No siempre, pero acostumbra a ocurrir que las palabras hacen la cosa; a menudo el nombre no sólo construye el significado, sino que deviene en creador de lo que significa y, finalmente, ocupa incluso su espacio, su uso y su presencia. De hecho, la destrucción del lenguaje supondría la desaparición del mundo. Que le pregunten al bueno de José Arcadio Buendía, quien ante la epidemia del olvido que padeció Macondo se vio obligado a colocar cartelitos a los objetos con la palabra que los nombraba. Cada objeto, entonces, se revelaba, cobraba existencia y volvía a habitar entre ellos.
Por eso, cuando algo o alguien nos interpela tan solo con su sencilla presencia, sin previo aviso, es casi obligatorio rastrear en el origen, el momento de la historia en que un humano lo señala con el símbolo del lenguaje. De ese modo, quizás podremos llegar a entender el poder magnético y casi obsesivo que en ese preciso instante ha ejercido sobre nosotros, aunque probablemente ni así lleguemos nunca a percibir todo el alcance de su representación.
Sueño con musgo, veo musgo, rastreo musgo desde que hace un par de semanas reparé en su presencia a la vera del camino por el que paseo, porque de no obligarme a hacerlo se me olvida el sonido de mi respiración, los colores en la amplitud infinita del cielo y la silueta azulada de las montañas en el horizonte, una frontera infranqueable, el signo y la idea de que todo tiene su fin, la incógnita de lo que se oculta tras el final.
Mucho antes de que algún ser vivo en la Tierra se preguntase por el Más Allá, mucho antes del nacimiento del tiempo y de la memoria, el musgo sobrevivió a la desaparición de los profundos océanos mesozoicos. Era un alga perseverante de voluntad vital infinita, cuyo afán por pervivir le llevó de aquellos mares prehistóricos a nuestros bosques, a nuestras montañas, a la vereda o incluso a las calles, entre los adoquines, respirando su verdor en los intersticios que el frío y el paso de los años abre en los muros.
Espuma. Según los viejos latinos, musgo es muscus, es decir, espuma; la espuma briófita que vino del mar y se propagó discreta, enraizando sin ruido, apenas unos centímetros sobre las tierras húmedas con sus frágiles rizoides en la corteza firme de los bosques frondosos, extendiendo su manto acolchado a piedras y rocas, o cubriendo como una mortaja glauca la madera exánime de árboles vencidos.
El musgo es espuma de vida, polución fructífera; su presencia no vascular facilita el desarrollo de otras especies y, a la postre, consolida grandes espacios y los rebosa de olores y sonidos donde la luz del sol forma haces filtrados entre las ramas, la lluvia percute contra las hojas, el viento las estremece y la savia de la naturaleza proclama entre sus criaturas el deber de la supervivencia y de la procreación en un bucle virtuoso de alumbramiento y muerte.
Pero todo esto no es más que nostalgia ficticia de algo que fue y que yo nunca vi, evocación ilusoria de otra época que me han explicado y, por esa razón, al mismo tiempo, mi grata sorpresa ante la visión de unos pocos centímetros de musgo extendido en la pequeña barrancada que forma la senda, entre el arroyo seco y las raíces de los pinos sedientos.
Apacigüé el paso y desde ese instante el camino dejó de existir porque, a pesar de que seguía avanzando, ya mi conciencia se había llenado de recuerdos y sólo podía ver la calle donde nací; una calle de tierra encharcada delimitada por un muro derruido a causa de una gran riada que nadie parecía querer reparar, entre cuyas ruinas pugnaban la ortiga y la zarza y a su resguardo proliferaban, tranquilas, las ratas.
Durante el mes del adviento los niños de todos los hogares construíamos el belén, esa reconstrucción de oasis palestino donde nos imaginábamos el nacimiento de Dios entre palmeras, pacíficos pastores, aldeanos atareados, animales mansos, y toda suerte de arquitecturas eclécticas bajo cuyos techos nevados de algodón no vivía nadie, porque sus habitantes permanecían las veinticuatro horas del día a la intemperie.
