El tipo que
colocó tres artefactos explosivos -tres-
al paso del autobús en el que
viajaban los jugadores del Borusia de
Dortmund era germano-ruso. Se llamaba Sergei, y de haber vivido Dostoievski tendría muchas posibilidades de protagonizar
alguna de sus novelas.
A Sergei, Dios o
Alá le traían al pairo. No quería ganarse el paraíso, ni gozar en su eternidad
de unas
cuantas huríes. Tampoco tenía ínfulas revolucionarias, ni soñaba con
transformar la sociedad a base de bombas.
Sergei lo hizo todo por dinero.
Para ello trazó
un plan perfecto. Modificaría el valor de las acciones del club alemán y, de ese modo, se convertiría en
millonario a través de una inversión a
la baja que pudo realizar gracias a un préstamo bancario. Es decir, Sergei aprovechó al máximo las oportunidades que nos
brinda a todos el libre mercado y el
capitalismo, sin escatimar medios, con fe ciega en su proyecto, que es el modus operandi de los emprendedores de raza.
La prensa
internacional se ha apresurado a decir que alguien que actúa de ese modo no
tiene que estar muy bien de la cabeza. También dicen los medios de persuasión
de medio mundo que Sergei era un tipo sin escrúpulos. Tanto es así que, después
de colocar los artefactos, se sentó
tranquilamente en el restaurante del hotel, se comió un filete vuelta y vuelta,
se bebió media botella de vino tinto, y aguardó confiado y tranquilo a escuchar las tres explosiones, mientras digería la carne de
ternera sangrante y se
frotaba las manos pensando en qué
haría al día siguiente con todo el dinero que iba a ganar, gracias a unos
cuantos muertos o heridos.
Como consecuencia de su atentado
terrorista financiero, el bueno de Sergei pasará una temporada a la
sombra, y todos tan contentos y aliviados, por varios motivos. Primero porque
hemos encerrado a buen recaudo a un loco que durante un tiempo no podrá hacer daño. Segundo porque a
pesar de las sospechas iniciales, el atentado no era yihadista, lo cual
mitiga la sensación de horror,
inseguridad y de intimidación que nos atenaza, con la que vivimos durante estos últimos años gracias a
las decisiones particularmente
afortunadas de tipos tales como José Mª Aznar, George W. Busch, Tony
Blair o Donald Ransfield. Y tercero, porque reforzamos unánime y colectivamente la creencia de que
nuestra sociedad occidental, salvaguardia de la moral más exigente y
avanzada, es capaz de poner en su lugar y apartar de sus miembros a quienes intentan pervertir las reglas para lucrarse a costa del sufrimiento de los demás.
Sin embargo, a
pesar de todo, yo a Sergei le daría un premio. Es más, yo quiero
convertirme en su agente. Quiero
animarle a que escriba un libro, y
organizarle después una gira para impartir conferencias en las
principales ciudades europeas, en los mejores auditorios, en las universidades
y, sobre todo, en los colegios.
Porque Sergei es ejemplar. Es un mina. Personifica como pocos la materia con la que está construída la base de
nuestro sistema, los cimientos sobre los que se asienta nuestra sociedad. Sergei, en realidad, es la
muestra paradigmática del régimen de relaciones sociales y económicas en el
que vivimos y, con su acción, lo ha
expresado mejor que cualquiera de los héroes contemporáneos a los que admiramos y sobre los que se
asientan los valores con los que convivimos, tales como Christine LaGarde, Donald Trump, Larry Fink, Rodrigo Rato, Isidre Fainé, Mario
Draghi, Borja Prado, la familia Pujol,
Ana Patricia Botín, Franciso Reynés (Paco para los amigos), Florentino Pérez, Pablo Isla, José Ignacio Galán, Jordi
Gual, Josep Oliu, y un largo etcétera de
prohombres y algunas mujeres que han sacado le mejor de cada uno de nosotros
para gloria y grandeza del capitalismo.
Y es que Sergei
no es ni más ni menos que un discípulo aventajado de Hayek, Friedman y
Shumpeter, los tres mosqueteros del
libre mercado, oráculos infalibles de la
fe en la libertad individual para
acumular riqueza; azote de izquierdosos; inquisidores máximos contra el control del Estado para la
protección de las personas.
Sergei ha puesto
a la práctica, en cada uno de sus movimientos, exactamente lo mismo que hizo hace pocas semanas Donald Trump. A saber, lanzar unos cuanto misiles con el resultado de unos
cuantos muertos, con el objetivo de
revalorizar las acciones de la empresa fabricante de los misiles, participada
accionarialmente por el presidente de la nación más libre del mundo. Después se comió un filete poco hecho, bien
regado, con un buen vino californiano.
