jueves, 23 de octubre de 2014
Eternamente
Maestro, hoy lloro tu ausencia.
Tus criaturas y el mundo que habitan siempre van conmigo
Eternamente Ramiro Pinilla.
jueves, 9 de octubre de 2014
Leer a Proust con Vila-Matas (II)
Porque finalmente todo se desencadenó gracias a una de esas extrañas decisiones que tomamos
sin más, sin ser conscientes de su
trascendencia. Lo que me libró de
la ansiedad que me producía no poder explicar mi experiencia lectora de
“En busca del tiempo perdido” fue el azar concretado en algo
insustancial, cotidiano, algo que prácticamente hago cada día, como abrir un periódico o salir un momento al balcón para ver como transcurren unos minutos de vida allí afuera, en la calle.
Las horas que suelo dedicar a escribir pasaban estériles
semana a semana. Me levantaba continuamente; una mosca que volase me distraía por
completo; abría la nevera y la volvía a cerrar porque en realidad no me apetecía nada; emborronaba estrellas de cinco puntas y las
convertía en cruces gamadas; cambiaba el disco; me rizaba el flequillo;
limpiaba la mesa de mis huellas digitales con mis propios dedos y me reía de mí
mismo durante un buen rato ante tal estupidez. Entonces decidía que cambiaba de
tema, que ya no escribiría sobre Proust, y peroraba acerca de eliminar mis huellas con las mismas huellas … en fin, toda ese serie de memeces y
sinsentidos que hacemos los que pretendemos escribir, a sabiendas de que no vamos
hacer otra cosa más que el ridículo.
En esa tesitura me encontraba cuando una de esas tardes del demonio decidí invertir mi tiempo en navegar por internet, visitando los lugares que frecuento, hasta que le llegó el turno a la página web de Enrique Vila-Matas.
Enrique Vila-Matas posiblemente sea al mismo tiempo el escritor y
la persona más alejada de Marcel Proust que nadie pueda llegar a encontrar.
Hace unos años, en vísperas de Sant Jordi, Vila-Matas visitó mi ciudad natal y
mantuvo en público una charla con el crítico y también escritor Juan Antonio
Massoliver Rodenas. Por entonces yo ya había leído “El mal de Montano”, “Doctor
Pasavento”, “París no se acaba nunca”,” Lejos de Veracruz” y “Suicidios
Ejemplares”, y ya me había percatado de que si alguna cosa no era susceptible
de convertirse en materia literaria para Vila-Matas esa cosa era la memoria o
los recuerdos, materia novelesca muy recurrente en la obra de una gran mayoría de autores.
Por eso mismo quería yo meter el dedo en la llaga y aprovechar que el Maestro
visitaba mi ciudad para preguntarle directamente sobre el asunto. Me respondió a
la defensiva; le noté un tanto preocupado porque quizá pensó que estaba allí
para reventarle el acto, pero como volví a preguntarle de otra forma, con toda
la asertividad de que fui capaz, finalmente me dio la respuesta que ya le había
oído dar otras veces: “mi infancia fue muy aburrida, muy vulgar y no recuerdo
gran cosa porque en mi casa no sucedía
nunca nada digno de evocación”. Entonces
todavía no se había publicado ese mamotreto tan útil y fascinante titulado “Ideas”, del historiador Peter Watson. De
haberlo tenido a mano, podría haberle contestado, a la manera vilamatiana, con
una cita de esas que te dejan en el sito: “La escritura [querido maestro] la
escritura es un sistema de memoria artificial”.
Pocos días después di con su primera antología personal de cuentos que publicó
Anagrama en la colección Compactos y me hice con ella porque el título me
llamó la atención: “Recuerdos inventados”. Efectivamente, es poco probable que lo que se
cuenta en ese libro esté basado en la memoria real del autor. Dudo mucho que
Vila-Matas mantuviese conversaciones tan hilarantes y absurdas con su padre como las que se
pueden leer en el cuento “El paseo repentino”.
Por eso, todavía hoy
no deja de asombrarme, o de sorprenderme -y casi de inquietarme- que la
aparición azarosa y virtual de Enrique
Vila-Matas haya supuesto a la postre el salvavidas de mi ineptitud.
