Imagínate a la orilla del Mediterráneo, primavera de un día fresco de abril. El cielo, que de tan azul miente, apenas está moteado por unas cuantas nimbomeninas. Sopla el viento suficiente como para pensar en ponerte la chaqueta, pero no tan molesto como para hacerlo. El mar se acerca a la arena por costumbre, para certificar su presencia, con un leve rumor constante de eses sosegadas. La luz del sol no quema, ilumina las fachadas blancas, y las torna lámparas de cal y todo queda envueto de un fulgor amable que presagia el atardecer.
Tu estás en la terraza de un bar, sentado, después de comer, tomando tranquilamente un whisky, moviendo con el dedo pedacitos de hielo que flotan dormidos, dejándote llevar por el sopor, creyendo que los minutos van a pasar así, eternamente, entre el calor digestivo y la brisa que, quizás, sin tu saberlo, ya amenza viento y en unas horas se convertirá en la tormenta que descargará la furia de su lluvia sobre las mesas en las que charlan descuidadamente las personas, mientras más allá de donde alcanza la vista la galerna ya se ha apoderado del mar.
Tu estás en la terraza de un bar, sentado, después de comer, tomando tranquilamente un whisky, moviendo con el dedo pedacitos de hielo que flotan dormidos, dejándote llevar por el sopor, creyendo que los minutos van a pasar así, eternamente, entre el calor digestivo y la brisa que, quizás, sin tu saberlo, ya amenza viento y en unas horas se convertirá en la tormenta que descargará la furia de su lluvia sobre las mesas en las que charlan descuidadamente las personas, mientras más allá de donde alcanza la vista la galerna ya se ha apoderado del mar.