Los talibanes y
usufructuarios de la identidad suelen argüir afinidades, características cromaticoepidérmicas similares, árboles genealógicamente puros, usos lingüísticos y culturales
coincidentes en un territorio concreto para señalar como extranjeros, ajenos,
inmigrantes, colonos, recién llegados y otros apelativos peyorativos, más o
menos hirientes, más o menos paternalistas, a quienes no coinciden con el canon
establecido por aquellos que presumiendo de su pureza genética y toponímica y
en activa militancia nacional exigen de ellos el cumplimiento estricto de las
costumbres, aprendizaje exhaustivo del idioma, renegación de su idioma de
origen, respeto y adoración a sus
dioses, apostasía de sus anteriores
creencias, adhesión inquebrantable al folklore, soporte fanático a sus clubs
deportivos, emoción sincera ante el himno y lágrimas patrióticas ante los
colores ondeantes de la bandera en la que, según parece, confluyen de modo mistérico todos y
cada uno de los ingredientes que conforman la identidad.
Así es que,
efectivamente, es posible que todos esas personas, profetas irredentos de la
identidad, se sientan idem en clausura y se vean únicamente a
sí mismos como lo mismo, siempre lo
mismo, gracias a las fronteras reales o imaginarias que circundan un territorio
supuestamente propio, al que llegaron por azar del mismo modo y por el mismo
lugar que llegamos todos al mundo, desprendidos de la placenta, entre llantos
desgarrados de dolor olvidado al abandonar el único paraíso posible, el vientre
cálido y silencioso de una madre.
Es decir, la identidad de
quien siendo idem de mí cree que es
diferente a mí surge y cobra sentido cuando, no contento con identificar mis
cuatro extremidades, mi rostro humano,
escuchar una voz y el latido de un corazón, utiliza las singularidades que cree
oportunas y siente la necesidad de enfrentarlas a partir del momento en que
todas esas características socioculturales, tan arbitrarias y dinámicas como
una bandada de estorninos, llegan a consagrarse final y fatalmente como el todo predominante
en una gran sinécdoque, gracias a la cual algunos individuos, a pesar de resultar ser
siempre los mismos, aquí y en Pernambuco, se
transforman en mis peores enemigos.
No es la exacerbación de
la diferenciación cultural y costumbrista la única fuente de idems enclaustrados. La conciencia de
ser “Patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales…” fue, es y
será fuente eterna de enfrentamiento, guerra cruenta y dolor inmenso. De hecho,
Marx afirmó, sin que hasta el momento nadie le haya rebatido, que el
reconocimiento íntimo y colectivo de un determinado estatus en la
historia, en las relaciones laborales y económicas (esto es , en el mismo
acontecer de la vida) y la identificación de quienes se oponen al bienestar
humano porque se adueñan de los medios de producción, conduce a una
determinada identidad gracias a la cual el individuo se identifica con idems , se agrupa y lleva a cabo la lucha de clases, el motor
de la historia. De manera que, de algún modo, la identidad o conciencia de
clase produce más o menos los mismos resultados que la homogenización nacional,
pero en virtud de otros elementos diferenciadores o claustrales, a saber, la
explotación humana, el lugar que ocupamos en ella y la distribución de los
recursos y de la riqueza.
En este caso, los
poderosos han defendido siempre a ultranza sus privilegios y la posición
preponderante a lo largo de la historia desplegando, por ejemplo, el paraguas
de la nobleza, que les identificó- y todavía les identifica- como grupo de
poder, en la cúspide de la pirámide social, a la que únicamente se podía acceder
a través del nacimiento, la herencia o el mérito de guerra. De hecho, el poder
siempre ha encontrado el modo de mostrar y blandir como una espada la identidad
de quienes lo ostentan, y no sólo a través de la visibilización de la riqueza.
Los usos y costumbres, las formas, las modas, el gusto por lo exclusivo, la
afectación, determinadas expresiones
artísticas o culturales, o incluso las
extravagancias liberadas de cualquier prejuicio o norma fueron, son y serán
banderas identitarias de clase tan efectivas como las nacionales, las cuales
son tejidas en sus cochambres por miríadas de seres
humanos que aspiran sin rubor a ser reconocidos por aquellos que les explotan,
renegando, siempre que sea preciso, de
su idem maldito.
Y es que ambas
modalidades identitarias -la de clase y
la nacional- mantienen a lo largo de la historia una relación íntima, casi
diría que simbiótica. Porque cuando el común, el pueblo llano, la servidumbre,
el proletariado, la plebe, los vasallos, el ciudadano de a pie llega al límite
de su paciencia, ya no puede más y consciente de la fuerza que le otorga el
número, harto de servidumbre, injusticias, corrupción y explotación decide organizarse para tomar
lo que es suyo y acabar con los privilegios de quienes le oprimen, éstos, con
tal de conservar las prerrogativas de su posición, no dudan en ofrecer al sublevado el señuelo de
un enemigo que pretende atentar contra
la bandera por la que los
abuelos, los abuelos de sus abuelos y así hasta el inicio de los tiempos, vertieron la sangre sobre la que se construyó su nación, la tierra de
sus ancestros y de sus dioses, el lugar
singular de costumbres e idiomas propios que les identifica como idems y que es necesario defender, por encima de cualquier otra consideración,
porque antes que miserables vasallos o
nobles señores somos patriotas. Y tanto da quién ara, riega y siega los campos;
tanto da quién acumula los frutos, dicta los precios y cobra los impuestos, ya
que lo realmente importante es acudir sin reservas a la convocatoria de la
patria y sacudirnos de encima el sambenito de traidores. Siempre ha sido así.
