Aprender está sobrevalorado. La acción de instruirse suele vincularse únicamente a sus consecuencias positivas; es la causa necesaria que provoca nuestro progreso, la asimilación de conceptos, habilidades y capacidades que nos permiten prosperar y -como dicen algunos sabios- finalmente devenir en seres más libres. Y eso es cierto únicamente cuando el proceso de formación-aprendizaje se relacione con conocimientos y herramientas moral y éticamente valiosas no sólo para nosotros como individuos, sino también colectivamente.
No en vano, la cárcel -dicen- es una escuela de delincuencia, y sin embargo los presos aprenden; ESADE- dicen- es la mejor escuela de explotación y de injusticia, y sin embrago los estudiantes aprenden; las academias militares -dicen- son escuelas de asesinato masivo, y sin embargo los futuros oficiales aprenden. Y así.
Hasta hace no mucho creíamos que la Historia era una especie de gigantesco colegio planetario en el que cada periodo pasaba con nota al siguiente curso a medida que el tiempo avanzaba. En este sentido, al hilo de esta tesis decimonónica, el futuro es ingenuo y el presente siempre es desdeñoso y arrogante con respecto al pasado, a no ser que nos resulte útil, porque entonces los hechos pretéritos resultan ser jalea real, vitamina energética de objetivos políticos.
A pesar de todo, efectivamente aprendemos en gran medida -individual y colectivamente- gracias a la experiencia acumulada. Por eso la Historia es esa disciplina que da cumplida cuenta de los hechos del pasado y nos ayuda así a interpretar el ahora, siempre y cuando quien la ejerza lo haga con honestidad y rigor, luchando contra sus propios prejuicios o apriorismos ideológicos, sin importarle las consecuencias de sus conclusiones. Tanto es así que, tras acopiar no poco coraje, me encuentro en la disposición de afirmar que incluso los políticos aprenden de la Historia.
2003
El año 2003 Jordi Pujol presidía la Generalitat de Catalunya. Fue el último tras más de dos décadas al frente del gobierno autonómico. Por entonces, aunque en Cataluña todo el mundo lo sabía, no había estallado el escándalo del 3%, punta de iceberg de otros tantos casos de corrupción convergente; tuétano, médula espinal, cigoto del nacionalcatalanismo.
Igualmente, pasarían algunos años antes de que la parroquia nacionalcatalanista, sumida en profunda depresión, quedase atónita ante la revelación de una astuta trama mafiosa familiar urdida por el clan Pujol, que se lo llevaba crudo a Andorra y a Suiza en el interior de bolsas de basura.
Cataluña había vivido hasta entonces en un oasis político, término acuñado por el escritor y periodista Gregorio Morán -pionero valiente, llanero solitario de la verdad política catalana. De hecho, y de algún modo, el secesionismo que hemos vivido en la última década vendría a ser como la botella de ginebra que un depresivo bebe a gollete para olvidar y, al mismo tiempo, la desesperada y espesa cortina de humo que Artur Mas utilizó parta conservar el poder. Sin embargo, las masas son de mal beber, y de aquellos tragos estas resacas.
El último año de Pujol en el poder coincidió con la aparición de un extraordinario libro de la editorial Edhasa, obra magna del profesor Enric Ucelay-Da Cal titulada “El imperialismo catalán” , libro que recomiendo muy encarecidamente a quienes no se conformen con los relatos del presente y prefieren buscar más allá de las frases hechas, el eslogan, la historia conveniente digerida y los lugares comunes.
El día que lo recogí el librero me dijo ”se lleva usted un gran libro”, y lo es no solo por sus 1200 páginas: es de ese tipo de obras que desde el instante en que uno toma la decisión de hacerse con ella firma con todo su tiempo libre el compromiso del esfuerzo. Si no es así, mejor dejarla. Creo que sobre el asunto del nacionalismo catalán su importancia es equivalente a otro gran trabajo de investigación, el que llevó a cabo Joan Lluís Marfany en “Nacionalisme espanyol i catalanitat”. Ambos deconstruyen a partir del archivo, del documento, del rigor historiográfico y del análisis minucioso y pormernorizado de los hechos, el relato político sobre el que el nacionalcatalanismo contemporáneo ha construido su discurso y su acción política hasta nuestros días.
