martes, 25 de febrero de 2020

Machado de tu mano



El día se presentó realmente inclemente. El  viento del norte soplaba con fuerza, el frío era intenso, y el cielo amenazaba  lluvia. Aunque  Colliure se iba  asomando ya a la hora del mediodía, las calles permanecían tan desiertas como la noche anterior. El mar rompía contra el malecón y contra los muros del Château  Royal provocando nubes de espuma que el viento desbarataba, y a quien osaba hacerle frente tan solo con la contemplación,  le devolvía  su color de plomo, que invitaba al recogimiento  y a la melancolía. Desde luego, aquel lunes de diciembre nadie diría que la vida del pueblecito  francés bulle  durante los meses de  verano gracias al trajín de  los turistas que lo visitan.

Sin embargo, a pesar del cielo, del viento y del mar, nosotros perseveramos. Cogidos de la mano, recorrimos todo el perímetro costero de la villa  sin decir palabra, escuchando el silbido de la tramontana acometiendo con fiereza contra los aleros de las casas, los cabos golpeando los mástiles de las embarcaciones  y el fragor de las olas envolviéndolo  todo  en una sonoridad constante imposible de apaciguar.

Al llegar junto  al castillo nos dispusimos a caminar  en dirección sur, dejando el mar a nuestras espaldas, remontando un centenar de metros la Avenida de la República hasta dar con la calle que lleva a los Jardines del Doctor Navarro. Ahora el viento nos azotaba la espalda como si pretendiese expulsarnos de sus dominios, como si quisiese borrar de las calles  toda presencia humana.

Doblamos la esquina y a los pocos metros nos encontramos con la entrada al cementerio. En su interior, lejos de aquietarse, la nortada se enfurecía de tal manera que la natural flexibilidad de los cipreses difícilmente  soportaba sus embates. Caminamos unos pasos hasta que, muy cerca de la puerta, mal abrigada, junto a una verja próxima a uno de los muros del camposanto, distinguimos entre todas, la tumba, el pequeño hueco en la tierra reservado para el descanso eterno de los restos del poeta Antonio Machado.

No hay modo de que pase desapercibida  porque en aquel recinto  que acoge la muerte exiliada de tantos compatriotas  destaca la luz  morada, amarilla y  roja  de  la bandera de la II República Española que  cubre la lápida. Los hombres y las mujeres que se acercan allí para rendir homenaje a la bondad, suelen dejar   flores  y mensajes en  pedacitos de  papel efímero o versos del poeta  que intentan sujetar bajo el peso de pequeñas piedras.

Aquella mañana desapacible de Diciembre sólo aguantaban, sufridas, las piedras sobre la sepultura junto a dos o tres ramos de flores viejas, marchitas, dispersos y deslavazados.  Me preguntaba, en silencio, cogido de la mano de mi amor, qué versos habrá escrito  Machado  observando desde su morada eterna el aspecto de su último reposo. Me preguntaba, en silencio, sacudido por el viento, estremecidos por el furor agitado de los cipreses, qué  frase habrá escrito mi maestro Juan de Mairena desde la cima del monte Parnaso ante a  la perspectiva descorazonada de su último destino.
 
Y en esas  nos hallábamos, entristecidos, abrumados por la  melancolía, indignados ante la dejadez, el desagradecimiento, la incultura y la desidia colectiva del pueblo español, de las que formamos  parte, cuando aparecieron en el cementerio de Colliure  dos muchachas jóvenes, tan solitarias como nosotros, abrigadas, cogidas del brazo,  protegiéndose como buenamente podían  contra el rigor del temporal. Ninguna de las dos superaría los  18 años. Se ubicaron  en el otro extremo de la sepultura. Una de ellas cogió uno de los ramos secos que yacían sobre el suelo y lo recolocó frente a la lápida. Por supuesto, las flores no recuperaron el color, y tampoco la vida, pero de algún modo, gracias a ese  gesto, rebrotó un poco de dignidad. Después, la compañera introdujo la mano en su bolso y extrajo  un pequeño  libro. Con suma  ternura se inclinó y lo depositó sobre la losa, tomó dos piedrecitas y las colocó sobre el libro. Era un ejemplar de “Campos de Castilla”. 

Mi amor y yo contemplamos la escena en completo silencio,  emocionados. Seguíamos cogidos de  las manos y a través de ellas, apretándonos mutuamente  los dedos, nos comunicábamos sin palabras las sensaciones ante la presencia, el respeto y la admiración que  aquellas dos muchachas mostraban ante la sepultura de Antonio Machado: un lunes gélido, realmente  ingrato, nada  propicio para el paseo, dos jóvenes adolescentes  destinan  unas horas de su vida a visitar un cementerio en el que reposa el cuerpo de un poeta que escribió versos en las lejanías  del siglo pasado, símbolo de tantas cosas importantes que transitan desde hace unos años el camino del olvido. 

Ellas nunca lo sabrán, pero aquellas dos jóvenes  enfrentándose al frío, a la inclemencia  y a los dictados de los tópicos de nuestro tiempo  que se esfuerza en situarlas muy lejos de allí, nos redimieron, nos liberaron de la vergüenza y de la desazón, nos proporcionaron en medio de la tempestad y del frío un poco de luz y mucho calor para seguir.

Nosotros salimos y ellas permanecieron en el cementerio, recomponiendo la bandera, aderezando inútilmente todos y cada uno de los elementos que cubrían la tumba del poeta, porque la furia del viento hacía imposible cualquier intento.

Nuestro  próximo destino era la última casa donde Machado vivió sus últimos días y donde, ahogado por la tristeza y la enfermedad, el 22 de febrero de 1939 finalmente expiró.  Para llegar, solamente hay que seguir unos pocos metros  la calle de los Jardines del Doctor Navarro, cruzar un pequeño arroyo y doblar a la derecha para tomar la Calle de Antonio Machado, larga y sinuosa. Pero todo lo que allí vimos y sentimos forma parte de otra historia.

4 comentarios:

Manuela Fernández dijo...

Un excelente relato que hace nos veamos ante la tumba de aquél cuya infancia eran recuerdos en un patio de Sevilla, aquél que un 22, viajó ligero de equipaje, y solo.
SAludos.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Un abrazo, Manuela

José A. García dijo...

Siempre terminamos recuperando las obras de quienes ya no pueden obtener nada de ella.
¿De qué sirve la fama póstuma en este tipo de casos?

Saludos,

J.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Yo creo, J, que en lo que respecta a Machado, la fama tiene poco que ver, ni que sea póstuma. Machado fue reconocido en vida y desde el día que murió ya es eterno, igula que su obra, su figura, su pensamiento y los valores que encarnó y transmitió. Tanto es así que se ha transformado en un símbolo. Su memoria encarna la bondad, la coherencia y también, el sueño de un país que no pudo ser, cuyo sueño de futuro fue truncado por la intolerancia y el fascismo

Cuando uno visita su tumba, dificilmente contiene emociones, y la rabia y la impotencia se mezclan con la tristeza y la admiración. Mientras los grandes nombres de la cultura francesa descansan en el Pantheón, nosotros tenemos a uno de los más grandes poetas europeos del siglo XX enterrado en el exilio.

Gracias por participar, J
¡Salud y República!