Curiosamente, gracias a Vila-Matas -el escritor de la no memoria- puedo escribir sobre la experiencia personal lectora de la obra del autor paradigmático de los
recuerdos, o del tiempo perdido, cuyas criaturas cobran vida para desvelar verdades eternas gracias, precisamente, a la literatura.
Ese salvavidas no fue
otro que “Los escritores de antes (Bolaño en Blanes 1996-199)”, texto que debería
leer todo aquel que crea que leer o escribir son, sencillamente, meros entretenimientos, o una manera como
cualquier otra de ganarse la vida.
“Los escritores de antes” (¡oh, casualidad!) es una evocación que compone Vila-Matas para traer al presente los momentos que vivió junto a Roberto Bolaño cuando todavía no era conocido y no había editorial que quisiese publicarle nada. Recuerdos y memoria al servicio de un tema que, como no podía ser de otra manera en Vila-Matas, es la literatura misma. “¡Pero si esto es más proustiano que la mismísima magdalena!, exclamé mientras lo leía.
“Los escritores de antes” (¡oh, casualidad!) es una evocación que compone Vila-Matas para traer al presente los momentos que vivió junto a Roberto Bolaño cuando todavía no era conocido y no había editorial que quisiese publicarle nada. Recuerdos y memoria al servicio de un tema que, como no podía ser de otra manera en Vila-Matas, es la literatura misma. “¡Pero si esto es más proustiano que la mismísima magdalena!, exclamé mientras lo leía.
Tuve que detener la
lectura durante unos segundos para
sosegarme y analizar con calma mi descubrimiento. Llegué a la conclusión
de que estaba ante un texto proustiano metaliterario y me hizo mucha gracia porque en cada párrafo encontraba algo que me
recordaba a Proust y que me introducía en un divertido y sugerente juego de
evocaciones contrapuestas, de recuerdos propios que habitaban el interior de recuerdos ajenos que al final formaban parte
de una misma cosa, por mucho que estuviesen alejados en el tiempo y en el
espacio. Era -qué sé yo- como estar al mismo tiempo ante Proust y Vila-Matas y
ninguno de los dos se pudiesen ver, pero yo les veía a los dos, y yo les podía explicar a cada uno lo que el otro
decía.
Enrique Vila-Matas
escribe en “Los escritores de antes” que
“La poesía (la verdadera poesía) es así:
se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen
presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito”. Vila Matas
continúa hablando de “ese tipo de escritor que jamás olvida que la
literatura, por encima de todo, es un oficio peligroso; alguien que no solo es
valiente y no pacta ni un ápice con la vulgaridad reinante, sino que muestra
una contundente autenticidad y que une vida y literatura con una naturalidad
absoluta […] Tipos obstinados, muy obstinados, que saben ya que todo es falso y
que, además, todo absolutamente se acabó”.
Después, reafirmándose
en sus palabras anteriores, el creador del Doctor Pasavento afirma rotundo que “no es pecado ni error
alguno mezclar vida y literatura, y encima es algo que se puede ensamblar con
una naturalidad asombrosa”.
“¡Claro!” empecé a exclamar a gritos en el pasillo “!Claro,
eso es, eso es. Ahí está Proust. Ese es Proust! ¿De quién está hablando sino de
Proust”. Recuerdo (yo también recuerdo) que mientras leía la obra del autor
francés, en algún momento descansaba y entraba en You Tube y veía el excelente
documental dramatizado que produjo hace
ya unos cuantos años el canal Arte de la televisión francesa. El parecido del actor que encarna a Marcel Proust en esta producción es tan asombroso que inquieta. Verlo es como viajar
en el tiempo y experimentar la sensación de
estar con él; una sensación mágica, producto, seguramente, de leer
durante horas y horas sus palabras con admiración y esfuerzo y, en un instante,
estar dentro de su habitación viéndole
escribir metido en la cama, entre
papeles, con el tintero sobre las rodillas, sin más luz que una
palmatoria, totalmente absorto en las
imágenes que discurrían en su mente y que transformaba en literatura enfebrecido
por la pasión y el asma.
