jueves, 24 de noviembre de 2011

El mito y la furia (IV)

(Viene de aquí)

No escribí esto en el hotel de Bilbao en el que me alojé. Lo escribo ahora, en la distancia de los días que separan el presente de aquel viaje. Y más allá del espacio de los años, que se abre igual que una gigantesca boca, por donde se han precipitado, uno tras otro, todos los mitos que he sido capaz de construir, los bocados ansiosos que he ido comiendo del plato de mi vida y que me han provocado esta larga y pesada digestión.

El cuerpo me pide ahora seguir hablando de Bilbao, continuar andando como un sonámbulo por el camino que marca el relato de mis quimeras. Pero voy a ser fuerte, voy a imponerme, y voy a sujetar la historia. Dijo una vez Vila-Matas que el escritor que permite que se despendolen sus personajes y sus historias es un pusilánime. Yo no soy escritor, y tampoco he creado personaje alguno digno de serlo. Pero como si lo fuese, como si lo hubiese, porque al fin y al cabo lo que hago aquí es escribir y, a la postre, soy el personaje que recuerda y, al mismo tiempo, que protagoniza mis recuerdos para transmitir un puñado de frustraciones que han jalonado mi vida y que - quiera yo o no quiera, independientemente de mi voluntad- continuaran condicionando la experiencia de cada unos de los días que me quedan por ver.

En cualquier caso, pongo en práctica el consejo de Don Enrique (ya tiene una edad). Puedo volver en otro momento sobre Bilbao y sobre mis mitos asociados, porque retengo en la memoria, de la misma manera que me posee mi piel, la furia que sentí y que tuve buen cuidado de no expresar al pasear por las calles de uno de los pueblos de la margen izquierda de la ría.

De ahí que, ahora mismo, lo mejor que puedo hacer es explicar que a la mañana siguiente a mi llegada tenía que estar en la Universidad del País Vasco, en el campus de Leioa. Nos recogió a todo el grupo un autobús a las puertas del hotel. Era muy temprano. Tomé asiento y no pasaron ni cinco minutos cuando empecé a sentir una dulce modorra, ese momento en el que uno volvería sobre sus pasos porque llega a la conclusión de que donde de verdad se está bien es, calentito, acurrucado en la cama. Hice esfuerzos por no quedarme dormido. La mañana prometía un sol radiante y podría ver la ciudad con todo detalle y en todo su esplendor. Apoyé la cara contra el cristal y entre el sopor del madrugón, el frescor del cristal, el destino al que nos dirigíamos y mi disposición natural a dejarme llevar por las sensaciones, me sobrevino lentamente un estado de semiinconsciencia que a menudo suelo experimentar y que me permite aparentar que estoy en un lugar cuando en realidad me encuentro en otro. Es decir, que quien está junto a mí o a mi alrededor puede percibir objetivamente mi presencia física. Es más, si me saluda incluso soy capaz de responder. Sin embargo, todo mi ser, la esencia completa de mi persona y la energía que la sostiene y que la hace funcionar se encuentra lejos, tan lejos como la distancia desde el lugar en cuestión al rincón más remoto que alguien pueda imaginar. Y por ahí, seguramente, en esos desplazamientos súbitos a las zonas más apartadas de mi mente, se cuelan las ideas y las imágenes que configuran la convicción de que todo lo que veo, toco y vivo debe ser perfecto, ideal, o, como mínimo, debe de tener su correspondencia simétrica con la sombra del prototipo proyectada en la cueva de los mitos.


