jueves, 13 de febrero de 2020

La tinta de los valientes



Los tinteros son esos pozos profundos donde duermen plácidamente  la siesta  nuestras incógnitas a salvo de molestias  o interpelaciones; son  esos pequeños  recipientes oscuros dentro de los cuales se pudre  nuestra curiosidad procrastinada. 

Creo que sabemos menos de lo que  podríamos saber porque evacuamos en el fondo de los tinteros  nuestras dudas, de tal manera que, llegado el día en que, debido al efecto simple del principio de Arquímedes, el tintero rebose y derrame sin ningún control  su contenido sobre la mesa, nuestra plumilla colisionará contra  una  masa densa y compacta, producto de la emulsión del  tiempo y de la pereza con que relegamos  aquellos enigmas, inquietudes o interrogantes que podríamos haber resuelto pero que, igual que un  Oblomov contemporáneo, dejamos para otro día. 

Y lo peor es que, llegado ese día, ya no podremos escribir, o lo que es lo mismo, ya no podremos pensar, porque el hábito de la reflexión, ese  extraño y valioso fluido que circula libre a través de las ramblas de  nuestra mente atendiendo a nuestras  intuiciones, incertidumbres o sospechas, un mal día se transformará en una gran lengua de lodo, tan espesa, tan consistente, que ya nada podrá devolverle su esencia líquida original. 

Porque siempre llevamos un tintero a cuestas. Cada cual el suyo, exclusivo, único e irrepetible. Incluso en sueños  nuestro tintero rubio, castaño, albino o alopécico sigue ahí, agitando su contenido  durante las horas de la noche. Más de un artista se hizo célebre zambulléndose  en el suyo  propio, sin tomar ningún tipo  de precauciones, en las extrañas tintas de los sueños, donde se precipitan, en ocasiones, las  perplejidades  sin resolver y  los deseos insatisfechos. 

Yo acostumbro a soñar despierto. Mis ambiciones y mis inquietudes deben ser tan prosaicas que mi inconsciente me ha negado la memoria de mis sueños. O quizá es que mi superyó, ése otro que se arroga mi representatividad agazapado en los silencios de las madrugadas, conoce mejor que nadie mi  perezosa  costumbre postergadora,  que mantiene  en una  espera casi eterna, por ejemplo, las páginas inmaculadas de mis libretas, a las que a diario niego con la demora  ideas, historias,  imágenes y  reflexiones que me asaltan a toda hora y en cualquier lugar. “Después, cuando encuentre un momento, lo escribo”. Así  las despacho, y así se corrompen, olvidadas,  en el fondo del tintero. 

Debo reconocer, en mi descargo, que no todo es responsabilidad de mi diligencia. Existe  diferentes motivos, que agravan, si cabe, la ausencia de compromiso hacia mí mismo y uno de ellos no es otro que la cobardía, ese “miedo o falta de valor ante situaciones difíciles, peligrosas o desafíos complejos que conllevan cierto riesgo” según definición canónica de los diccionarios. 

Los cobardes tenemos muy mala prensa, y  más, si cabe, si nos reconocemos como tales sin habernos enfrentado  jamás a una situación peligrosa, más allá de prescindir de la gaseosa que debería acompañar al vino en el bar del polígono. Aun así, puedo asegurar que mi cobardía es la principal causa de la solidificación progresiva que padece mi tintero. Es una cobardía extraña y singular, porque no conozco a nadie que se tema a sí mismo. Por favor, si algún lector de  estas líneas se arruga antes sus propias ideas,  tiembla enfebrecido  ante una reflexión, o busca refugio  en los lugares más insospechados cuando le asalta una duda, haga el favor de desvelar su existencia bajo mi solemne promesa de no revelar su identidad. Tan solo necesito saberme acompañado en mi cotidianidad pusilánime. 

Porque mi miedo es dual, diverso y congénito. No le temo a la idea porque suponga un riesgo, ni para mi vida ni para la de nadie. El temor, digamos, se extiende hacia el futuro, en el calendario, porque viaja de incógnito, a través de los días, igual que un transeúnte indocumentado, hasta posarse sobre algún día concreto de la semana o del mes siguiente en el que, confiado y ufano ante la perspectiva de reconocer mis letras,  abro de nuevo mis libretas y lo único que reconozco son estupideces, cursiladas y vaguedades; criaturas insustanciales, esto es, sin sustancia; una pose asentada sobre cierta habilidad gramatical, producto fabril de la redundancia profesional que se acrecienta con el tiempo y engorda  mis aires de grandeza. 

Y claro, reconocerse así, de este modo, produce un pavor insufrible, y es fundamento más que  consistente como para que a lo largo de mi vida haya atesorado en los cajones de mi escritorio un buen número de  frascos cegados de tinta agostada, convertidos ya para siempre en una decepcionante colección de vasos canopos, en los que se acecinan al mismo tiempo mi dignidad, mi amor propio y mi vocación. De manera que, ante esta realidad, difícilmente alterable, solamente  hallo consuelo en la tinta de los valientes… Y podría seguir, pero no me atrevo.

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