Gracias a este documental uno puede hacerse una idea de hasta qué punto Marcel Proust había comprometido
su vida por la literatura; hasta qué
punto vida y literatura eran para él, de manera natural, algo intrínseco al
mismo hecho de existir. Tanto fue así que los últimos días de su vida
supusieron toda una tortura, más allá de la creciente dificultad que tenía para
respirar, porque lo que realmente le angustiaba era no poder finalizar su obra,
no poder escribir con sus propias manos 'FIN' para cerrar una de las más grandes
obras que haya podido escribir nadie. A los pocos días de dar por finalizada “En
busca del tiempo perdido” Marcel Proust murió y no pudo ver publicado el último tomo “El tiempo
recobrado”.
Proust era un tipo que podría haber vivido de rentas, sin
hacer absolutamente nada,durante toda su vida. También
podría haber dedicado su tiempo y su bienestar
a escribir como divertimento, por pura vanidad, para pavonearse entre lo
más exquisito de la alta sociedad francesa que tan bien conocía. Sin embargo,
escogió otro camino, el camino del
gladiador del que nos hablaba Bolaño, que sale a la arena a sabiendas de
que va a perder, porque entre otras razones, no le queda más remedio que
hacerlo, y porque en ese acto suicida paradójicamente le va la vida.
Proust decide “meter
la cabeza en lo oscuro y saltar al vacío“, como dice Vila-Matas al respecto de los escritores, escritores: los clásicos, aquellos a los que define Jules Renard (citado por el mismo Vila-Matas) como "los que aún no hacían de la literatura un oficio".
En mi opinión -auspiciada sin duda por Don Enrique- Marcel Proust trasciende incluso una dedicación monástica o romántica, porque invierte su último aliento en completar la misión que le ha sido dada; porque su voluntad de vivir se extingue con el final de su obra.
En mi opinión -auspiciada sin duda por Don Enrique- Marcel Proust trasciende incluso una dedicación monástica o romántica, porque invierte su último aliento en completar la misión que le ha sido dada; porque su voluntad de vivir se extingue con el final de su obra.
viernes, 3 de octubre de 2014
Leer a Proust con Vila-Matas (I)
Escribir podría ser algo así como tener la capacidad de hallar el lugar exacto donde horadar para que ese pequeño orificio se transforme en el manantial del que brotará durante siglos toda el agua contenida misteriosamente en algún lugar invisible, subterráneo, y que, por supuesto, acabará por formar un río que alimentará el mar. Es decir, el acto de la creación literaria se concentraría en un único momento, espontáneo y maravilloso que nos empuja a derramar una cantidad ingente de energía acumulada durante mucho tiempo, quizá toda una vida.
Eso es lo que me ha ocurrido con este texto,
con la salvedad de que lo que diga y como lo diga no posee suficiente entidad- digamos caudal- como
para desembocar en océano alguno porque la poca cantidad de agua que de él pueda fluir tiene muchas
probabilidades de perderse en alguna
barrancada o de encharcarse en los
recovecos de algún valle, entre matojos.
A mediados de Agosto finalicé la lectura de
“En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust. Desde entonces, la necesidad de
explicar la experiencia que he vivido leyendo las siete novelas que componen esta obra ha sido tan intensa
que creía que me provocaba el célebre y
temido bloqueo, del que además ya nunca podría librarme.
Casi llegué al convencimiento de que entre la inquietud por hallar el
mejor modo de escribir sobre Proust y el estado en el que se encuentra mi red
neuronal ante la machacona insistencia -casi
de tortura china- con el monotema catalán, nunca jamás podría ponerme frente al
teclado con un mínimo de dignidad.
De
manera que día a día, desde el ya lejano Agosto, las
ideas, imágenes, evocaciones y sensaciones relacionadas con la lectura
de la obra de Proust se iban acumulando y temía que con el paso de tiempo se
diluyesen en nada, y que finalmente cobraría triste fama por convertirme en el primer espécimen que pone contra las cuerdas la teoría de la transformación de la energía.
En un momento de desesperación había pensado
en empezar con un par de frases que estampé
en la última página del último volumen,
“El tiempo recobrado”, a modo de
celebración íntima, pero
lo descarté. (Desde que Francisco Casavella escribió que lo peor de lo peor es
iniciar cualquier texto con una cita, no he vuelto a hacerlo, porque en lo que
concierne a mí, lo que decía Casavella
va a misa.)
