Definir a estas alturas qué es el mito sería tanto como escribir sobre una sábana blanca, en grandes letras negras, la palabra “tontos”, y salir con ella a la plaza a la hora de los vinos. A la vuelta de un minuto se habría dictado el edicto de mi exilio. Sin embargo, a mi no me vendría nada mal recordar un par de cosas al respecto, porque desde que tengo uso de razón tiendo a prescindir de ella cuando, al echar un vistazo a la realidad, siento la necesidad de explicármela.
Quiero decir que para que yo eleve algo o alguien a los altares no hace falta más que mi soberana voluntad y el convencimiento irracional de que la cosa lo merece. Así de arbitraria es mi mirada sobre el mundo. Así soy de proclive a magnificar y a beatificar con la santificación de mis simpatías a personas o colectivos víctimas de injusticias, toda la gama de malditos y malditismos, artistas olvidados, tierras legendarias, guerrilleros traicionados, científicos incomprendidos, muertos precoces, actrices voluptuosas, actores feos, minorías oprimidas, filántropos millonarios… y recuerdos olvidados, tan lejanos, que al evocarlos surgen nuevas realidades que distan mucho de parecerse a lo que de verdad ocurrió.
Es tan veleidoso, subjetivo y quimérico mi juicio ante lo que me rodea que a menudo sufro grandes batacazos. Me doy unas hostias de padre y muy señor mío, de las que casi nunca salgo bien parado y durante un tiempo me sumen en un desencanto irrecuperable, hasta que de repente algo substituye al mito caído, y ya todo vuelve a ser igual de emocionante. Los que me conocen y me quieren me ha llegado a decir, para ver si espabilo, que soy carne de secta.
Recuerdo, por ejemplo, el día en que por primera vez pisé una fábrica. Apenas había estrenado mi mayoría de edad. Me contrataron como peón durante los tres meses de verano y trabajaba en el turno de mañana, de 6 a 2 . La empresa que me contrató producía y vendía pinturas, barnices y disolventes y era una de la media docena de factorías situadas en el entramado urbano del pueblo en el que nací, al norte del cinturón industrial barcelonés. En aquellos años las fábricas todavía señalaban el final y el inicio de los turnos a través de una potente sirena que sonaba igual que la alarma de un bombardeo aéreo, de manera que durante un cuarto de hora, dos veces al día, todo en la ciudad era ruido y trasiego de obreros en las calles.
Aquellos eran tiempos de lucha. El primer gobierno del PSOE puso en marcha una salvaje reconversión industrial y los sindicatos todavía se llamaban así mismos de clase. Yo, por entonces, empezaba acceder a la historia contemporánea sin censuras, de la mano de profesores más o menos rojos, y me había formado cierta conciencia. Auspicié en mi pensamiento la idea de que el proletariado, por el hecho de serlo, era víctima de la patronal, o de lo que entonces empezaba a llamarse del sistema. Por supuesto, un obrero, en compañía de otros, suponía una fuerza imparable, y la solidaridad entre ellos era tal, que un día no demasiado lejano las cadenas de la opresión se romperían y todos unidos caminaríamos abrazados, hombro con hombro, para ver nacer un hombre nuevo.
De modo que la noche antes al primer día en que pisé aquella fábrica no pegué ojo. Iba a ingresar en la Historia con mayúsculas; iba a ser protagonista, junto a otros camaradas, de la lucha por la libertad. Experimentaría el compañerismo sin reservas, la generosidad franca y la amistad imperecedera, hasta la muerte.
Así que cuando el despertador señaló las 5 de la mañana yo ya estaba vestido. Al calzarme el mono azul sentí algo extraño. Envolví en papel de aluminio el bocadillo que mi madre me había preparado y salí a la noche de camino a la fábrica, recordando las palabras que me había dicho mi padre poco antes de acostarme: “No te destaques hijo. Allí, ver, oír y callar; hazme caso, sé de lo que hablo”.
Al llegar encontré en la entrada a unos cuantos trabajadores que apuraban el cigarrillo. Me di cuenta de que sólo yo vestía con aquella ropa. Dije buenos días y nadie me respondió: algún soslayo desdeñoso, mofas indiferentes y risitas enredadas en toses.
Me presenté al portero. Después de consultar una lista me indicó cómo llegar hasta el lugar al que tenía que dirigirme y el nombre de la persona a la que debía de presentarme. Así lo hice. A excepción de las palabras justas con las que acaté las órdenes del encargado, me pasé las ocho horas de mi turno casi sin hablar con nadie. Mi trabajo consistía en vaciar dentro de una tolva miles de botes de pintura defectuosos que se apilaban en una gigantesca plataforma. Tenía que pincharlos con un punzón de hierro, apuñalarlos, y desangrar su contenido de colores en el interior del depósito donde poco a poco crecía el volumen de una sopa espesa, maloliente; un caldo acrílico de verdes, rojos, amarillos, malvas y blancos sumamente tóxico, y en apariencia, extraordinariamente luminoso, de una viveza sicodélica. Hubo un momento en que necesité ayuda para mover la gavia donde lanzaba los botes ya desangrados, pero todo al que se lo pedí esquivó la petición. Finalmente pude hacerlo porque me ayudó otro imberbe.
La jornada completa permitía 20 minutos de descanso para comer el bocadillo y un par de escapadas a los lavabos donde, aprovechando la adicción al tabaco del jefe de producción, la plantilla se escaqueaba para fumar en horas alternas y convenidas. Encerrado dentro de unos de los cubiles dispuestos en línea que contenían los retretes, fumando bajo aquella niebla pestilente de humo y efluvios diversos, pude escuchar en todas y cada una de las jornadas durante aquellos tres meses, conversaciones muy edificantes cuyos contenidos consistían, básicamente, en delaciones y difamaciones sobre trabajos sin hacer o mal ejecutados, halagos, peloteos, insultos, intercambios de turno, sobornos, el fútbol, las tetas de las compañeras, y cosas así. Las puertas de los retretes eran testimonios vivos de esos debates. En ellas se veía dibujado a rotulador un amplio muestrario de genitales conceptistas, y se podían leer, por ejemplo, frases como “Gomez hijoputa” “la Pepi la chupa gratis en el almazen” “Capdevila te voi a meter un pote de aguaras por el culo” “Prats lameculos pelota chivato”, “casiguapo se tira a la madre del Cuenca” “Yepaculs será el teu avi, cabró de merda” “tengo diarrea y guele a chupatintas” etc.
Algo parecido ocurría en los minutos del bocadillo, pero más atenuado, quizá porque nos veíamos las caras sentados a la mesa del comedor, aunque ese lapso de tiempo se invertía, sobre todo, en despotricar de cualquier empleado con alguna cota de poder. No tardé mucho en comprobar que los que ponían más empeño en soliviantarnos con sus chismes eran los mismos que hacían misteriosos apartes con los encargados en los rincones menos transitados de la factoría y, curiosamente, los que ocupaban los puestos menos insalubres o realizaban las tareas más livianas. Después estábamos todos los demás, los pipiolos, y la gran masa de compañeros, trabajando, cumpliendo religiosamente con la hoja de producción del día sin olvidar, ni por un segundo, mantener a buen recaudo las espaldas.
(Continua aquí)