jueves, 6 de marzo de 2014

El parque de La Bola ( Para Raúl, con todo el cariño)


Un parque es un lugar generalmente público donde habitan todo tipo de plantas. Suele estar  ubicado dentro de las ciudades. El diccionario de la RALE acoge más de media docena de acepciones para esta palabra en las que aparecen coches, policías, bomberos, zoológicos, cuarteles, recintos cerrados con atracciones y columpios más o menos sofisticados ,  y grandes extensiones naturales, protegidas por las autoridades debido a su riqueza biológica.
Los años 70 fueron los años de mi niñez,  esa niñez avanzada que ya es capaz de retener imágenes consistentes en la memoria. Yo entonces vivía en un pueblo del  cinturón rojo barcelonés, rodeado por tres ríos malolientes, ahumado por cuatro grandes factorías  y partido en cinco trozos por tres líneas de ferrocarril, una autopista y dos carreteras nacionales. El paraíso.
Recuerdo que  cuando escampaba después de días de  lluvia, disfrutábamos en la calle  como si se celebrase una verbena, porque al carecer de asfalto, hacíamos uso del agua y del barro igual que gorrinos dentro de un estercolero.
Por entonces vivíamos en mi ciudad cerca de 30.000 almas que  teníamos la posibilidad de disfrutar de un solo parque infantil, aunque en aquellos años no se llamaba así. Cuando decidíamos ir allí -siempre solos, sin padres-  decíamos que íbamos a los columpios. Eran de hierro, y como no los pintaban asiduamente, su color era el propio del óxido. Había columpios de cinco tipos. De hecho había cinco columpios. Uno era una  escalera en forma de puente semicircular a la que no llamábamos de ninguna manera especial. La nombrábamos diciendo .” ¡vamos allí!”. También había un tobogán cuya rampa era de listones de madera que con el uso y el paso del tiempo se habían astillado.  De manera que deslizarse por el tobogán era equivalente a rasgarnos los pantalones por la culera y en muchos  casos provocarnos pequeñas heridas y escoceduras.
El balancín era para los más peques, pero a menudo lo utilizábamos para comprobar su resistencia. Lo más divertido ocurría cuando uno de nosotros se sentaba en el extremo apoyado  en el suelo y el resto saltaba al unísono sobre el extremo elevado, para ver si así podíamos catapultar al primero. Jamás vi el balancín roto. Eso sí era hierro macizo.
Luego estaban los columpios propiamente dichos, es decir, la típica y conocida estructura trapezoidal  de cuya viga transversal colgaban cuatro cadenas que a su vez sujetaban dos sillines de madera en los que nos subíamos para, precisamente, columpiarnos hacia delante y hacia detrás  lo más alto posible. Los más audaces se elevaban hasta casi dar la vuelta de campana y cuando habían conseguido el impulso máximo saltaban hacia delante emulando a los trapecistas del circo. Más de uno cayó sobre otro infeliz que pasaba por allí o, en un error de cálculo de equilibrios, aterrizaba  de morros en lugar de caer de pie.
Y, finalmente, teníamos a nuestra disposición  la estrella de todos los columpios, el centro de operaciones, el lugar  o el artefacto más peligroso  de todos los que allí disponíamos: La Bola, una esfera herrumbrosa con forma de planeta que constaba de un anillo exterior circundante y  de cuatro escaleras que nos dirigían hacia  un mirador en forma de cofa que la culminaba. De ese extremo superior sobresalía el final o el inicio de una barra central, dispuesta a  modo de eje o de mástil interno, por la que se podía bajar igual que un bombero,  o evolucionar en sentido inverso si uno era lo suficientemente hábil como para  trepar a pulso.
La Bola era uno de los lugares donde más accidentes infantiles se producían. Estaba siempre atestada de niños, igual que abejas alrededor de un panal, y era el lugar  preferido donde organizábamos simulacros de guerras, donde ensayábamos nuestras habilidades acrobáticas y nuestro nivel de atrevimiento. Por eso la bola era mucho más que un columpio. En La Bola se dirimían liderazgos y sumisiones. Trepando, saltando de una parte a otra de la esfera, dando vueltas de campana, descolgándonos como monos  de aquel amasijo de hierros tetánicos demostrábamos nuestro nivel de valentía o nuestra  pusilanimidad. En verdad  La Bola era el mismísimo planeta Tierra.
Yo  sobreviví  a La Bola y con el paso de los años dejé de frecuentarla. Al llegar a la pubertad preferíamos vivir el enfrentamiento, la competitividad y  el ensayo de nuestros instintos primarios  de una manera real. Por eso nos citábamos para zumbarnos la badana  en otro lugar, un solar próximo al colegio,  un erial salpicado de restos de obras, bolsas de basura,  jeringuillas, condones, y todo tipo de despojos urbanos que ni siquiera hoy somos capaces de reciclar.  Le llamábamos el Campo de los Topos porque ratas, ratones y  las más variadas especies de roedores urbanitas construían allí su madriguera.
Los motivos de las peleas  eran de lo más diverso. Un robo de cromos, o de canicas; un insulto al pringao de la otra clase, o sencillamente el clásico y recurrente falso chivatazo al profe de turno difundido por el chismoso oficial. Sea como fuere, el detonante siempre era  cosa  de hombres. Nunca se escapó en el Campo de los Topos  ni media hostia por cuestión de faldas.
Uno de los enfrentamientos más sonados fue el día que nos citamos a las cinco y media de la tarde la clase entera  de octavo de mi colegio y  de  otro colegio vecino.  En aquellos años no existían las famosas ratios y cada grupo escolar podría estar compuesto  por 45 alumnos. De manera que allí estábamos cerca de 60 mocosos (los empollones no vinieron) dispuestos a defender la nación y la bandera. No recuerdo el motivo. La cosa es que después de algunas ráfagas de cantos rodados, algún que otro impacto de chinchetas y palitroques,  acabamos viéndonos los dos bandos frente a frente,  sin decir nada, hasta que alguien propuso que la afrenta se resolviese con  una pelea a puño limpio entre los dos más fuertes y más aguerridos de ambos colegios.
