Los días en los que mi criado libraba eran perfectos para escribir mi pieza semanal. Aprovechaba la noche y tenía por costumbre dejar todo el piso a oscuras, excepto la cámara de trabajo, en la que encendía tres velas. Una sobre el escritorio, que me ayudaba a ver; otra junto a la puerta, a modo de alarma, por temor a los intrusos, ladrones o maridos despechados, para que al abrir la puerta el golpe del aire sobre la llama me alertase de la invasión; y otra más junto a la ventana, por si a mi Dolores le deba por venir a verme, como señal de vía libre.
Disponía muy cuidadosamente sobre la mesa el tintero, la pluma, un vaso y una botella de vino y, después de los dos primeros tragos ya podía escribir la primera frase. Aquella noche concreta, noche de otoño en Madrid, le daba vueltas a unas palabras de Goethe que me bailaban en la cabeza desde hacía semanas; una sentencia tremenda que me dejó petrificado, porque nos define y nos condena: “Harto de la libertad, el caballo toleró que lo ensillaran y lo embridaran y, por su esmero, lo montaron hasta la muerte”.
“¡Estúpidos. Esta tierra nuestra la habitamos una ingente cantidad de estúpidos!”, pensaba un día sí y otro también, dale que dale a la frase de Goethe. Mojé la pluma y al poco volví a hacerlo, porque como no arrancaba a trazar la primera letra, la dejaba suspendida sobre el papel, casi rozándolo, y la tinta se secaba. De modo que me levanté, tan bruscamente y dando tales resoplidos, que la llama de la vela tembló hasta casi extinguirse. Cuando ya parecía que vislumbraba el inicio, volví a sentarme, nuevamente en vano. Entonces me incorporé otra vez, caminé dos pasos hasta la ventana y me entretuve viendo la sombra gigante de mi silueta sobre la tierra de la calle sucia. Por unos momentos me sentí Dios, el Dios de la calle en la noche, y creí percibir cómo la genialidad de Goethe se derretía fundida junto a la cera de las velas. Liberado y crecido -endiosado- retomé la tarea. Bebí un trago, mojé la pluma y en el momento de escribir la primera letra, el fuego del cirio que dejé ardiendo junto al dintel se agitó y me di cuenta entonces de lo inútil de la estratagema, porque me quedé en el sitio, paralizado, más que por el miedo, por la expectativa, por la intriga de conocer la identidad de quien se adentraba por el pasillo de mi casa en aquellas horas de ventolera oscura revuelta en hojas secas. La vela bailó al ritmo de los pasos firmes, que se acercaban inexorables. Distinguía un rumor familiar de tela pesada, quizá mojada, arrastrada con prisa y decisión. Súbitamente la vela se apagó. Entonces, en la penumbra de la estancia, como surgida de la imaginación, apareció la figura contundente, abrigada y bella de Dolores, mi Dolores, que al poco de atravesar el umbral se detuvo y, en pie, firme y hermosa como una columna corintia, me reclamó ansiosa con sus ojos negros. No lo dudé. Me levanté y en un instante la estaba abrazando, oliendo la humedad de la madrugada en su ropa gruesa, deshaciendo el pañuelo sobre la cabeza, revolviendo el pelo hasta dejar caer su larga melena sobre la espalda. A cada prenda que nos quitábamos, nos íbamos acercando al suelo. Primero de rodillas, como penitentes siameses, besándonos en el cuello, en el pecho, en la boca. Caímos tumbados definitivamente, y entonces la vela que iluminaba la hoja en blanco se apagó. Al abrigo de la luz de la última espelma nos amamos con urgencia cautiva en aquella noche de otoño. Yacimos unos minutos, abrazados, calentando los cuerpos con el aliento, hasta que Dolores se desprendió de mis brazos y sin mediar mirada dijo que se iba, que me había deseado toda la semana, y que no sabía si podría volver a verme. “Haré lo que quieras amor, lo que quieras, pero no me dejes, no puedo estar sin ti. Podemos irnos juntos, ahora mismo, dejar Madrid. Tengo buenos amigos en Francia. Podemos hacer lo que tú quieras que hagamos, pero no me digas que ya no podemos vernos. Lo que quieras, ¿me oyes? ¡Lo que quieras!”. Mientras se vestía me dijo que si me iba a quedar desnudo sobre el suelo todo lo quedaba de noche. Me calcé como pude los pantalones y la besé. Giró sobre si misma y, con el vuelo del vestido, la última vela dejó de arder. Sin decir más, como si tuviese desde siempre la facultad de ver en la oscuridad, caminó decidida por el pasillo, cerró de golpe la puerta y se fue.
Bebí todo el vino que quedaba. Ni siquiera miré por la ventana para ver cómo se alejaba. Encendí de nuevo la vela del escritorio, hundí la pluma en el tintero y empecé a escribir:“En la noche de hoy he encendido tres velas. Una para escribir, otra para amar y la tercera para huir. Ninguna de las tres ha cumplido su cometido […]”. Por supuesto, esa pieza jamás se publicó.
Vuelvo mañana
El cuadro es de Joseph-Benoît Suvée y se titula «Butades o el origen de la pintura» (1791). Según se escribe en el blog en el que lo he encontrado http://asailorosalia.blogspot.com/ representa a una joven mujer de Corinto, hija de un artesano llamado Butades, que, con un carboncillo y siguiendo la sombra proyectada a la luz de una vela, traza en una pared la silueta de la cabeza de su amante, que está a punto de marcharse, para así conservar su imagen, o como dicta la tradición primitiva, también su alma.