No hay nada tan
democrático y déspota al mismo tiempo como el azar, porque en algún momento de la vida nos ha sonreído a
todos, y desde nuestro nacimiento nos
somete a su arbitrio. No existe ámbito en la vida en el que el azar
no esté presente, y no quisiera ponerme
borgiano. De hecho, en cuanto al azar se refiere, me quedo con Auster. Sin
embargo, difícil es no reconocer que el
mismísimo universo, en toda su vertiginosa infinitud -incluida nuestra pequeña
Tierra repleta de vida- es fruto del azar.
Los deterministas
pensaban que el azar no existía, y menos el ontológico, que forma parte de nosotros mismos: contra él no
hay conocimiento ni voluntad que valga. Los deterministas estaban convencidos
de que los procesos aleatorios en realidad
son producto de la desatención o de la indolencia. Algunos filósofos
también creen que el azar es producto del desconocimiento, o de la
incapacidad humana para resolver problemas complejos.
Sea como fuere,
por hache o por be, lo que está claro es que el azar es consustancial con la
vida misma, bien porque intelectualmente somos incapaces de hacer más de lo que hacemos, o porque malditas las ganas que tenemos de hacer más
de lo que hacemos. De ahí que, por mucho que lleve unos días paseando mi cara
de pasmo por las calles del mundo, en realidad no deberían de sorprenderme un par de hechos a los que se ha catalogado nuevamente desde las tribunas de la desinformación con
la etiqueta y la categoría de anécdota.
Esta última
semana me he convencido de que nuestros legisladores son personas de gran
profundidad reflexiva, dotados de una
inusitada capacidad deductiva y resolutiva, asentada sobre
las bases de los principios de la
metafísica, para quienes el honorable
trabajo de diseñar leyes va más allá de la
regulación de la conducta de los ciudadanos y de la resolución de conflictos.
Nuestros
legisladores, esos individuos inteligentes, preparados y honestos, a los que regalamos nuestra confianza
periódicamente para que manejen la
maquinaria de producir leyes y nunca nos
falten, son muy conscientes de
que, a menudo, frente al azar, frente al
dios de los destinos y de los futuros, no
hay ley que valga, y por tanto, para qué vamos a legislar.
Montcada i Reixac
es una localidad de unos cuarenta mil habitantes situada en la zona norte del cinturón industrial barcelonés. Yo nací y
crecí en Montcada, por mandato del azar, como todo mortal. En Montcada he
aprendido a jugar al siete y medio, al póker, a
los montones, a los dados, al parchís, a la oca, al Trivial Pursuit, al
tute, a la brisca, al dominó, a la garrafina, al cinquillo, al hijo puta, al
remigio, a la canasta… y sobre todo al
mus. No es el mejor sitio para aprender a jugar al mus, porque no es juego muy
extendido en Cataluña, pero mi padre, que era castellano y que por azar llegó a
esta tierra, nos enseñó a jugar a mis
hermanos y a mí.
Hostalets de
Pierola también es una localidad catalana, ubicada en la comarca del Anoia, muy cerca de Igualada,
que roza los tres mil habitantes. El azar no ha conseguido más que un par de pasos
míos por las calles de esta población, desde cuyos viñedos se puede disfrutar
de una estupenda vista de las Montañas de Montserrat. Este pueblecito vivió
hace ahora unos trece años su momento de gloria porque la fortuna provocó que, a
consecuencia de unas obras de adecuación de un vertedero, el cráneo de
nueva especie de primate no catalogada quedase al descubierto. Al
hallazgo se le bautizó como Pierolapithecus catalaunicus alias Pau (Pablo). A partir de aquí, en Hostaltets de Pierola fue un no parar, porque los paleontólogos
tiraron de veta y hallaron dos especies
más: el Anoiapithecus
brevirostris y el Pliopithecus canmatensis.