De la identidad, de su ausencia,
utilización política, virtudes cohesionadoras y perversidades destructoras trata el nuevo libro de Lorenzo
Silva que ha titulado “Castellano”, en el que, entre otras cosas, narra el
levantamiento en armas de trece ciudades castellanas contra el emperador
Carlos V en la segunda década del siglo XVI, y que ha pasado a la Historia como
la revuelta de los Comuneros, una de las primeras revoluciones europeas y el primer
intento de república federal española. El trabajo no es una novela, y
tampoco un ensayo. Dice su autor -madrileño de nacimiento- que ‘Castellano’ “es
el relato de un viaje: de cómo, contra todo pronóstico, alguien que nunca tuvo
noción de ser nada, en términos de adscripción colectiva, acaba sintiendo y sintiéndose
algo […] Quizás se pueda llamar novela. O quizá no. Decídalo quien lo lea”
Yo decido que, efectivamente,
el último libro de Lorenzo Silva es un ensayo en toda regla, en el que, tal y como el
género obliga, el autor ofrece una serie de reflexiones que nacen de su conciencia
interior, de su particular visión de la vida y de la Historia, ilustradas por uno de los acontecimientos
históricos más tergiversados de la historia de España.
Las vicisitudes de los
nobles, artesanos, comerciantes campesinos y clérigos, de las principales ciudades que por entonces
formaban los dominios del reino de Castilla entre 1520 y 1523, en abierta
rebelión contra su rey (ni más ni menos que el emperador del sacro imperio
romano germánico) le sirven a Silva para deliberar sobre su propia identidad
y para compartir con el lector las conclusiones que extrae de un viaje que, en
ocasiones, debido a su sinceridad, honestidad, y fuerza emocional, nos acerca a
territorios que sobrepasan las fronteras del ensayo, a espacios más propios de la lírica o de
la confesión autobiográfica.
Creo que esta es una de las grandes virtudes del libro, porque mientras se lee, algo así como un pulso sonoro y constante surge de lo profundo de cada párrafo ante un descubrimiento compartido de quien lee y quien escribe la proeza y derrota de los hombres comunes frente al poder omnímodo, en actitud decidida de tomar las riendas de sus destinos y deshacer los nudos que les mantienen atados.
Ese quo vadis ?
que descabalga a Lorenzo Silva y al lector que con él se identifica no es otro
que el reconocimiento de un sentimiento de identidad agazapada, o quizá inexistente
hasta la fecha, y que se materializa en el momento en que pisa la tierra de sus
mayores ante la visión de los paisajes y los escenarios de la Historia. En medio del páramo, de la llanura, frente a las plazas desiertas, o contemplando la piedra desgastada del viejo pórtico gótico vuelve la vista atrás, a la búsqueda de las
razones por las cuales Castilla sigue siendo considerada el origen de todos los males que han azotado España, a pesar de
que sus gentes, sus ciudades y sus pueblos viven en una permanente decadencia desde hace
más de cinco siglos, aplastados por el poder y desdeñados por las grandes
decisiones políticas que han enriquecido precisamente a quienes se apresuran a alzar antes que nadie la mano victimaria de la queja y la afrenta.
Pero no nos equivoquemos, el autor embrida bien la montura y sujeta cualquier indicio de patrioterismo, veleidad nacionalista o exacerbación identitaria filocastellana. Porque “vive el castellano exonerado de la pesadez y la prosopopeya del homenaje a los emblemas y los figurones patrios: se puede ser castellano sin necesidad de proclamarlo con aire solemne ni de ponerse en pie con la mano en el pecho cuando suena un himno[…]. Para quienes no gustamos del ceremonial preceptivo, es una bendición.”
Una bendición, sí, en momentos como los que estamos viviendo, en los que, quien más y quien menos, ha caminado raudo al bazar chino de la esquina y se ha hecho con la bandera que colgará en el balcón en apoyo a causas ajenas, en vergonzante ostentación de una identidad mal digerida, producto de intereses espurios que muy oportuna y eficazmente nos vende el marqueting político.
“Hay que haber sido mucho para acertar a seguir siendo, cuando prácticamente no se es ya nada”, escribe Silva con respecto al castellano. A mi parecer, es ese el momento de la aquiescencia con el origen en forma de adhesión íntima, tranquila, un homenaje sosegado y sincero a la memoria de nuestros antepasados que padecieron y también disfrutaron de sus existencia como criaturas pertenecientes a un paisaje y unos espacios que ahora son historia y piedra.
Lo demás, igual que la lucha de Los Comuneros de Castilla, a veces heroica, tan dolorosa y perversa como cualquier otra guerra, no es más que la permanente y tozuda lucha de clases que construye la Historia de la humanidad a costa de nuestras identidades, a saber, la llamada de la tierra y nuestras ambiciones.
Hay que leer "Castellano". Creo que, probablemente, es uno de los mejores libros del año.