Las poco más de cuatro palabras con las que celebré el final
de mi singladura proustiana dicen así:
“El 20 de agosto del año dos mil catorce
finalicé la lectura de ‘En busca del tiempo perdido’. El día estaba nublado. Lo
primero que vi cuando levanté la vista fue un arco de piedra rojiza
enmarcando el mar y algún barco cerca
del horizonte. Marcel Proust vivirá dentro de mí siempre, a pesar de que alguna de sus
criaturas se pierda en el tiempo.
Firmado en Altafulla (Tarragona), el día 20 de agosto de 2014”
Firmado en Altafulla (Tarragona), el día 20 de agosto de 2014”
Trancurrían las semanas y las figuras
de Albertine, del Barón de Charlus, de Morel, de los Duques de Guermantes,
Swann, Odette, Gilberte, y el largo etcétera de criaturas maravillosas y
despreciables de las que nos da cuenta la inolvidable voz del narrador, se iban
difuminando en mi memoria hasta perder la carnalidad que de ellos había formado
mi imaginación mientras leía.
Lo mismo me
ocurría con los espacios en los que estos personajes desarrollaban lo peor
y lo mejor que se puede llegar a hacer
en la vida. Grandes y lujosos salones, océanos y playas, balnearios, bulevares,
caminos y senderos, arquitecturas, alcobas, tienduchas, cuarteles y hasta sórdidos
tugurios donde se citaba la
doble moral aristócrata van filtrando sus geografías, su mobiliario y sus
aromas entre los resquicios de mi memoria hasta que ya no quedan más que percepciones, cierta
noción de lo que Proust escribió, luces filtradas que emborronan contornos
hasta convertirlos en simples y confusas sensaciones a las que no me
queda más remedio que acudir si
persevero en mi empeño.
Acudí a la desesperada a mi libreta donde, mientras leo, anoto párrafos, frase e ideas. La última oportunidad. Quizá el lugar desde el que poder resucitar cientos de horas de placer, momentos de fascinada y a menudo esforzada lectura. De todos modos, yo sabía que dentro de mí habitaba todo ese tiempo, todos los escenarios, con los hombres y mujeres que los poblaron, y estaba convencido de que en lo hondo de mis certidumbres, todo eso no se malograría. Quizá ya nunca podría volver a verlos con la nitidez de aquellos instantes antes de cerrar la última página frente al arco que enmarcaba el mar. Sin embargo, algo permanecía; algo diferente más allá de la concreción de las palabras. Me quedaba la experiencia.
Acudí a la desesperada a mi libreta donde, mientras leo, anoto párrafos, frase e ideas. La última oportunidad. Quizá el lugar desde el que poder resucitar cientos de horas de placer, momentos de fascinada y a menudo esforzada lectura. De todos modos, yo sabía que dentro de mí habitaba todo ese tiempo, todos los escenarios, con los hombres y mujeres que los poblaron, y estaba convencido de que en lo hondo de mis certidumbres, todo eso no se malograría. Quizá ya nunca podría volver a verlos con la nitidez de aquellos instantes antes de cerrar la última página frente al arco que enmarcaba el mar. Sin embargo, algo permanecía; algo diferente más allá de la concreción de las palabras. Me quedaba la experiencia.
Por fortuna, al abrir mi libreta buscando ese
primer hilo de agua leí que “el
pasado no sólo es tan fugaz, sino que, además, permanece en su lugar”. De
manera que decidí apaciguar mi ansiedad
y en aquel mismo momento me exoneré a mí mismo de la obligación que me había impuesto;
porque después de tantos y tantos días devanándome la sesera en busca del motivo que me permitiese dar
rienda suelta a la necesidad de escribir
sobre la obra de Proust, esa necesidad se convirtió en imposición, casi en una
responsabilidad conmigo mismo, un compromiso del que no me podría zafar, so
pena de no poder escribir ya, nunca, una sola línea más.
Hasta que un buen día, trasteando en internet,
visité, una vez más, la página web de Enrique Vila-Matas.
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