jueves, 17 de noviembre de 2011

El mito y la furia (III)


(Viene de aquí)

Cuando el avión aterrizó en Sondika faltaban unas pocas horas para la media noche. Un taxi me desplazó desde el aeropuerto hasta el centro. El taxista apenas abrió la boca. Así es que lo único que escuchaba era la voz radiofónica que narraba el partido de fútbol entre el Athlético de Bilbao y otro equipo europeo. El énfasis de la narración se mezclaba con el sonido del vehículo sobre el asfalto mojado, atravesando pueblos y barrios obreros. Me daba la sensación de que el taxi, en vez de rodar, se deslizaba sobre una humedad antigua. De hecho, al oír exclusivamente el sonsonete del locutor y el ruido del coche, me invadió la certeza de que me estaba internando clandestinamente en un lugar al que nadie me había llamado, porque lo que veía a través del cristal era una ciudad desierta.

Además, las farolas iluminaban la noche
de una manera agónica ; vertían sobre las fachadas de los edificios una luz cerúlea, tan tenue que parecía como si de un momento a otro se fuesen a apagar. De modo que todo en su conjunto ofrecía una atmósfera de irrealidad gris, de ensueño en claroscuros salpicados por la diagonal de las líneas delgadas del sirimiri que caía constantemente. Al contraluz, la lluvia parecía detenida en el aire, como si aquellas finísimas gotas de agua con forma de acento se quedasen levitando para transferir a la piel de los vascos la música tan peculiar con la que hablan.

En muchas calles por las que pasaba, sobre el dintel de los bares, vi banderas rojiblancas, pero no vi ikurriñas. Me atreví a preguntarle al taxista el porqué de las banderas y me explicó con gran sobriedad (y claridad meridiana) que los bares de Bilbao que ofrecen en su televisión el partido del Athlètic , izan sobre sus puertas una bandera del club como señal de que en aquel lugar se puede ver. Aquel hombre no tenía ni la más remota idea de que dándome aquella explicación acababa de abortar mi imagen particular de Bilbao, nuevamente mítica, porque, aunque a priori la había confirmado, después de aquella respuesta la ciudad dejó de ser, por ejemplo, el color del hierro cubriéndolo todo; el olor a soldadura, a viruta de acero y a taladrina; el trasiego de hombres yendo y viniendo, cabizbajos, de sus casas a los altos hornos, a los astilleros, a las pequeñas herrerías, antes y después de que se pusiese el sol, vestidos con el mismo mono azul con el que yo me vestí en mi primera madrugada laboral, cuando se derrumbó como una torre sobre el barro uno de mis primeros mitos.

De manera que la razón por la cual la ciudad parecía desierta no era otra que el partido de fútbol, que sus habitantes estaban viendo entre zuritos, vinos i txakolís. Es decir, que los bilbaínos no transitaban durante aquellas horas por puro placer. Ya quedan lejanas las jornadas interminables, la insalubridad del aire, la suciedad del suelo, el miedo a la algarada o el sonido inquietante de unos pasos en la espalda. Las calles de Bilbao habían decidido, por fin, tomar la merecida venganza a tiempos cercanos y en la conciencia de su soberanía ejercían su derecho a la soledad plácida de la noche, al menos hasta que el partido finalizase. Entonces, nuevamente, y durante unos instantes, todo sería bullicio y tránsito libre, para dejar paso al descanso en el hogar de cada cual, como en cualquier otra ciudad de ciudadanos emancipados.

Finalmente, después de casi media hora de trayecto, llegué al hotel. Estaba situado en la margen derecha del paseo que bordea la ría. Si caminaba a la izquierda llegaba en pocos minutos al Ayuntamiento y al casco viejo; si caminaba hacia la derecha, llegaba al museo Guggenheim, cruzando previamente la ría por alguno de sus puentes. Es decir, que estaba en un lugar inmejorable. De modo que, aunque la hora y la meteorología no invitaban al paseo, decidí dejar la maleta y salir a dar una vuelta, a respirar la humedad de la ría, a proyectar mi sombra contra la luz mustia y a dejarme empapar por el agua perseverante que cae a menudo sobre Bilbao, igual que si fuese una enseñanza, el ejemplo que casi a diario ofrece aquel cielo con el que muestra a sus mujeres y a sus hombres las virtudes del tesón.

