El día se presentó realmente inclemente. El viento del norte soplaba con fuerza, el frío era
intenso, y el cielo amenazaba lluvia. Aunque
Colliure se iba asomando ya a la hora del mediodía, las calles permanecían tan desiertas como la
noche anterior. El mar rompía contra el malecón y contra los muros del
Château Royal provocando nubes
de espuma que el viento desbarataba, y a quien osaba hacerle frente tan solo
con la contemplación, le devolvía su color de plomo, que invitaba al recogimiento y a la melancolía. Desde luego, aquel lunes de
diciembre nadie diría que la vida del pueblecito francés bulle durante
los meses de verano gracias al trajín de los turistas que lo visitan.
Sin embargo, a pesar del cielo, del viento y del mar, nosotros
perseveramos. Cogidos de la mano, recorrimos todo el perímetro costero de la villa sin decir palabra, escuchando el silbido de
la tramontana acometiendo con fiereza contra los aleros de las casas, los cabos
golpeando los mástiles de las embarcaciones y el fragor de las olas envolviéndolo todo en una sonoridad constante imposible de
apaciguar.
Al llegar junto al
castillo nos dispusimos a caminar en
dirección sur, dejando el mar a nuestras espaldas, remontando un centenar de
metros la Avenida de la República hasta dar con la calle que lleva a los
Jardines del Doctor Navarro. Ahora el viento nos azotaba la espalda como si
pretendiese expulsarnos de sus dominios, como si quisiese borrar de las calles toda presencia humana.
Doblamos la esquina y a los pocos metros nos encontramos
con la entrada al cementerio. En su interior, lejos de aquietarse, la nortada
se enfurecía de tal manera que la natural flexibilidad de los cipreses difícilmente soportaba sus embates. Caminamos unos pasos
hasta que, muy cerca de la puerta, mal abrigada, junto a una verja próxima a uno de los muros del
camposanto, distinguimos entre todas, la tumba, el pequeño hueco en la tierra
reservado para el descanso eterno de los restos del poeta Antonio Machado.
No hay modo de que pase desapercibida porque en aquel recinto que acoge la muerte exiliada de tantos
compatriotas destaca la luz morada, amarilla y roja de la bandera de la II República Española que cubre la lápida. Los hombres y las mujeres
que se acercan allí para rendir homenaje a la bondad, suelen dejar flores y mensajes en
pedacitos de papel efímero o
versos del poeta que intentan sujetar bajo
el peso de pequeñas piedras.
Aquella mañana desapacible de Diciembre sólo aguantaban, sufridas, las piedras sobre la
sepultura junto a dos o tres ramos de
flores viejas, marchitas, dispersos y deslavazados. Me preguntaba, en silencio, cogido de la mano
de mi amor, qué versos habrá escrito
Machado observando desde su
morada eterna el aspecto de su último reposo. Me preguntaba, en silencio,
sacudido por el viento, estremecidos por el furor agitado de los cipreses, qué frase habrá escrito mi maestro Juan de Mairena
desde la cima del monte Parnaso ante a la perspectiva descorazonada de su último
destino.
Y en esas nos
hallábamos, entristecidos, abrumados por la
melancolía, indignados ante la dejadez, el desagradecimiento, la
incultura y la desidia colectiva del pueblo español, de las que formamos parte, cuando aparecieron en el cementerio de
Colliure dos muchachas jóvenes, tan
solitarias como nosotros, abrigadas, cogidas del brazo, protegiéndose como buenamente podían contra el rigor del temporal. Ninguna de las
dos superaría los 18 años. Se ubicaron en el otro extremo de la sepultura. Una de
ellas cogió uno de los ramos secos que yacían sobre el suelo y lo recolocó
frente a la lápida. Por supuesto, las flores no recuperaron el color, y tampoco
la vida, pero de algún modo, gracias a ese gesto, rebrotó un poco de dignidad. Después,
la compañera introdujo la mano en su bolso y extrajo un pequeño
libro. Con suma ternura se
inclinó y lo depositó sobre la losa, tomó dos piedrecitas y las colocó sobre el
libro. Era un ejemplar de “Campos de Castilla”.
Mi amor y yo contemplamos la escena en completo
silencio, emocionados. Seguíamos cogidos
de las manos y a través de ellas,
apretándonos mutuamente los dedos, nos
comunicábamos sin palabras las sensaciones ante la presencia, el respeto y la
admiración que aquellas dos muchachas mostraban
ante la sepultura de Antonio Machado: un lunes gélido, realmente ingrato, nada propicio para el paseo, dos jóvenes
adolescentes destinan unas horas de su vida a visitar un cementerio
en el que reposa el cuerpo de un poeta que escribió versos en las lejanías del siglo pasado, símbolo de tantas cosas
importantes que transitan desde hace unos años el camino del olvido.
Ellas nunca lo sabrán, pero aquellas dos jóvenes enfrentándose al frío, a la inclemencia y a los dictados de los tópicos de nuestro tiempo que se esfuerza en situarlas muy lejos de allí, nos redimieron, nos liberaron de la
vergüenza y de la desazón, nos proporcionaron en medio de la tempestad y del
frío un poco de luz y mucho calor para seguir.
Nosotros salimos y ellas
permanecieron en el cementerio, recomponiendo la bandera, aderezando inútilmente
todos y cada uno de los elementos que cubrían la tumba del
poeta, porque la furia del viento hacía imposible cualquier intento.
Nuestro próximo destino era la última casa donde
Machado vivió sus últimos días y donde, ahogado por la tristeza y la
enfermedad, el 22 de febrero de 1939 finalmente expiró. Para llegar, solamente hay que seguir unos
pocos metros la calle de los Jardines
del Doctor Navarro, cruzar un pequeño arroyo y doblar a la derecha para tomar
la Calle de Antonio Machado, larga y sinuosa. Pero todo lo que allí vimos y sentimos
forma parte de otra historia.