Ese remanso pastoril de Próximo Oriente, en cuyo cielo acharolado intentaban brillar estrellas de papel, el musgo fingía ser la hierba que nunca creció en Nazaret y adquiría la categoría de elemento fundamental sin el cual el belén perdía toda su gracia. Por eso bajábamos a la calle y sin demasiado esfuerzo lo cosechábamos de los restos del muro hundido a causa de aquella célebre inundación trágica que tuvo lugar en los años sesenta, porque sobre aquellas piedras olvidadas crecía de modo abundante. Entonces nadie prohibía coger musgo. De hecho, en la ciudad había otros muchos lugares donde niños como yo obtenían su bolsa de musgo natural con el que erigían su portal navideño.
Durante aquellos días de invierno la materialidad de las calles y los edificios se diluía entre la opacidad de nieblas perpetuas. Algunos días parecía que el mundo hubiese desaparecido. Las sirenas de las fábricas aportaban con su sonido de guerra un matiz apocalíptico, sobre todo en la madrugada. Cualquiera que estuviese levantado a esas horas podía observar multitud de tenues haces de luz danzando entre el espesor la niebla, en plena oscuridad, como lámparas fantasmales en procesión hacia un mismo y misterioso destino, que no era otro que la fábrica donde los trabajadores se dirigían, linterna en mano, a cumplir con su jornada laboral. A las seis en punto sonaba la sirena, y era como si aquel lugar que engullía su ración de hombres alienados quisiese hacer ostensible, con el sacrificio diario, su poder omnímodo sobre la ciudad.
Tras la jornada, a las dos en punto, toda la ciudad escuchaba nuevamente el sonido inquietante de la sirena. En aquellas fechas, el patrón, imbuido de esa paternidad navideña que redime conciencias, despidos y plusvalías, regalaba un pollo vivo a cada obrero que mi padre, igual que sus cientos de compañeros, transportaba por la calle, cabeza abajo, agarrado con sus manos de las patas, hasta llegar a casa, para que mi madre y todas las madres lo matasen, lo desplumasen y lo cocinasen el día de Nochebuena, guiso del que dábamos buena cuenta bajo la mirada hambrienta de los habitantes del belén, que soportaban impertérritos, sobre el musgo verde, el frío blanco del algodón
La costumbre del aguinaldo aviar de la patronal cambió a los pocos años. Cuando me tocó cumplir con la patria como soldado de quintas, ya mi padre traía a casa el clásico lote a base de vino, turrón y barquillos, y la botella preceptiva de coñac Veterano. En los cuarteles del Regimiento de Caballería Acorazado de Montaña España 11, que a mediados de los ochenta se ubicaba en las postrimerías de las excavaciones actuales del yacimiento de Atapuerca, un teniente resabiado, no mucho más sabio que el Homo Antecessor, nos explicaba durante las interminables clases teóricas sobre la guerra, la supervivencia en la batalla y los modos diferentes de matar en silencio, que el musgo era un gran aliado del soldado. “Caballeros españoles, anoten ustedes y que no se les olvide nunca: el musgo siempre crece hacia el norte. En el bosque, si están perdidos, busquen musgo, y encontrarán el Norte”
Yo nunca he entendido esa práctica milagrosa que consiste en buscar a toda costa el Norte si uno no sabe dónde está ni qué camino seguir. Qué más da dónde diablos se encuentre el Norte, porque, aunque saberlo nos indica si nos encontramos en el Sur, el Este o el Oeste, de qué me va servir si desconozco la dirección o el punto cardinal de mi destino con respecto al lugar donde me encuentro perdido.
Tal es el valor del Norte que lo invocamos como ese tesoro moral escondido en algún lugar ignoto cuando perdemos la cabeza, cometemos insensateces o echamos nuestras vidas a perder. Un poco de musgo en la vereda, sobre una roca, a los pies de una encina, enraizado en el sillar ruinoso de una vieja cabaña hundida… y ya todo solucionado ¡Salvados!¡Vamos todos hacia el Norte!
Así anduve yo, algo perdido, pocos años después de leer en la ansiada cartilla blanca de licenciamiento que las fuerzas armadas del reino de España suponían mi valor. Algo es algo, recuerdo que pensé. Pasar de ser un puto bulto imberbe a hombre hecho y derecho, supuestamente valeroso, ofrece un resultado evolutivo a todas luces positivo.