Escogí el camino que llevaba al Guggenheim. Caminé despacio, siguiendo la dirección del agua hacia el mar. El silencio y la soledad eran abrumadores. Tanto era así que en aquellos precisos momentos creí por un instante estar solo en el mundo; que la presencia de la humanidad en la tierra se limitaba a mi persona. Nadie se cruzó conmigo; tampoco vi a nadie al otro lado de la ría. Sobre ella se reflejaban turbias las fachadas, o más bien su reflejo amarillento, un espejismo trémulo de ventanas y piedra que parecía escaparse por entre la corriente ligera. Hasta que llegué al museo. Entonces me detuve, porque el espectáculo era, de verdad, sobrecogedor. Creo que quien haya visto en una noche de sirimiri ese edificio proyectando sobre la ría sus reflejos coloreados de titanio entenderá lo que digo y discutirá, igual que lo haría yo, con cualquiera que le acusase de exagerado, de haberse contagiado de la costumbre de los bilbaínos por engrandecer hasta el paroxismo todo lo suyo. No. Definitivamente: aquello era real, y nada tenía nada que ver con mito alguno.

Allí estuve mojándome media hora larga. Sin embargo, no tenía frío. El agua me resbalaba por la cara y a veces sacaba la lengua y bebía gotas sorprendidas que me debieron provocar una especie de efecto alucinógeno porque en algún momento creí que el edificio se había transformado en un ser vivo, en un ser mitológico que dormitaba con un ojo abierto y respiraba plácido, inflando y desinflando su panza plateada. Y también pensé que ya volvía a las andadas, que lo mejor para ahuyentar la tentación era caminar otro poco y buscar vino y refugio en un bar. Así lo hice, aunque finalmente no logré deshacerme de la idea de que aquella obra de arte había actuado sobre la ciudad como un dios que, gracias a su divina voluntad, hubiese cambiado para siempre a los hombres; un dios que, con la sola disposición de su presencia, hubiese abierto las puertas al mundo para que cientos de miles de personas supiesen de las bondades y de las virtudes de los habitantes de aquella tierra.

El partido ya había acabado. Las calles parecían resucitar. En el bar algunos parroquianos todavía discutían si el entrenador había tomado las mejores decisiones. Creo recordar que hubo empate, sin goles, y que el Athlètic jugó mal.



(Continua aquí)

7 comentarios:

ESTER dijo...

Confirmo mi creencia: los mitos no existen.

Quien se aferra a un mito...muere.


Un beso, NENA

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Nena, yo creo que lo no existe es la realidad en la que se basan los mitos. O de otra manera:existe un mito en cuanto hay alguien lo fabrica. Otra cosa es que se corresponda con algo objtivo, concreto o empírico.
Yo soy un gran fabricante de mitos, y te aseguro que me amparan, hasta que me doy la gran hostia, pero entonces, como ya dije, fabrico otro.
Un abrazo y mil besos

Anónimo dijo...

Pobrecito, que buena tu visión! Realidad y mito indisolubles. Felicidades!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Así los llevo yo a cuestas, anónim@.
Un saludo y gracias por pasarte por aquí

Anónimo dijo...

Disculpe la injerencia, mi querido desconocido, pues no es que nos conozcamos salvo por el malentendido del otro día.
Solamente quería dejarle una pregunta: ¿alguna vez El escritor donde ha dejado usted dos comentarios hace unas horas, el Argentino, ha escrito su respuesta o le agradecido su aportación en este, su blog?
Créame, censura lo que no le gusta y sólo ha vuelto a aceptar comentarios debido a que sus últimos pots apenas si los tenían, uno o ninguno, y recuerde esto, cada vez que usted o cualquiera le comenta o le menciona, desde un blog plebeyo, pues él es Patricio, le proporciona una publicidad que le viene de perlas. Como escritor de novelas es plano, sin interés alguno y que sólo se acuerda de lo que quiere respecto a la historia de su país, donde por cierto se podía haber quedado…
Sin más, tome esto como una sugerencia, sólo eso, pero se lo cuento, porque ha despreciado a todos los blogueros en un artículo, por llamarlo así y se ha quedado tan ancho.
Saludos y perdón de nuevo por la injerencia.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Me va a perdonar Pforsini, pero no sé de qué ni de quién me habla.
Habitualmente participo en los blogs de R.Reig, de A. Rodríguez-Fischer, del Buscador de Tusitalas, de las Crónicas de Ataulfa, de Manuel Rico, de nuestro común Tongoy, de Los Cuadernos del Mendigo, a veces de Jesús Ferrero y, útimamente, de Huesos de Sepia.
Esa es mi actividad bloguera. Me gustaría danzar por ahí más, pero ya sabe, el tiempo...

Si hay algo que me haya perdido, pot favor, no deje de explicármelo

Un saludo, amigo

Anónimo dijo...

Pues es muy sencillo, mi estimado desconocido. http://pforsini.wordpress.com/2011/11/11/carta-abierta-a-d-patricio-pron-de-un-plebeyo-bloguero/
Con sólo leerlo lo entenderá todo.
Saludos.