Cuando somos todavía unos críos esto sucede siempre así. Quiero decir que la realidad que vivíamos a diario nunca entraba en conflicto con nuestros sueños y por eso no sufríamos más frustración que la estrictamente material, cuando por ejemplo, se nos negaba algo que queríamos poseer a toda costa. Yo, al menos, era capaz de separar las fantasías de la vida. Es más, por lo general consideraba que la realidad ya era perfecta, o sea, que encajaba como mi mano en un guante a lo que tenía que ser, entre otras cosas porque no conocía más que la que yo vivía. Mi madre me bañaba dentro de un barreño de cinc sobre la mesa destartalada de la cocina con agua calentada en una olla, y para mí aquello era el baño, además del momento único en el que se mezclaban el sonido metálico del agua, las indicaciones de mamá, el olor del jabón barato y el vapor que emanaba de las lentejas cociéndose muy despacio en el fogón. Después tuvimos cuarto de baño, pero aún así no me parecía que el sistema anterior fuese peor, aunque tampoco echaba de menos el barreño en la cocina. Es decir, que las cosas eran de una manera porque no podían ser de otra, y eso, a edad temprana, inmuniza y genera anticuerpos.

Pero lo mejor de todo es que eso era así no porque nos educasen para que así lo viésemos, o porque vivimos tiempos sin comodidades, con carencias que ahora nos parecerían propias del subdesarrollo, sino porque ese punto de vista sobre la realidad, desprovisto de cualquier idealización, se corresponde con la infancia y, curiosamente, es un enfoque mucho más maduro que el que vamos adquiriendo a medida que crecemos, cuando el deseo se acrecienta, cuando vamos configurando nuestras expectativas sobre lo que tiene que darnos el mundo, sobre lo que debería ser la vida y entonces, ¡ay entonces!, pocas cosas son como queremos que sean.

Mientras me dirigía al campus universitario de Leoia, recordardaba, por ejemplo, mis primeros años de colegio, mis primeras experiencias en la educación. No tengo memoria de haberlas vivido con expectación. Quizá con incertidumbre y un poco de miedo. Mi madre me dejaba allí todos los días, junto a más niños, todos vestidos igual, con una bata de rayas apretadas azules y blancas que nos llegaba a las rodillas. Nos la ajustábamos a la cintura con un cordón y a mí, al principio, me parecía que nos habían puesto faldas. Mi nombre, y el de todos los demás, estaba bordado en un bolsillo a la altura del pecho, en el lado izquierdo. Mamá me dejaba en la puerta, me daba un beso y me decía que me portase bien, y a continuación ya estaba allí dentro, sin ella, una criatura en el interior un microcosmos aislado en el que convivían centenares de criaturas más, dentro de un lugar que se regía con otras reglas, donde todo olía diferente, todo sonaba distinto; un espacio cerrado al mundo exterior en el que el cariño, el amor y el amparo se tornaban en disciplina, obligación y custodia.

La cosa es que todos aceptábamos con una madurez extraña y con muy pocas explicaciones -que seguramente no entendíamos- aquella situación, y asumíamos que la mayor parte del día la teníamos que pasar allí para memorizar operaciones matemáticas, para aprender que una serie de signos dispuestos en pequeños grupos significaban todo lo que veíamos. Es decir, que estábamos allí, sin saberlo, para descubrir el mundo de la mano de unos señores mayores con cara de limón y, desgraciadamente, debido a esa especie de juicio innato que la edad temprana nos proporciona, no tuvimos la oportunidad de construir el colegio ideal porque el colegio era aquello, y sabíamos que no podía ser otra cosa. Por eso creo que nuestra naturaleza nos escamotea una de las enseñanzas más importantes que deberíamos aprender cuando somos unos niños: que existen los mitos, que los creamos nosotros y que cuando certificamos que no se corresponden con la realidad, entonces lo pasamos mal. Esas lecciones las aprendemos con la edad, maldita sea, como la que aprendí a los dos primeros meses de estudiar en la universidad que - parece ser- aproveché igual que la que dio Don Enrique a quien quisiera escucharle. Prometo intentar poner en vereda esta historia.

(Continua aquí)

8 comentarios:

ESTER dijo...

Eso de que no eres escritor.......

La más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir.
Camilo José Cela (1916-2002) Escritor español.


