Los tinteros son esos pozos profundos donde duermen
plácidamente la siesta nuestras incógnitas a salvo de molestias o interpelaciones; son esos pequeños recipientes oscuros dentro de los cuales se
pudre nuestra curiosidad procrastinada.
Creo que sabemos menos de lo que podríamos saber porque evacuamos en el fondo de los
tinteros nuestras dudas, de tal manera
que, llegado el día en que, debido al efecto simple del principio de Arquímedes,
el tintero rebose y derrame sin ningún control su contenido sobre la mesa, nuestra plumilla
colisionará contra una masa densa y compacta, producto de la
emulsión del tiempo y de la pereza con
que relegamos aquellos enigmas,
inquietudes o interrogantes que podríamos haber resuelto pero que, igual que un Oblomov contemporáneo, dejamos para otro día.
Y lo peor es que, llegado ese día, ya no podremos
escribir, o lo que es lo mismo, ya no podremos pensar, porque el hábito de la
reflexión, ese extraño y valioso fluido
que circula libre a través de las ramblas de
nuestra mente atendiendo a nuestras
intuiciones, incertidumbres o sospechas, un mal día se transformará en una
gran lengua de lodo, tan espesa, tan consistente, que ya nada podrá devolverle
su esencia líquida original.
Porque siempre llevamos un tintero a cuestas. Cada cual
el suyo, exclusivo, único e irrepetible. Incluso en sueños nuestro tintero rubio, castaño, albino o
alopécico sigue ahí, agitando su contenido durante las horas de la noche. Más de un
artista se hizo célebre zambulléndose en
el suyo propio, sin tomar ningún tipo de precauciones, en las extrañas tintas de los
sueños, donde se precipitan, en ocasiones, las
perplejidades sin resolver y los deseos insatisfechos.
Yo acostumbro a soñar despierto. Mis ambiciones y mis
inquietudes deben ser tan prosaicas que mi inconsciente me ha negado la memoria
de mis sueños. O quizá es que mi superyó, ése otro que se arroga mi
representatividad agazapado en los silencios de las madrugadas, conoce mejor
que nadie mi perezosa costumbre postergadora, que mantiene
en una espera casi eterna, por
ejemplo, las páginas inmaculadas de mis libretas, a las que a diario niego con
la demora ideas, historias, imágenes y reflexiones que me asaltan a toda hora y en
cualquier lugar. “Después, cuando encuentre un momento, lo escribo”. Así las despacho, y así se corrompen, olvidadas, en el fondo del tintero.
Debo reconocer, en mi descargo, que no todo es
responsabilidad de mi diligencia. Existe diferentes motivos, que agravan, si cabe, la
ausencia de compromiso hacia mí mismo y uno de ellos no es otro que la
cobardía, ese “miedo o falta de valor ante situaciones difíciles, peligrosas o
desafíos complejos que conllevan cierto riesgo” según definición canónica de
los diccionarios.
Los cobardes tenemos muy mala prensa, y más, si cabe, si nos reconocemos como tales
sin habernos enfrentado jamás a una
situación peligrosa, más allá de prescindir de la gaseosa que debería acompañar al
vino en el bar del polígono. Aun así, puedo asegurar que mi cobardía es la principal
causa de la solidificación progresiva que padece mi tintero. Es una cobardía
extraña y singular, porque no conozco a nadie que se tema a sí mismo.
Por favor, si algún lector de estas líneas
se arruga antes sus propias ideas, tiembla
enfebrecido ante una reflexión, o busca
refugio en los lugares más insospechados
cuando le asalta una duda, haga el favor de desvelar su existencia bajo mi solemne
promesa de no revelar su identidad. Tan solo necesito saberme acompañado en mi
cotidianidad pusilánime.
Porque mi miedo es dual, diverso y congénito. No le temo
a la idea porque suponga un riesgo, ni para mi vida ni para la de nadie. El
temor, digamos, se extiende hacia el futuro, en el calendario, porque viaja de
incógnito, a través de los días, igual que un transeúnte indocumentado, hasta posarse
sobre algún día concreto de la semana o del mes siguiente en el que, confiado y
ufano ante la perspectiva de reconocer mis letras, abro de nuevo mis libretas y lo único que
reconozco son estupideces, cursiladas y vaguedades; criaturas insustanciales, esto
es, sin sustancia; una pose asentada sobre cierta habilidad gramatical, producto
fabril de la redundancia profesional que se acrecienta con el tiempo y engorda mis aires de grandeza.
Y claro, reconocerse así, de este modo, produce un pavor
insufrible, y es fundamento más que consistente
como para que a lo largo de mi vida haya atesorado en los cajones de mi
escritorio un buen número de frascos cegados
de tinta agostada, convertidos ya para siempre en una decepcionante colección
de vasos canopos, en los que se acecinan al mismo tiempo mi dignidad, mi amor
propio y mi vocación. De manera que, ante esta realidad, difícilmente alterable,
solamente hallo consuelo en la tinta de
los valientes… Y podría seguir, pero no me atrevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario