Hace unos minutos que he comido opíparamente.
También he bebido sin complejos y ahora, en la
terraza del restaurant, estoy tomando café, una copa de whisky y fumándome una faria, como un señor.
Para acabar de dibujar este paraíso diré que es viernes y que he
aprovechado del fin de semana para empezar a leer la última novela policíaca de Jose Mª
Guelbenzu, “Nunca ayudes a una extraña”.
El camarero ha sido tanto o más rácano a la
hora de escanciar el whisky que el
estatuto de los trabajadores con nuestros días de asueto semanal, de modo que
he tenido que pedir otro. Poco a poco un calorcito la mar de agradable me va
cubriendo por dentro. Cuando uno ayuda a digerir los alimentos con los llamados espiritosos es como si
nuestro cuerpo fuese una cama hecha del revés. Es decir, la manta por dentro,
en contacto con nuestro organismo y la sábana por fuera a la intemperie, sobre
la piel.
Hace la tira de años, al llegar el invierno, hacer la cama era de las tareas más engorrosas y que me más pereza me producían de todas las que tenía asignadas en casa, porque
había que disponer, en riguroso orden,
tres piezas, una sobre la otra: la sábana arropadora, la manta fina, y
la manta gruesa. Después había que remeterlas por las esquinas inferiores del
colchón, pasar constantemente de un lado a otro de la cama, y finalmente colocar cuidadosamente la colcha, que con sumo mimo se
remetía, a su vez, bajo la almohada, de manera que todo el conjunto debía
de parecer una pieza única, bien estirada, sin arrugas ni
pliegues, desde los pies hasta el cabezal. La cosa es que estoy tan a gusto como si dentro de mí tuviese un par de mantas,
gracias a la agradable sensación de calor corporal que procura un buen whisky
escocés, tres cuartos de tinto del Priorato y la pierna de cordero que me he
metido entre pecho y espalda.
La tarde va declinando lentamente. El
solecito que hasta hace unos minutos enrojecía mi cara va desapareciendo tras
los árboles del bosquecillo que protege la masía. Por eso, durante un breve
instante, he dejado de leer, para ponerme la sábana (la chaqueta) y
enredarme la bufanda alrededor del
cuello. En ese momento he recordado que en poco más de una hora deberé dejar el
libro; he recordado que tenía una cita, una reunión. Soy el representante local
de un grupo político de reciente creación
y hoy, esta misma tarde, tengo que acudir sin falta a negociar con otros
grupos la fundación de una coalición ciudadana para desalojar de sus poltronas
a los viejos políticos de siempre. ¡Mierda! ¡Maldita sea!¡Maldita sea el
compromiso! ¡Maldita sea la casta y maldito sea yo, por tonto, bobo y mediopensionista! Si
quiero exprimir estos instantes no me
queda más remedio que relajarme y aprovechar el tiempo que me queda hasta la
reunión.
En “Nunca ayudes a una extraña” todo ocurre
durante el mes de julio, en G, inicial que el autor utiliza para nombrar una ciudad
de la costa cantábrica, que tiene toda la pinta de ser Gijón. En los
alrededores de la zona de copas de G, una mujer es violada. Javier Goitia, un
periodista de investigación que se encuentra de vacaciones forzosas en la ciudad, es testigo del hecho y sin
pensárselo dos veces se lanza contra el violador, Paco Llorente, un tipo con “
la maldad del débil, la saña del inestable,[y] el recelo desafiante del cobarde”.
Agresor y periodista se enzarzan en una pelea.
Mientras tanto llega la policía, pero la agredida ha desaparecido y ambos, Goitia y
el presunto violador, son detenidos. A
partir de aquí se desencadena la trama, en la que se ven involucradas tres de las
familias más influyentes de la ciudad; tres familias con los secretos propios
de los poderosos de provincias, que hacen valer de toda su influencia para
mantener debajo de la alfombra sus respectivas mierdas y mantener a raya a sus
ovejas negras. Uno de los narradores, el propio Goitia, los describe como
“gente de dinero, acostumbrada a ser reconocida, con un sólido sentido del
linaje territorial y una prestancia moralista de las que dictan y consideran
las costumbres como cosa propia reflejada en el resto de la población
bienpensante, reflejo que les devolvía en forma de homenaje el conjunto de la
clase media provinciana”.
La encargada de desembrollar todo el asunto es la juez Mariana de Marco, la
protagonista de toda la serie policiaca de Guelbenzu. Mariana de Marco es un pedazo de mujer, una señora
hembra de cuarenta y tantos, soltera vocacional, independiente, culta, audaz,
sumamente inteligente, que tiene obnubilada a media ciudad y a la que le
importa un bledo el qué dirán. Mariana es un personaje extraordinariamente
atractivo. De hecho, creo que es uno de los puntos fuertes de esta novela. Al
lector -al menos a mí- le ocurre lo que a Goitia, que cae rendido a sus pies
desde el principio, antes incluso de haber cruzado con ella ni media palabra,
antes de tenerla frente a frente. Sin embargo de Marco no es de esas mujeres enamoradizas.
Al contrario, es exigente, requiere de partenairs a su altura, capaces
de ponerla en aprietos, de no arrugarse ante los envites, o al menos, que no
babeen ante ella y que mantengan el tipo en el cuerpo a cuerpo dialéctico.
Mariana de Marco siente, además, una extraña
atracción por las dificultades, hacia el lado oscuro de la vida. Por eso, otro
de los narradores de la novela, el omnisciente, dice de ella que “la verdadera
atracción era el peligro, el puro peligro, la atracción al peligro, que había
estado a punto de causarle o le había causado tantos problemas. No era la
morbosa atracción por lo maligno que creía haberla conducido a relaciones un
tanto peligrosas, porque lo que le preocupó siempre fue que en el origen mismo
del deseo anidara un componente de culpa e inevitabilidad que le hiciera pensar
en una parte de su mente en la que se alojase un enemigo inexpugnable, una
suerte de virus que podría acabar dominándola y destruyéndola”. Es decir, que
no estamos ante una heroína de novela negra al uso, sino ante una mujer de
rompe y rasga, dura de pelar, que jamás
renuncia a tomar la iniciativa en cualquier orden de la vida, tremendamente segura de sí misma y, además
celosa de su independencia, amante del jazz, de los hombres sin pretensiones matrimoniales
y del whisky.
Mucho de lo que sabemos de la juez se lo
debemos a su amiga Julia, de vacaciones en Brasil, a la que escribe e-mails. En esos mensajes Mariana se muestra
sin tapujos, espontánea, como una mujer cercana, a través de las confidencias
que le hace a su amiga, que confirman de
otro modo el carácter de la heroína. En este sentido, las tres voces narrativas que nos explican los hechos y nos hablan de los personajes confieren a la
novela un carácter multifocal, que recuerda en cierto modo la técnica que utilizaba uno de los precursores del género, el gran Wilkie Collins.
Guelbenzu
se detiene algunas veces en describirnos a la juez en la intimidad de su casa, en deliciosos ejercicios de
vouyerismo narrativo en los que el lector -y creo que también el mismo autor-
pueden espiar a su señoría sin temor a ser descubiertos, sola, con sus
pensamientos, su desavillé doméstico, extraordinariamente femenino, y en algún momento, incluso su desnudez solitaria mecida por el
compás de un saxo meloso mientras fuma un cigarrillo y desentraña pruebas o se
estremece debido a sus conclusiones sobre la naturaleza humana. Mientras
leo pasajes en los que se va construyendo el perfil de la juez, la imagino con
un halo andrógino, un áurea de masculinidad sutil, casi imperceptible, que ayuda a abundar en su atractivo femenino. Sospecho
que, en muchos aspectos, Guelbenzu
desliza destellos de sí
mismo en su creación y se me ocurre que uno de los logros que alcanza a través de esa tensión amorosa es, precisamente, conseguir en otro plano, en un plano paratextual, más allá del objeto y de las letras, el establecimiento de una relación autor-lector encarnada, respectivamente en Mariana y Goitia, porque sin duda, el punto de vista del periodista dirige y condiciona el de quien lee.
Pero no voy
hacer psicoanálisis de café. Prefiero hablar de whisky. El mío ya hace
algunos minutos que se ha ido al carajo. Si pido un tercero será el primer paso
para traicionar por primera vez a mis compañeros de partido. Podría decirles
que no pude acudir a la reunión porque me vi involucrado en el asalto a una
pobre mujer, que después me detuvieron, que además conocí a la mujer de vida,
que mira por donde era la juez que se
encargaba del caso, que estaba buena a rabiar y que qué queréis que os diga,
que la vida son cuatro días y ya os lo montareis. Pero yo no soy así. Y además,
y sobre todo, nadie me iba a creer, e iba a perder el poco prestigio que me
queda, de modo que he cerrado el libro, he apurado el agüilla insípida que
quedaba en el vaso y, qué remedio, me
voy a la reunión.
…......
Son muy majetes estos tíos. Alguno hay que
apunta maneras de trepa, que no sabe ni quién fue La Pasionaria, pero dice de
él mismo que es más rojo que el
mango de una hoz. En general parece que llegaremos a un acuerdo. Otra cosa será
la negociación de la lista. Ahí habrá
más que palabras. Ha habido un momento que me he puesto de pie, y muy solemnemente
les he soltado,”¡compañeros, compañeras, programa, programa, programa!”.Creo
que me han entendido. Después la cosa ha empezado a desvariar, y han salido las
batallitas, los cotilleos, los líos de la actual alcaldesa… y les he dejado.
Les he dicho que tenía un compromiso y he salido corriendo hacia casa, a
encontrarme de nuevo con mi juez de Marco.
Mientras vuelvo a casa pienso en qué hubiese
dicho Goitia en la reunión política a la que he asistido. Incorruptible,
insobornable, a prueba de prebendas, sueños de grandeza y ambiciones triunfadoras,
Goitia es un tipo de los que ya no quedan, que vive en una misantropía
discreta, sin ostentación, a fuerza de
haber visto mucha mierda y, sin embargo, se empecina en seguir un camino
solitario de valores enterrados, a lo largo del cual recibirá una y otra vez
los peores golpes de la vida: la
traición y la derrota. Goitia se
agarra a los pocos amigos que le quedan y a una voluntad de hierro por desvelar
y hacer prevalecer la verdad.
Goitia les hubiese dicho: “Mirad, la mayoría de
los que estáis aquí sois solamente sinceros a medias con vosotros mismos. Es
verdad que queréis hacer cosas por el pueblo pero no es menos cierto que lo que
os mueve es la vanidad y una misteriosa
presunción que os empuja a creer en que, efectivamente, lo vais a saber
hacer mejor que los que están ahora.” Y
se hubiese quedado tan tranquilo, con media docena de personas más en su
círculo de conocidos a las que ya nunca
se podrá dirigir para pedirles un favor, o ni siquiera con las que nunca tomará
una simple caña. Por eso, la tensión sexual que organiza Guelbenzu entre Gotia
y de Marco resulta tan efectiva y tan
estimulante para el lector, porque con estos dos caracteres de armas tomar, el autor puede
estirar del hilo tanto como quiera.
Ya estoy en casa. Ni si quiera voy a guardar la chaqueta en el armario. Llego
con la boca seca de tanto repetir ¡programa, programa, programa! Así es que
ahora sí, ahora me pongo el tercer whisky, con dos hielos, y me ambiento un poco, para estar en consonancia
con los gustos de mi amada Mariana. Pongo música de Chet Baker, uno de sus
favoritos. Tenía previsto ver a Anguita
en la Sexta, pero creo que no va a poder ser, y eso que escuchar a Anguita
vendría a ser como escuchar a Goitia, pero sin vicios, lo cual me ayuda a
decidirme por seguir la lectura.
Cierro la última página. Es
poco más de la media noche, y me doy cuenta ahora de que, probablemente, hace algunos minutos que la trompeta y la voz suave de
Chet dejó de sonar, pero no había reparado en ello. La última parte de la
novela me ha absorbido por completo,
porque, como en toda buena obra de género, esa es la fase en que los caminos empiezan a cruzarse y uno no puede
permitirse el lujo de perder detalle. Me levanto y decido rematar la faena con
un cuarto whisky. Esta vez me lo pongo de la botella buena. Salgo al balcón.
Hace frío. Sin embargo, yo sigo abrigado por dentro, como las camas de
mi infancia, pero a la inversa. Miro las luces que surgen de las ventanas del bloque de pisos que hay frente al que vivo y no me cuesta demasiado trabajo creer que en el interior de alguna de esas viviendas, ahora, en este preciso instante, Mariana de Marco se
estremece pensando en la tragedia que asoló la vida completa de Concepción Ares hasta su muerte. No sé porqué, pero antes de irme a la cama, mientras me introduzco bajo el edredón
nórdico, pienso que la novela de Guelbenzu es como aquellas camas de los
inviernos de antaño, una pieza única,
bien estirada, sin arrugas ni pliegues, desde los pies hasta el cabezal. Antes de caer profundamente dormido me prometo a mí mismo que un día de estos dejaré de beber.