Dale con los mitos! Pues hombre, si sabes que al final te vas a dar la gran hostia...no la busques!


Un beso, NENA

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Muchas gracias por el cumplido, Nena. No acabo de estar muy de acuerdo con Cela, ni en eso, ni en casi nada de lo que dijo. Para lo que dice Cela que sirbe un escritor ya tenemos a los historiadores. De hecho, lo que dice Cela es una perogrullada porque todo artista refleja con su obra la época en la que vive porque forma parte de ella.
El escritor no sólo es quien escribe. El escritor es quien ama la literatura, quien busca verdades con sus letras, y quien tiene el talento, sobre todo, de captar en las profundidades las virtudes y los delitos humanos a través de una expresión auténtica, singular y bella.

Como comprenderás, a mi me quedan todavía muchas sopas de comer, y no sé ni siquiera si las quiero comer. Decía Roberto Bolaño que un escritor es como un gladiador, que a sabiendas que saliendo a la arena va a perder, no le queda más remedio que hacerlo. A mi me falta mucho coraje para asumir una afirmación como esta.

Y en cuanto a los mitos, como le dijo el escorpión a la rana: no lo puedo evitar, es mi naturaleza

Un besazo fuerte, Nena

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Uf! se me ha escapado la b en sirve.
están tan juntitas...

klee dijo...

a mi me cuesta escribir, y la mayoria de las veces no consigo expresar las ideas o sensaciones que tengo de un modo nitido.
Leyendote tengo la sensación de que tu si que lo consiges, podría decirte que hasta te escucho con una voz tranquila,siento como los mitos se te enredan entre tus dedos.
un placer leerte..

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Klee,creo que lo te ocurre a ti nos ocurre a todos los que escribimos, tanto a los que empezamos a como los que ya están cosangrados. De ahí la definición de Bolaño: siempre se pierde, pero no hay más remedio que seguir porque es un impulso que sale de dentro.

Eres muy amable. Sé bienvenido a este espacio.
Un saludo cálido

Ana Rodríguez Fischer dijo...

Otro escritor notable, Javier Marías, concuerda con Don Enrique en cuanto a la pusilanimidad de los escritores que, creyendo hacerse los interesantes (o intentando un relato de intriga) dicen eso de que se les rebelan los pesonajes.
¡Adelante!
¡Ah! La bata de colegial es ¿entrañable?
Abrazos!

Anónimo dijo...

Pobrecito, yo nunca sentí en mi infancia que las cosas eran comno debían ser. Sabía que cada niño y cada casa de niño, eran mundos diferente e irreconciliables.
En un colegio nacional de un pequeño pueblo, con unos cuarenta y pico alumnos por clase y en los años 70, no podían engañarnos. La realidad se sentaba a a tu derecha o a tu izquierda, en la fila de atrás o en la de delante, siempre cambiante. Aquel cole, aquellas clases eran - como hoy son - el reflejo exacto del mundo. Nadie era igual a nadie. El abanico de realidades/mundos era tan grande!!!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ana, seguramente a ambos, en algún momento, se les rebeló alguien, y no pudieron evitarlo. O quizá es que ninguno de los dos ha creado criaturas, personajes de carne y hueso, sino entes que llevan sobre sus espaldas conceptos, neuras, psicosis, traumas, verdades que surgen y que deben explicarse por la boca o a través de nombres y apellidos, sin cuerpo.

Anónimo, es verdad, todos veíamos diferencias, pero hasta las diferencias se asumían, pensábamos que así debían ser. Hoy la infancia tiene acceso a otros mundos, y exige, exige, y se frustra, y crece, y crece... Hoy día, es habitual, por ejemplo, que el coche de la familia lo elija el niño, porque papi y mami quieren que participe...
A nosotros no podían engañarnos, porque incluso renunciábamos a soñar que algun día tendrñiamos algo de lo que poseía algún privilegiado...
Interesante punto de vista. interesante debate. Así da gusto