Cuando vamos al
colegio somos niños que observamos la vida como niños. Sin embargo, en el aula ya
se construye el paisaje social y político
que se traduce literalmente al mundo adulto. No quiero decir que empiece a intuirse. Quiero decir que los
modos y maneras de los niños y niñas y el código de relaciones que mantienen ya definen y reflejan
exactamente lo que ocurre afuera. De algún modo, el colegio y la sociedad que
se desarrolla más allá de los muros de los patios son mundos paralelos, espejos
enfrentados, en los que se dirimen diferentes
maneras de afrontar la vida.
Yo, por ejemplo, recuerdo muy bien al macarra de la clase, un tipo al que he perdido
la pista pero que perfectamente podría estar militando en VOX, incluso con
algún cargo, y hasta es posible que llegue a ministro. Prefiero no decir
su nombre, porque todavía me da miedo, y esta gente no se anda con chiquitas.
Lo llamaremos, para entendernos, VOX Boy.
Una de sus
aficiones consistía en robar los bocadillos
que le apetecían. En su casa no pasaban hambre, más bien todo lo contrario,
porque su padre conducía uno de los mejores automóviles que se podían comprar
en aquel tiempo. También alardeaba de poseer la mano más ligera y mortífera del colegio. Solía
ensayar con quien primero le cayese al lado los golpes de kickboxing que
aprendía en un gimnasio. Algunas mañanas venía a clase provisto de sus lunchakos, o de
puños de hierro, o de un tipo de navajas de doble filo que se esgrimen o se
esconden a golpe de muñeca. Al compañero que le tocaba en suerte
sentarse delante de él sufría constantemente sus collejas. Ante el arsenal
que habitualmente ostentaba, nadie osaba denunciarlo al profesor.
VOX Boy era insolente, ladrón, marrullero,
violento, deshonesto, mentiroso, vago, tremendamente machista, homófobo y un racista empedernido.
Sí, efectivamente, un niño puede ser
todo eso siendo todavía un niño. Jamás
estudiaba, pero le daba igual aprender o no aprender porque eso en su casa jamás supuso un problema. Cuando se aburría siempre encontraba un motivo para
la pelea, o para humillar a los más débiles. Si en algún momento el profesor le
reprendía, hallaba el modo de encolomarle
la culpa a otro o de no sufrir el castigo solo, sino en compañía de algún
inocente.
Gastaba bromas
procaces a costa de la profesora o insultaba a las niñas. Recuerdo que una vez
le sorprendieron espiando a través de un agujero que había hecho en el tabique de separación de los lavabos.
También solía escribir anónimos a algunas compañeras con amenazas de violación.
Escribía frases como “Tiaguarra te boy ha tocar las tetas” o “boy ha meter mimorro
en tupotorro”. Sus insultos preferidos
eran ¡Maricón del culo!¡ Niñaza! Manipulaba los frenos de la silla de ruedas de
una compañera que padecía esclerosis múltiple para que sufriese pequeños accidentes y cuando
ocurrían rompía a reír. Entonces en clase no teníamos compañeros de otras razas
o de más orígenes que cualquiera de las provincias de España, pero a los que eran muy morenos,
como él mismo, les tildaba de ¡puto gitano! o ¡el cara moro asqueroso este¡.
Un día llegó a
liderar una especie de rebelión nacional porque varios alumnos de séptimo B
habían entrado a clase a robarnos los bocadillos, lo cual suponía para VOX Boy
una intromisión inadmisible en su territorio. Así es que, aprovechando nuestra
indignación, insufló en nosotros el sentido identitario de séptimo A, y al grito de ¡a por ellos!, una tarde nos congregó a la
mayoría en un solar próximo para organizar una buena pelea contra séptimo B. La
cosa no llegó a mayores, porque intercedieron los profesores, pero el mayor
ladrón de bocadillos de la historia infantil y juvenil no se quedó con las
ganas de probar su arsenal en la piel de los otros. VOX Boy marcó sus puños de hierro en el rostro de dos
de los más débiles compañeros de la otra clase.
Y así.
Yo, en mis pocas
luces, no entendía cómo VOX Boy podía condicionar impunemente con sus acciones
la vida escolar de todos nosotros. Con el tiempo he conseguido extraer algunas
conclusiones al respecto. Para los profesores, el mundo de sus alumnos era impermeable. Mientras pudiesen impartir la clase, lo que sucedía más
allá de la tarima o de su mesa no era de su incumbencia. Sin embargo, esa
especie de indiferencia o de laissez faire, digámoslo así, institucional, no era la clave.
Lo que realmente propiciaba la acción
diaria e indemne de VOX Boy era el silencio cobarde y sumiso de quienes le padecíamos y su alianza con
determinados compañeros de la clase, quienes constantemente le reían las gracias,
blanqueaban sus acciones o incluso a veces le acompañaban en sus hazañas.
A pesar de estas conclusiones, a día de hoy todavía sigo preguntándome por qué la gran mayoría de la clase, por qué
los niños más o menos normales de la clase, que solamente pretendíamos vivir
con tranquilidad nuestros recreos, nuestros deberes y nuestros aburrimientos,
no hacíamos nada por neutralizar a VOX Boy y sus afines. Éramos más, pero a la
hora de la verdad éramos menos, y VOX
Boy lo sabía. Solamente tenía que mirarnos para constatar su poder.
Hoy le he
visto en televisión, muy repeinado, escrupulosamente afeitado, impecablemente
trajeado, mirando a la cámara igual que nos miraba a nosotros, con
ojos de serpiente y un conato de sonrisa que camufla un futuro rebosante de malas intenciones. Por el modo de
mirar me ha parecido advertir que él también me veía. Entonces he apagado
inmediatamente la televisión porque me ha dado la sensación de que, una vez más, VOX Boy ha
identificado mi miedo.
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