Mantengo una
lucha particular y sin cuartel contra la preposición 'para'. Siempre me ha recordado a la policía municipal, o a
una erección nocturna. Aparece siempre que no la necesito, y cuando más requiero de su
presencia, se esconde, se inhibe y rehúye sus responsabilidades.
La
historia de mi archienemiga está íntimamente
ligada a mí. Vendría a ser como la relación del profesor James Moriarty con Sherlock Holmes, la de Felipe González con José Mª
Aznar, o la de Don Francisco de Quevedo con Don Luis de Góngora. Ambos nos necesitamos de tal manera que la
pervivencia de nuestra existencia es un objetivo recíproco en el que nos va la
vida.
De ahí que nos
conozcamos muy bien y que sepa de mi desprecio, o del poco apego que siento por
ella. En venganza, hace valer su poder, tomándose libertades que nadie le ha
dado, de manera que aprovecha cualquier descuido con tal de plantarse sobre el
papel, delante del cursor, en el hilo de tinta de la estilográfica; o mejor
todavía, directamente en mi mente, que
es donde acecha el más mínimo despiste, emboscada en el calor de la fiebre
redactora, cuando nada ni nadie me puede detener, en esos momentos de trastorno
transitorio en los que el mundo desaparece y a uno le da la sensación de estar reconstruyendo
los mares y la tierra, el cielo y el infierno, o incluso de estar creando desde la nada al mismísimo hombre.
Es entonces
cuando se filtra entre las grietas de la semántica y de la obediencia
gramatical, colocando su vocal doblada detrás de la oclusiva sorda y de la
líquida vibrante, una y otra vez, persistentemenre, ofreciéndome así un servicio vacío, exento de
valor, pero en apariencia muy efectivo porque a priori, cuando la escribo, todo
parece que fluya, y enlazo frases y frases sin fin, y de modo inconsciente
caigo en la vieja trampa de la complacencia
al ver que soy capaz de escribir y escribir, de subordinar primorosamente sin
aparentes dificultades, dotando a la historia de una pretendida unidad
narrativa que a las primeras de cambio se revela en tiempo perdido, y en el
mejor de los casos, en párrafos infantiloides, cacofónicos, carentes de estilo,
que no dicen nada ni van a ningún lado.
Mi obsesión ha llegado a tal extremo que he estado
tentado a acudir a un psiquiatra, no vaya a ser que esté sacando las cosas de
quicio. Porque, quizás, aquello que a mí me parece feo no sea más que el fruto de una percepción subjetiva. Por eso, antes
de pedir cita, y con el fin de asegurar
mis argumentos, me he puesto a investigar.
Lo primero que he hecho es revisar
unos cuantos textos clásicos. Efectivamente, el uso que de ella hacen los más
grandes escritores que en el mundo han sido se limita a la
unión de frases en un enunciado,
discretamente, sin ostentaciones, como utiliza el carpintero las bisagras. Lo
importante es la puerta, el espacio que se abre y se cierra; lo
importante son las personas que entran y
que salen; o aquellos a los que se les niega el paso ; o los que permanecen encerrados debido a
una decisión arbitraria, o por resultar peligrosos...
Es decir, lo importante es la historia, lo que sucede, lo que discurre. La bisagra, sencillamente, une la puerta con la jamba y se mantiene siempre en un segundo plano, ejerciendo fiel y efectivamente su función. La bisagra es la preposición de un carpintero. Debe estar bien colocada y, a ser posible, no se tiene que ver.
Es decir, lo importante es la historia, lo que sucede, lo que discurre. La bisagra, sencillamente, une la puerta con la jamba y se mantiene siempre en un segundo plano, ejerciendo fiel y efectivamente su función. La bisagra es la preposición de un carpintero. Debe estar bien colocada y, a ser posible, no se tiene que ver.
Entonces, ¿A qué
es debido mi uso recurrente y excesivo de la ya nombrada preposición? Se me
ocurren algunas explicaciones. Mi mediocridad y la ausencia absoluta de talento son las más
plausibles, aunque es posible que dentro de mí se camuflen motivos freudianos
que sería conveniente analizar, o cuando menos apuntar. Por ejemplo, mi necesidad enfermiza del otro,
de la existencia de un destinatario que le dé sentido a lo que pienso y a lo
que hago; la exigencia de hallar un
sentido a mis acciones; la persistencia del paso del tiempo como una especie de
tortura que me indica el límite y arbitra
mi medianía; mi empeño en imaginar los lugares que nunca veré; la estupidez de
pensar, a veces, que todo en la vida tiene
que tener un sentido; y finalmente, la trampa de la vanidad con la que siempre,
a menudo, pontifico desde mi yo, estableciendo la rotundidad exaltada de mis
opiniones.
Y ya, porque una
cosa es intentar limar y confesar públicamente mi incompetencia gramatical y
otra muy distinta es desnudarme ante mi archienemiga, a la que, hasta aquí, le
he negado el placer de aparecer y de nombrarla más que en una sola ocasión. Que se dé con un canto
en los dientes, que me he comportado mejor que Susana Díaz con Pedro Sánchez durante la pasada noche electoral. Será que nunca se han querido, ni para bien, ni para mal.