No hubo necesidad de insistirles. Los dos púgiles  se prestaron raudos a representar a sus respectivas nacionalidades escolares,  orgullosos  y  encantados de protagonizar el desafío. Alcanzarían la gloria  que se les venía negando frente a la pizarra curso tras curso.
Se dieron de lo lindo durante tres o cuatro minutos, pero en cuanto vimos sangre en las narices de nuestro gladiador, paulatinamente se nos fue encogiendo el escroto, de manera que al ver que la concurrencia iba haciendo mutis por el foro, los dos guerreros se pusieron la chaqueta, cogieron sus respectivas carteras y abandonaron el campo de batalla. Recuerdo haber visto, sin que ninguno de los dos se diese cuenta, cómo  nuestro enemigo- el que salió ileso-  le prestaba su pañuelo al único herido de la enésima guerra del Campo de los Topos.
Los ochenta ya fueron harina de otro costal. Los ayuntamientos pudieron empezar a transformar poco a poco sus ciudades. En la mía y en las poblaciones vecinas se adecentaron algunos recintos como parques ajardinados. En teoría esos equipamientos se crearon para disfrute de los vecinos, pero en realidad eran feudos de bandas de todo tipo y pelaje, compuestas por lo general de nativos catalanes, que se proveían de navajas, cadenas, lunchakos, y armamento propio de ninjas macarriles con el que defendían su territorio para traficar a sus anchas con heroína, o plantar batalla a cualquier otro grupo que amenazase su espacio vital  y sobre todo su mercado.
Se bautizaban con nombres muy edificantes que a veces referenciaban la tipología de su arsenal, el lugar de su centro operativo o el nombre de su caudillo. Una de la más famosas era “La banda de las cadenas”. Otra se hacía llamar con el original apelativo de “La banda del parque”. Cerca del Campo de los Topos actuaba “La banda del Películas”. Ésta era  una de las más temidas. La  dirigía con mano de hierro un joven feo, cruel y desalmado que atracaba a pipiolos como nosotros  a punta de navaja.  Cuando  el Películas se hacía con el botín ( veinte duros, el peluco, o cualquier objeto del que se encaprichase)  solía gritar “¡Hala, al cine!”. Yo me lo encontré solo una tarde de domingo, en los  lavabos del remedo de discoteca a la que solíamos ir a desahogar la hormona. Entró cuando yo ya estaba meando. Dio tres pasos hacia donde yo miccionaba, miró hacia donde surgía el chorro, emitió un desagradable carcajada y  volvió a salir, sin más novedad, dejando tras de sí,  sobre el suelo, un gran y sonoro escupitajo blanco.
A mediados de los ochenta, cuando yo ya cursaba el primer COU de los cuatro en los que me matriculé,  se inauguró el Parque Salvador Allende. La construcción de este  parque constituyó un hito en la ciudad. Estaba perfectamente diseñado. Plantaron mucha variedad de árboles, arbustos y plantas  y recuperó para los vecinos -esta vez sí -un gran espacio urbano, marginado y dejado de la mano de Dios, ubicado debajo del gran puente de la autopista que cruzaba la ciudad de norte a sur. Para los que estudiábamos nocturno  era necesario atravesar a oscuras esa escombrera  si queríamos  llegar al instituto. Allí,  en los bancos del parque Salvador Allende, al cobijo de  árboles y nieblas,  pasé horas y  horas  durante casi todas  las noches  de un curso completo  con la mujer  a la que amo, después de besarla por primera vez una tarde gloriosa de novillos.
Dentro del parque, el Ayuntamiento construyó poco después  un centro para la tercera edad, donde los jubilados se reúnen a echar un rato. Ese parque, el instituto y el centro de jubilados existen hoy día, prácticamente  inalterables.  El Campo de los Topos ahora es un aparcamiento. Justo a su lado han instalado un pequeño parque infantil,  con columpios fabricados sin hierro, sin ángulos, curvilíneos, de poca altura, cercados por un valla de madera y clavados a un pavimento de blanduras sintéticas,   que frecuentan algunos adolescentes cuando las mamás recogen a su prole. Los púberes han bautizado al parque  como el parque Fairy. El apodo es todo un misterio. Ni ellos mismos saben por qué le llaman así.
Los columpios del parque Fairy son iguales a los que han instalado donde antes nos rompíamos las crisma, sustituyendo a La Bola. A su lado discurre la línea más transitada de cercanía des RENFE, con una frecuencia de paso similar al metro. Para poder seguir camino hacia el centro no queda más remedio que atravesar  un paso a nivel con barreras, semáforo y campana. En ese punto, entre suicidios y accidentes, han perecido a lo largo de los últimos 40 años más un centenar de personas. Quizá por eso  construyeron en esta zona el primer ambulatorio de la ciudad; ambulatorio que durante este último año acoge cada semana una protesta, porque han suprimido el servicio de urgencias. Debe ser que ya no hay Bola, pero el tren continua pasando a toda velocidad, cada veinte minutos, con cierta puntualidad.
Hace tiempo que no transito por el parque Salvador Allende. El otro día pregunté si estaba cuidado, si seguían frecuentándolo parejas de enamorados, o si había aumentado el número de especies plantadas. Mi interlocutor - uno de los que pasan las tardes en el Fairy- me dijo que él no conocía ningún parque Salvador Allende. Cuando le di señas de su ubicación me contestó “¡Ah! ¡Sí, hombre! Pero ese parque no se llama así. Ese parque se llama el parque de los viejos”. Y entonces pensé que tenía que escribir sobre mi ciudad, sobre los parques de mi ciudad,  sobre el  tiempo pasado,  sobre mí.