Entonces mi vida cambió. Conocí a una mujer, la criatura más hermosa de la tierra, y caí perdidamente enamorado. Mi existencia se transformó. Desde aquellos días camino hacia el Norte, porque después de los años he sabido que no es más que una ensoñación, un lugar al que nunca se llega, algo así como la utopía de cada cual, que se persigue aunque siempre se aleje y deje en el camino el sinsabor de algunas frustraciones y el regalo de quienes te acompañan.
En poco se cumplirán treinta y ocho años desde que me besó por primera vez una tarde de niebla en el bar donde nos saltábamos las clases nocturnas de aquel COU remoto, ancladas ya en la era de los océanos mesozoicos. “Tus labios son molsuts”, me dijo cuando yo todavía no había abierto los ojos y sentía muy de cerca su aliento dulce. “Molsuts y húmedos, como la molsa”, recuerdo que me dijo. Molsa es la palabra catalana que nombra el musgo. Su historia es algo diferente; remite a la pulpa tierna de la fruta, a nuestros labios de fruta, a nuestros labios tiernos de musgo, a nuestras bocas jóvenes y ansiosas, unidas en la espuma de mis recuerdos.
Llegará un día, no muy lejano, en el que ya no veremos musgo en las ciudades y entonces nos olvidaremos de la palabra, y por mucho que la nombremos y que la invoquemos, su verdor tierno y húmedo no habitará entre nosotros, y resultará en vano imitar al bueno de José Arcadio, porque no habrá donde colocar cartel alguno, y su humedad, su color, su presencia en el camino se disolverá como las siluetas fantasmales de los obreros caminando de madrugada hacia la fábrica, entre la niebla espesa, y ya solo quedará un recuerdo que será como espuma de memoria. Por eso, desde que la conocí, no he dejado ni dejaré de besarla.
5 comentarios:
Evocador y sensible, maravilloso relato pobrecito hablador.
Leolo
Hombre , cuanto
tiempo, que tal?
¡Un abrazo, Leolo!
Salud
Hola Orlando.Bien. Por aquí...
El texto que has compartido es una amalgama de reflexiones profundas entrelazadas con recuerdos personales, observaciones sobre la naturaleza y meditaciones sobre el poder del lenguaje y los símbolos. A continuación, comentaré algunas de las características literarias que destacan en este texto:
Evocación de la memoria: El autor emplea la memoria como un hilo conductor que conecta diferentes momentos de su vida, desde su infancia hasta la edad adulta. Los recuerdos de la infancia, como la tradición del belén y la entrega del aguinaldo, se entrelazan con reflexiones más profundas sobre el significado del musgo y su importancia simbólica.
Imágenes sensoriales: El texto está lleno de imágenes sensoriales que permiten al lector visualizar los paisajes descritos y sentir la atmósfera evocativa que el autor intenta transmitir. Desde la niebla que envuelve la ciudad hasta la textura del musgo, cada descripción está cargada de detalles sensoriales que enriquecen la narrativa.
Reflexiones filosóficas y existenciales: A lo largo del texto, el autor reflexiona sobre temas universales como el paso del tiempo, la memoria, el significado del Norte como metáfora de búsqueda y la naturaleza efímera de la vida. Estas reflexiones añaden una capa de profundidad al texto y invitan al lector a contemplar cuestiones trascendentales sobre la existencia humana.
Interconexión de ideas y símbolos: El autor establece conexiones entre diferentes conceptos y símbolos a lo largo del texto. Desde la asociación del musgo con la vida y la memoria hasta la metáfora del Norte como destino inalcanzable, estas conexiones contribuyen a tejer una narrativa rica y compleja que invita a la reflexión.
En resumen, el texto es una exploración poética y reflexiva sobre la vida, el paso del tiempo y el poder evocador del lenguaje y los símbolos. A través de una narrativa rica en detalles sensoriales y reflexiones filosóficas, el autor invita al lector a sumergirse en un viaje introspectivo y contemplativo sobre la naturaleza de la existencia humana.
Así ve la I.A. tu texto. De momento un comentario muy simple y generalista, pero esto va muy deprisa.
Es muy generosa la IA
Estoy sorprendido, o mejor, alucinado.
¡Un abrazo!
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