¿Un imperialismo catalán?
El título del libro de Ucelay-Da Cal ya invita al lector curioso. ¿Un imperialismo catalán? ¿No habíamos aprendido que el imperialismo era algo muy, pero que muy español? ¿No hemos creído siempre en Cataluña y en las sedes de nuestra izquierda, tan comprensiva con los nacionalismos periféricos a lo largo de nuestros cuarenta años de democracia, que el imperialismo era algo malo, malo, malísimo, propio de esa España unitaria, casposa, anticuada, represora y genocida? ¿No era, entonces, esa forma de política expansionista y malvada que ha imprimido a los españoles un complejo internacional de confesionario y penitencia diaria sin solución de continuidad ?
“Se está recuperando -tronó Pujol [sic]- el lenguaje imperial que ya he oído en otras épocas y aunque ahora, en democracia, el marco es otro, el discurso vuelve a ser el mismo”. Así se expresaba en 2001 el padre contemporáneo de la llamada nación catalana enzarzado en luchas contra la creciente definición españolista y antinacionalista de sus aliados populares en el gobierno central de Aznar […] Para hacerlo tuvo que recuperar el lenguaje antiimperialista de la izquierda catalanista, vocabulario evocativo de los años 30 dominante en Cataluña desde los inicios de la Transición”
Pujol podrá ser un ladrón – parafraseando a Kissinger: nuestro ladrón- pero era una ladrón cultivado. Quiero decir que conocía perfectamente el inicio del movimiento político del que es heredero fiduciario por escritura de la Historia, aunque conocer y al mismo tiempo expresar con honestidad lo que uno conoce son cosas bien diferentes.
Tras Valentí Almirall, Enric Prat de la Riba, Rafael Cambó, Eugeni D’Ors i la Lliga Regionalista son las figuras clave en los orígenes ideológicos del nacionalismo catalán que, décadas después, tras la muerte de Franco, encarnó y lideró Jordi Pujol y su partido Convergencia Democrática de Catalunya. Ellos y el partido que alumbraron, tal y como revela Enric Ucelay, no sólo manejaron como posibilidad el imperialismo sino que lo promovieron denodadamente y maniobraron política y públicamente para su consecución.
Llegados aquí, alguien estará ahora intuyendo que el imperialismo por el que trabajaron los mosqueteros del catalanismo político consistía en unir territorialmente los llamados Païssos Catalans, es decir, todo territorio de habla catalana, desde el Rosellón (Sur de Francia) hasta la Torre de l’Horadada (Alicante), y desde l’Alguer (Córcega) a Fraga (Aragón).
Pero la realidad es otra, porque aunque hubo no pocos nacionalistas que en las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX abogaron por un pancatalanismo soberano que posibilitase la recuperación de los dominios de Jaume I (exceptuando Aragón), la propuesta política del trío seminal fue, ni más ni menos, que la de refundar una España Imperial.
La España Grande
Recuperar La España Grande, (sí, la España Grande, con todas sus letras) en palabras textuales de Cambó, d’Ors y Prat de la Riba, expresadas públicamente no en pocas ocasiones y de las que da cuenta el historiador, supuso -como acertadamente imaginará el lector intuitivo- la fuente creativa ideológica inmediata y necesaria del lema “Una España Grande” que pocos años después escribirían, grabarían a fuego en las mentes españolas y clamarían los gerifaltes y la propaganda del régimen franquista.
Enric Ucelay-Da Cal se detiene en contextualizar convenientemente esa idea imperial surgida de un nacionalismo a priori contrario y adversario, que reclama su diferencia y su autonomía al Estado que no se la permite. En las postrimerías del siglo XIX Europa tenía pocas similitudes con la actual. Excepto Gran Bretaña y Francia, las actuales nacionalidades y Estados no existían tal como las conocemos y los preceptivos sentimientos de identidad nacional contemporáneos estaban por construir. La excepcionalidad histórica española, tan del gusto de muchos, tampoco durante estos años era tal.
Tras las invasiones napoleónicas, en las dos últimas décadas del novecientos, en Europa la forma imperial como modelo de vertebración nacional de los territorios perdía su mala prensa y volvía estar de moda. El imperio británico, emergente y en auge a costa de la decadencia española, era admirado.