12 comentarios:

Babe dijo...

La bola era el mejor de los columpios y todavía algún pueblo remoto la mantiene. Solemne homenaje al Parque Salvador Allende.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Yo le temía, en serio, pero no podía arrugarme...

Pues fijate en qué ha acabado su nombre. Es toda una metáfora de estos tiempos

¡Salud!

Babe dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Babe dijo...

Vivimos tiempos feos en los que ni siquiera hay tiempo de embellecer nuestros rincones con palabras. Padres e hijos bautizan lugares sin respeto alguno. Hace ya muchos años que elegí irme de un lugar tan bello que no necesita palabras para describirlo para instalarme en otro en el que sin palabras es imposible verlo bello, pero es aquel que me identifica, me arropa y me entiende, y para eso estoy yo y mi voz, para homenajearlo y defenderlo, aquella ciudad que me adoptó sin preguntas, sólo leyó mis ojos y abrió sus brazos para consolarme.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡¡Qué grande eres, Babe!!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Me permito autocomentarme, sin rubores y sin vergüenza.

El amigo Antonio me ha recordado un sexto columpio que he obviado de un modo imperdonable. Se trata de las paralelas, causa de no pocos morrazos, fracturas, heridas, y demás tragedias infantiles. El mismo Antonio me explicaba hace unos minutos, mientras nos comíamos una pita en un Kebhab regada con su correspondiente cerveza, que acabó en el hospital y sin conocimiento a causa de una caída en este aparato. Se dio con la cabeza sobre el hormigón que cimentaba una de las barras.

¡Así hemos salido todos!

ESTER dijo...

Mi infancia no la recuerdo en parques. No había parques en mi ciudad hace 30 años. Cada calle de la parte vieja (orilla derecha del río, con barrios moriscos y árabes protegidos por muralla altiva y envejecida)albergaba soportales con arcadas que delimitaban el espacio en el que los niños podíamos jugar a cromos, comba, potro o escondite.
Ese fue mi espacio. En aquella época, cerca de casa y bajo el control de la madre cuando salía a tender la ropa.

Besos.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Recuerdo muy bien esas calles Ester. Eran lugares para la aventura y el misterio. Seguramente los niños tendrían otra percepción a la que teníais las niñas porque las vivirían de modo diferente.
... y la ropa tendida en los balcones hacia la calle. Ahora denunciarían a tu madre.

Un abrazo

Anónimo dijo...

Y a mi que cojones me cuentas....

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Tan fácil como no escuchar lo que yo cuento...Así aprovecharás mejor el tiempo

HOSTAL MI LOLI dijo...

Que buena entrada hecha de recuerdos. Me gusta. Un abrazo.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Me alegro mucho Loli
Yo he disfrutado mucho escribiéndola
Abrazos