A la memoria de mi bisabuelo Eusebio, a quien no conocí. Emprendedor
avant la lettre.
Hasta poco
después de que llegase, afuera no había
más luz que la del día. Al caer la
noche, pasábamos el tiempo fumando bajo el techo de tablas, esperando a que el fuego
se consumiese, viendo tiritar
nuestras sombras sobre las paredes de piedra. Cuando el frío nos vencía, nos acostábamos sobre los jergones de paja, y nos arrebujábamos en las frazadas ásperas
que olían a humo, animal y yerba.
No dormíamos. Más
bien calentábamos el cansancio y el sueño,
porque entre nosotros y las bestias solamente nos separaba un tabique de maderas carcomidas y mal clavadas a través del cual escuchábamos rezongar a la vaca, al macho y a
las cuatro cabras. A veces, en la obsesión del insomnio frío, me
parecía que aquellas bestias mansas
murmuraban pesadillas en voz alta, acompañadas por el tintineo ocasional de las esquilas.
Por eso me levantaba a menudo, me echaba la manta
sobre los hombros y salía a fumar. En noches de luna llena distinguía el brillo
de la escarcha perfilando los tejados; destellos flotando sobre los charcos,
igual que luciérnagas enfermas; algún reflejo de luz sobre las ventanas confiadas sin portillos y las sombras de los árboles cimbreándose
sobre las ondulaciones del monte, más allá de las eras dormidas y
de los huertos exhaustos. Pero en noches de
oscuridad plena, solamente distinguía el humo salir de mi boca y la brasa
alumbrando las grietas de mi mano gruesa. Más allá no había nada. Negrura infinita. Silencio. El aullido de algún perro celoso, el eco del cárabo y el
olor a tomillo y pavesa de estepa.
Pasada la media noche, los pueblos limítrofes
se turnaban para tocar a perdido. Dos veces sonaban las campanas que
orientaban como un faro a los caminantes en
el mar de pastos y alimañas sombrías.
Un día llegó él,
montado en su bicicleta de hierro. No trajo más equipaje que su mirada viva y un hatillo de
herramientas envuelto entre trapos dentro de una capacha de esparto.
Convenció con unos cuantos reales a una
cuadrilla de hombres, buscó en los arrabales un molino de agua y a los pocos
meses, desde la profunda oscuridad del páramo,
se divisaban puntos de luz eléctrica surgiendo de las calles de la
aldea. Durante aquella semana, en cuanto oscurecía, salíamos todos en procesión, caminando hacia
la primera loma. Allí nos congregábamos,
muy callados, como almas en un purgatorio, observando fascinados el destello de las bombillas que
brillaban donde hacía unos pocos días no había nada. Ahora, en la noche, solo el tiempo hace sonar
la campana y temo perderme en los campos, el día que yo muera.
7 comentarios:
Que escritura tan rica en imágenes y palabras, muy buena esta entrada tan bien hecha que parece que la he vivido. Un abrazo.
¡Gracias Loli!
Abrazos
La noche es el espacio abierto en el que aparecen las almas perdidas con destino incierto.
¡Bravo!
Besos, Ester
Decía Thelonius Monk que hay luz porque siempre es de noche. En la vida y, también más allá.
Besos, Ester
¡Feliz día de Santo!
Ester
¿San Pobrecito, o San Hablador? ;)
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