Cuando yo iba al colegio todo estaba por hacer. Era los tiempos de construcción de un país democrático. Dos o tres años después de la muerte de Franco pude vivir mis primeras experiencias electorales, pues a partir de entonces en cada curso debíamos escoger al delegado de la clase a través de sufragio universal directo. Según nos indicaban los profesores, el delegado de la clase nos representaba ante ellos, ante el claustro y ante la dirección del colegio, de manera que teníamos que afinar mucho y ser muy inteligentes a la hora de escoger quién de nosotros ejercería tal responsabilidad.
Recuerdo que las primeras elecciones a delegado de escuela ni siquiera había candidatos ni campaña electoral. Votábamos a calzón quitado, de modo que el más votado asumía su victoria electoral insospechada -la mayor parte de las ocasiones no deseada- como un premio o un reconocimiento de la mayoría de la clase por la confianza que todos depositábamos en él. Así mismo, el delegado electo no tenía la obligación de cumplir un programa pues había sido elegido por sus virtudes, su talante, y una presumible capacidad de solucionar nuestros problemas, deseos y desencuentros frente a la dirección del colegio y los profesores.
Independientemente del tino de nuestro voto y la capacidad resolutiva del elegido, recuerdo que lo esencial era una conciencia colectiva infantil de estar participando de algo muy importante para todos nosotros en el momento en que escribíamos un nombre en un trozo de papel y lo depositábamos dentro de una caja: aquel compañero nuestro en quien distinguíamos valores, habilidades y capacidades que le conferían el honor y la responsabilidad de representarnos.
Es curioso, pero los primeros años democráticos en mi clase casi siempre elegíamos a los que mejores notas obtenían, a los que estaban siempre dispuestos a ayudar o incluso aquellos que habían padecido algún tipo de injusticia ocasionada por los voxboys escolares y habían asumido estoicamente un castigo inmerecido sin revelar los nombres de los verdaderos culpables. Es decir, nuestra incipiente conciencia democrática poseía al mismo tiempo la inteligencia del idealismo que aspira siempre a lo mejor y la sagacidad del pragmatismo que ofrece resultados y beneficios.
Pasaron los años, empezaba a cambiarnos la voz, encarcelamos al Teniente Coronel Tejero, y cada curso seguíamos escogiendo al delegado de clase. No sé qué diablos pudo ocurrir; quizás sencillamente se trataba de una pura cuestión hormonal, porque el momento trascendente y casi solemne de la jornada electoral se convirtió en un auténtico circo, en una hora de vulgaridad rampante escaqueada al horario docente en el que lo peorcito de la clase tomaba las riendas de la jornada con el consentimiento tancredista de nuestro tutor quien, argumentando que se trataba de una cuestión nuestra y que ya éramos mayorcitos para actuar con responsabilidad adulta, se negaba a intervenir para reconducir la situación.
Así, los peores alumnos de la clase, aquellos que lideraban los pogromos contra los llamados empollones, contra los gordos, contra los flacos y contra todos los que ellos consideraban víctimas propiciatorias de su fascismo escolar, dictaban la consigna de votar al tonto útil de la clase, el payaso por antonomasia, su bufón, aquel que habitualmente interrumpía las clases con sus tontadas provocando la carcajada general, el enfado del profesor y su propia satisfacción, pues para ellos todo lo que fuese robarle minutos al conocimiento les resultaba provechoso.
Lo sorprendentemente es que, por regla general, ese candidato era elegido delegado de la clase con los votos de la mayoría. De algún modo nos sometíamos a la tiranía de la vulgaridad sin otro objetivo que echar unas risas. De hecho, durante la jornada electoral era habitual que los mismos que promovían semejante candidatos no les votasen, y con el fin de acrecentar la sensación entro todos de que las elecciones y el delegado escogido no servía absolutamente para nada, escribían en sus papeles nombres trampa, como por ejemplo Aitor Tilla, o Samuel Aduele, de manera que cuando el profesor los nombraba formábamos la gran juerga.
Después no había manera de hacer llegar al claustro de profesores o a nuestro tutor la demanda, por ejemplo, de suspender las clases en la época de exámenes, la queja sobre algún profesor que se excedía con los deberes impuestos, o la petición de un día de excursión para oxigenarnos un poco. El delegado que habíamos escogido era un inútil, solamente sabía hacer chistes malos y era incapaz de representar nuestros intereses ante nadie.
Sin embargo, más allá de la frustración puntual que sentíamos ante la impotencia de llevar a cabo nuestras reivindicaciones de mejora, nadie parecía recordar aquel día aciago en el que, a cambio de unas risas estúpidas, nos dejamos llevar por la vulgaridad, por la chabacanería de aquellos que, vacíos de toda virtud, camuflaban su mediocridad con nuestra complicidad, a la postre aniquiladora de cualquier atisbo de democracia.
Ellos quizás no lo supieran, porque su estupidez no daba más
que para imponer la tiranía de su trivialidad, pero el resultado final era la
sensación desoladora de que era imposible mejorar, aunque también eso les daba
igual, porque lo único que ambicionaban era borrar sus deficiencias y sus
carencias ante nuestros ojos, encubrir la permanente idiotez violenta de su
presencia, en definitiva, alienarnos, convertirnos a todos en sus iguales. Hoy,
día de resaca electoral, confieso que su único y real objetivo se cumplía curso
tras curso, y ni siquiera nos daban las gracias.