Es archiconocido el topos común de esa decadencia, muy diferente a la verdad de sus causas que, en cualquier caso, y aunque los españoles aprendamos en los colegios la versión de nuestros enemigos, propiciaron una crisis identitaria y económica, la cual, tras la pérdida de Cuba, afectó, y de qué manera, a la economía nacional pero sobre todo a la burguesía catalana.
El positivismo y el darwinismo casi recién estrenado propició que la historiografía y los análisis políticos adoptasen la tesis del predominio del más fuerte, del mejor dotado para la adaptación, y en ese momento, quien cortaba el bacalao en el mundo era el Imperio Británico. El silogismo estaba cantado.
Así, lo deleznable a causa del pasado napoleónico, con el paso de los años se convirtió en un punto de vista político atractivo. Es decir, devino en hegemónica la idea de que la unión política de diferentes territorios o reinos con algún nexo común posibilitaba un mayor poderío, más músculo, una fuerza política mayor en el tablero internacional que, en consecuencia, abría oportunidades de expansión, de riqueza y de progreso más allá de las fronteras.
Tal y como lo expresa Enric Ucelay, en la cuna del nacionalismo catalán la idea de imperio se convierte en la metáfora principal que necesita toda fuerza o movimiento político para conseguir sus objetivos. Los nacionalistas catalanes utilizaron esta metáfora con gran éxito, unida, eso sí, a otra fundamental, de gran potencia movilizadora, la de la unidad cultural basada en la lengua. En este sentido, Ucelay establece diferencias entre los tres nacionalismos periféricos. Aduce que mientras que el vasco es claramente racista y el gallego historicista, el catalán es exclusivamente cultural, basado precisamente en el idioma.
El nacionalismo catalán es racista
Este lector que ahora escribe discrepa en este punto del historiador. Existe bibliografía con títulos tan sólidos como el del mismo Ucelay que remiten y prueban el carácter racista y etnicista de los tres nacionalismos periféricos españoles. “Románticos y racistas” (Ed. El Viejo Topo), de Jorge Polo Blanco, por ejemplo, es un excelente compendio exegético y documental de muy aconsejable lectura en estos tiempos, sobre todo para las personas que se consideran de izquierdas y al mismo tiempo contemporizan con el nacionalismo fragmentario a sabiendas, o quizás sin saber, que aprueban con su condescendencia prácticas políticas, sociales, morales e ideológicas en las antípodas de sus propios credos.
Es más. Podría prescindir totalmente de otras fuentes y tan solo referenciar el libro de Ucelay para probar la cuna racista del catalanismo, pues es pródigo en citas de políticos y publicistas (término con el que el que Da Cal nombra a escritores o intelectuales que brindan su pluma a la causa) y en documentos que desvelan el cariz y el pensamiento absolutamente xenófobo, racista, y etnicista ya no sólo de Almirall, Prat, Cambó y D’Ors, sino de muchos otros personajes de la historia finisecular decimonónica y de inicios del XX que pueblan “El imperialismo catalán” y que en la actualidad figuran de manera preminente en los callejeros de toda Catalunya, o nombran fundaciones, instituciones y hasta universidades.
Ahí está, como ejemplo paradigmático, el celebrado Dr.Robert, a la sazón, alcalde lligaire de Barcelona, quien, entre las muchas lindezas que expresó durante su excelsa vida profesional y política -propias del más motivado de los nazis- publicó estudios de gran éxito sobre las diferencias craneales de los catalanes con respecto a otros españoles. Prefiero no abusar de las citas por no alargar el texto y ocuparme de la pura recensión del libro. Si lo leen lo comprobarán.
Sí, pero…
Llegados a este punto, me gustaría señalar una sensación que sobrevuela todo la obra, y es que Enric Ucelay Da-cal, como catalán que es, parece resistirse a creer que sus paisanos, tan burguesotes, cultivados y educados, pudiesen caer en semejante pecado, aunque, insisto, él mismo proporciona las pruebas. Ocurre lo mismo cuando, tras aportar abundante material que lo prueba, niega la cuna burguesa del movimiento catalanista, con el argumento de que el tejido industrial catalán no estaba compuesto por grandes oligopolios.
