas, y demás tragedias infantiles. El mismo Antonio me explicaba hace unos minutos, mientras nos comíamos una pita en un Kebhab regada con su correspondiente cerveza, que acabó en el hospital y sin conocimiento a causa de una caída en este aparato. Se dio con la cabeza sobre el hormigón que cimentaba una de las barras.
¡Así hemos salido todos!
Mi infancia no la recuerdo en parques. No había parques en mi ciudad hace 30 años. Cada calle de la parte vieja (orilla derecha del río, con barrios moriscos y árabes protegidos por muralla altiva y envejecida)albergaba soportales con arcadas que delimitaban el espacio en el que los niños podíamos jugar a cromos, comba, potro o escondite.
Ese fue mi espacio. En aquella época, cerca de casa y bajo el control de la madre cuando salía a tender la ropa.
Besos.
Recuerdo muy bien esas calles Ester. Eran lugares para la aventura y el misterio. Seguramente los niños tendrían otra percepción a la que teníais las niñas porque las vivirían de modo diferente.
... y la ropa tendida en los balcones hacia la calle. Ahora denunciarían a tu madre.
Un abrazo
Y a mi que cojones me cuentas....
Tan fácil como no escuchar lo que yo cuento...Así aprovecharás mejor el tiempo
Que buena entrada hecha de recuerdos. Me gusta. Un abrazo.
Me alegro mucho Loli
Yo he disfrutado mucho escribiéndola
Abrazos
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