Lo mismo, o
parecido, que hace a diario Borja Prado: ganar dinero, mucho dinero, gracias a la especulación y al precio al que vende la
energía, a costa del bienestar de las personas. Después de cada buena operación, o del cierre
contable del mes, se come un buen
filete, poco hecho, bien regado con un exclusivo Ribera del Duero, el vino de
los Papas.
Igual que Pablo
Isla, que gana dinero, mucho dinero, a
costa de las condiciones de semiesclavitud en las que trabajan miles de
personas en países asiáticos y africanos,
o de degradar su medioambiente de sus pueblos hasta destruir por completo su
fuente de riqueza secular. Y después se
come un filete, poco hecho, con un vaso de agua, porque en los negocios hay que mantener
la cabeza fría.
Lo mismo que
Jordi Gual, o que Josep Oliu, que se
enriquecen cada año más, siempre más,
gracias, entre otras cosas, al
blanqueo de dinero procedente del narcotráfico, de la prostitución y del tráfico de armas, o a invertir los ahorros de
la gente trabajadora en empresas armamentistas
cuyos directivos se enriquecen a
su vez con las guerras y la muerte de inocentes. Y después se comen un filete,
bien regado, con un buen Borgoña. ¡Ah! ¡Es la banca!
De manera que,
como podemos ver, Sergei, el hombre que
colocó tres bombas al paso del autobús en el que viajaba nuestro
compatriota Marc Bartra para especular y enriquecerse, no es otra cosa que un
héroe con todas las de la ley, al que habría que equiparar sin ningún género de dudas a
estos personajes, ponderando debidamente
su ingenio, creatividad , riesgo y perseverancia, que como todo el mundo sabe,
son los valores básicos de todo negocio que se precie, es decir, que
enriquezca.
Por eso es bueno
que cunda su ejemplo y que, como dijo Esperanza Aguirre, nos dejemos ya de mamandurrias. Ni educar en
el emprendimiento de empresas, ni hostias santas. Aquí lo que cuenta es ganar dinero, sin
cortapisas , sin leyes ni complejos. Si
para ello hay que llevarse por delante la vida de las personas, pues se hace.
Ahí tienen, como ejemplo para la Historia,
al general Augusto Pinochet, prosélito
descomplejado de los tres mosqueteros del libremercado, amigo íntimo de
Margaret Thatcher, otra de las grandes figuras de nuestra Historia contemporánea, de cuyo
pensamiento -estoy seguro- tomó buena nota nuestro querido Sergei.
Sergei podría haber compartido perfectamente pupitre en
cualquier afamada escuela de negocios (tipo ESADE) con
Martin Shikrelli. Shikrelli es otro héroe contemporáneo, uno de las mejores
ejemplares que ha dado el libre mercado.
Es el hombre que compró la patente de un fármaco contra el SIDA y aumentó su
precio un 5.000% para enriquecerse extraordinariamente, haciendo que una
pastilla que salva la vida a miles de personas, pasase de costar 13,5€ a 750 € , condenándolas así a
la muerte segura. El diario “La
Vanguardia” le dio el premio al hombre más avaricioso del mundo. En el titular de la noticia, el Conde de Godó no escribió “más criminal”, ni “más inmoral”, ni “más
delincuente”, ni “más hijo de puta”. Escribió “más avaricioso”, lo cual equipara a este asesino de cuello blanco al clásico amigo de la cuadrilla que nunca
paga una ronda; a nuestro vecino que no saca el coche por no gastar neumático; a nuestro frutero, que no nos fía, o a lo sumo
a Ebenezer Scrooge, al tío Gilito o a Mr. Burns. Pero no a un delincuente,
claro.
Por todo ello,
vistas sus cualidades, la falta de escrúpulos, la ambición desmedida, la ausencia
absoluta de empatía y su inusitada
audacia, voy a organizarle la vida a
Sergei para posicionarle entre los grandes activistas de la sociedad de libre mercado, de la libre empresa, o del libre comercio,
como se decía antiguamente. Su trayectoria le avala y los riesgos que ha tomado bien lo merecen. Además, como
no ha pecado porque se ha limitado a hacer lo que tantos otros a los que
admiramos, no necesita arrepentirse de nada. Lo siento por Dostoievski. Se ha
quedado sin personaje.