Para el autor de esta -insisto- obra reveladora y de imprescindible lectura, La Lliga Regionalista supo concitar la adhesión de una masa electoral transversal porque su base era igualmente heterogénea, basada en la voluntad de la sociedad civil catalana cohesionada desde la unidad cultural y lingüística mediante la red de penyes, o grupos de personas activas políticamente a las que se podía acceder solo si se hablaba catalán, eso sí, independientemente del origen y clase social.
Sin embargo, sólo con echar un vistazo al prolijo índice onomástico, observaremos la extracción burguesa de quienes lideraron el movimiento desde sus inicios hasta la llegada la Segunda República Española, cosa que volvería a suceder tras la muerte del dictador con la refundación de ese catalanismo burgués en la marca de CiU
El Estado de las Autonomías avant la lettre
Pero volvamos a la tesis principal del libro. ¿Cómo diablos pretendían llevar a cabo los primeros catalanistas su misión imperialista? ¿La estrategia era unitaria? ¿Se trataba de una propuesta homogénea, coherente, bien armada intelectual y políticamente? ¿De qué fuentes filosóficas y económicas bebieron?
Ya hemos visto como en las décadas inmediatamente anteriores a la primera gran guerra no pocos países adoptaron el echo imperial. Ahí estaban. además de Gran Bretaña, Austria, Hungría y Bulgaria integrantes del Imperio Austrohúngaro, o las regiones alemanas que conformaban el Sacro Imperio Romano Germánico, que devendría en el II Reich.
Prat y Cambó ofrecían a España la posibilidad de liderar la configuración de un imperio que integraría los reinos históricos hispánicos, incluyendo Portugal, cuyo emperador recaería en la persona del rey Borbón, al más puro estilo austrohúngaro, de manera que los reinos se administrarían autónomamente y se vincularían en esta pseudofederación imperial con La Grande España.
En realidad, lo que proponían era la España de las autonomías avant la lettre, pero vestido el invento con los ropajes imperiales. Gracias al despliegue y explotación de la metáfora imperial, Cataluña ofrecía así una salida a la depresión nacional tras la debacle colonial y un nuevo impulso moral con promesas de una vuelta por la puerta grande a la escena internacional.
Por supuesto, los líderes catalanes, imbuidos de su característico supremacismo, se postulaban ante el Estado como motor de la operación, pues, según su percepción, la sociedad catalana era mucho más dinámica, activa, audaz, y moralmente superior a la de una Castilla decadente y anclada en la hidalguía. Barcelona actuaba de contracapital europea frente a un Madrid que encarnaba un liberalismo de estampilla, corrupto y poco edificante.
El pachwork imperialista catalán
La metáfora se acompañaba de su correspondiente guarnición, que generó diferencias sustanciales desde los inicios. Así, mientras unos proponían un imperio librecambista, formulado a la sombra de los economistas ingleses, otros defendían el proteccionismo a capa y espada. Mientras unos formulaban su base ideológica leyendo a los individualistas como Emerson y Carlyle, y por extensión a Nietezcshe, otros se inspiraban en el mismísimo presidente Teddy Roosvelt, o incluso en los más radicales reaccionarios nacionalistas franceses como Maurice Barres y Charles Maurras. Mientras unos postulaban un nacionalcatolicismo catalán de raíz carlista tradicionalista, otros preferían camuflar ese catolicismo fundamentalista para atraer a elementos obreros o de la izquierda al catalanismo.
Unos y otros buscaban la percha intelectual sobre la que colgar una propuesta tejida con la técnica del patchwork pero que, a la postre, una vez finalizada la Primera Guerra Mundial, triunfante la Revolución Bolchevique y tras la experiencia bélica alemana, devino en metáfora ineficaz porque dio paso a la idea republicana como tendencia histórica, presionada, lógicamente, por el ya incontenible movimiento obrero y la Internacional.
De modo que una vez finalizada la contienda europea, el imperialismo catalán vinculado a la idea de la Gran España que habían impulsado los líderes de la Liga se diluyó como un azucarillo en el café. Sin embargo, como es bien sabido, la energía no se destruye, sino que se transforma; la experiencia política en ocasiones no muere en el momento en que ya no son útiles sus objetivos o herramientas para la clase social o el núcleo de poder económico o social que las impulsó.
Así, por el camino de la construcción y deconstrucción de esa idea imperial catalana se genera un caldo de cultivo ideológico que prefigura, en parte, el fascismo español (Es de obligada lectura “El fascio de las Ramblas. Los orígenes catalanes del fascismo español” Ediciones Pasado y Presente, escrito a cuatro manos por el mismo Ucelay junto a Xavier Casals).
No lo digo yo, lo dice el autor: “Las especulaciones fascistas en el catalanismo se tradujeron al ámbito español por ósmosis. ¿no sería que España era una unidad cultural, real y en un nivel superior de intensidades nacionales y/o regionales como lo era Cataluña en su sentido primario”, se pregunta retóricamente Enric Ucelay. Y es que, más allá de toda duda razonable, la nacionalismo catalán se convierte en insospechado maestro del fascismo español, incluso todavía a las puertas de dar el salto al parlamento.
El magisterio fascista de Cataluña
Uno de los hombres que llevan la idea de esa recuperación imperial española desde Cataluña a Madrid fue Ernesto Giménez Caballero (Gecé), reconocido como el primer fascista español y fundador de la Falange Española -según sus creadores, un partido político de cariz imperialista y no nacionalista. “Los amigos [catalanistas] de Gecé le habían confesado que el presidente Macià extasiando a las masas de la Plaza Sant Jaume era en verdad un jefe fascista : ”me lo confesaban también mis amigos, enardecidos republicanos catalanes. ¡Este es nuestro fascismo!...Con la condición de que nadie se entere de que es fascismo…¡Este nuestro caudillo, nuestro Duce! Con la condición de que nadie le compare con un Duce!” explicaba Giménez Caballero
Enric Ucelay también da cuenta de una intervención parlamentaria del mismísimo José Antonio Primo de Rivera en el pleno extraordinaria en el que se dirimían los sucesos del amago revolucionario catalán de 1934. Su discurso, lejos de crítico, con los ojos del lector actual es de una sorprendente comprensión y aquiescencia hacia el llamado hecho diferencial catalán. La cita es larga. Reproduzco algunas frases significativas: “Hay muchas formas de agraviar a Cataluña […] y una de las maneras de agraviar a Cataluña es precisamente entenderla mal, es precisamente no querer entenderla. Para muchos ese problema es una mera simulación; para otros este problema catalán no es más que un pleito de codicia: la una y la otra son perfectamente injustas y perfectamente torpes […] Cataluña existe con toda su individualidad.” Recuerden que esto fue dicho desde el atril del Congreso de los Diputados por José Antonio Primo de Rivera. Ni Pedro Sánchez ni Yolanda Díaz, décadas después, le han superado.
¿Cataluña a la conquista moral de España?
Llegados aquí he de confesar que no estoy seguro de haber recensionado correctamente el libro del investigador catalán. Sea como fuere, mi lectura particular ha descubierto en sus más de mil páginas la revelación de un magisterio catalanista que desde sus inicios proporcionó sus propias metáforas y su núcleo ideológico más reaccionario a la élite política española, que en los inicios del siglo XX buscaba, sin hallarlo, un elemento eficaz de regeneración sin poner en peligro su preminencia y hegemonía, presionada como estaba por el pujante movimiento obrero y por un republicanismo transformador.
Tal y como afirma el propio autor, “quienes busquen una salida a los tópicos al uso, encontrarían en la metáfora pratiana, en los intentos de aplicación de Cambó y en los matices y elucubraciones elitistas de D’Ors, material más que adecuado para una novedosa reconstrucción, siempre en términos de derechas, sin recurrir a los manidos clichés de la izquierda. Dicho claramente, el falangismo bebió de fuentes catalanistas, por muy chocante que resulte la afirmación.“
El subtítulo de la obra “Prat de la Riba, Cambó, D’Orss y la conquista moral de España” creo que es suficientemente clarificador, aunque es necesario leerlo con la ironía que sobrevuela sobre todo el libro. Porque esa conquista moral, si bien desde el punto de vista catalanista refleja un supremacismo y una supuesta superioridad con respecto al resto de España, al finalizar la lectura y al recapitular uno no puede por más que señalar al fascismo, al nacionalismo ultracatólico y al imperialismo como los principales valores políticos e ideológicos que aportó el nacionalismo catalán a la historia de España contemporánea. Ese fue su magisterio, un magisterio inconfesable.