La casualidad ha
querido que estas dos poblaciones
catalanas -con casi nada en común- se
vean hermanadas, precisamente, por y
para el azar, porque el gobierno
municipal de ambas se ha decidido a través de un sorteo. En Montcada dos
formaciones políticas habían empatado a dos mil cien votos y
era necesario dirimir quién se embolsaba
el último concejal en liza. Esta última acta de concejal, debido al conocido juego de pactos entre bloques formados por
diferentes partidos, era clave para decidir quién va a ser
alcalde los próximos cuatro años. Perece ser que los dos partidos
solicitaban a los funcionarios de la
junta electoral, insistentemente, una y otra vez, que repitiesen el recuento,
por si alguien advertía alguna irregularidad que deshiciese el empate.
Pero no hubo
manera. El escrutunio arrojaba una y
otra vez la fatídica cifra redonda, magnífica,
de dos mil cien papeletas a ambos lados de la urna; dos montoncitos de
papeles de igual grosor, altura y componentes
que multiplicaban una y otra vez
los nombres de cuarenta y dos personas, quienes albergaban, ingenuos, la idea de que
ellos estaban llamado a cambiar el destino de un pueblo.
Algo parecido ha
ocurrido en Hostalets de Pierola. Dos partidos
habían empatado a trescientos cuarenta y nueve votos. Tras innumerables
recuentos, nervios y amagos de
impugnación por uno y otro bando, la equivalencia absoluta no se desbarataba.
Cabe señalar que aquí los hados jugaban un
papel más determinante, pues lo que estaba en juego era, directamente, la
alcaldía, sin el concurso de pactos
previos.
Según la ley
electoral, cuando se producen casos como los
que he explicado, el problema se resuelve a través de un sorteo. Es decir. Se convoca al juzgado a los
responsables de los partidos en lid, a quienes suelen acompañar miembros de la
lista, afiliados y simpatizantes, que se sientan en la sala para atestiguar tan intrigante espectáculo. El mismo juez
escribe a bolígrafo las siglas de ambos partidos, en seis papeletas (tres para cada uno). Después
las introduce en una caja de cartón, o una urna abierta, no sin antes
mostrarlas a todos los presentes. A continuación, el magistrado señala a un
miembro de su equipo- aunque también lo puede hacer él mismo- quien introduce
su mano inocente el caja o en la urna, revolviendo y moviendo ostentosamente
los seis sobres para que nadie del respetable le que quepa ninguna duda al respecto de la
limpieza del proceso.
El silencio en la
sala es expectante, apenas roto por un susurro.
Alguien comparte un cuchicheo con su vecino de asiento, tapándose la boca para que no se le oiga,
pero el destinatario sí le escucha musitar
que, sin saber muy bien por qué motivo, se siente
rejuvenecer, porque se ha
acordado de Mayra Gómez Kemp.
Finalmente, tras
el trasiego de sobres, acompañado
por el bufido impaciente de algunos
espectadores, la diosa fortuna, a través de la cándida mano funcionarial, se decide
por uno y, tímidamente, se lo entrega al juez. Éste, con gran
parsimonia y esbozando una sonrisa maliciosa de tombolero de feria, abre el
sobre, introduce dos dedos y toma entre ellos la papeleta agraciada, sin perder
de vista las reacciones del público, que permanece imperturbable, procurando mantener
cierta dignidad, cierto aire de trascendencia que en realidad camufla los nervios; un estado muy parecido al que
comparten los jugadores de ruleta alrededor de la mesa del casino mientras observan expectantes la bolita brincar entre las casillas negras y rojas,
entre números pares e impares, y cuyo dictamen convertirá a muchos en algo más pobres, y a unos pocos en afortunados.
Por fin, el
juez lee en voz alta las siglas ganadoras, provocando la euforia, la
explosión de la emoción contenida y hasta las lágrimas de la mitad del aforo, mientras
que la otra mitad llora desconsolada su mala fortuna, tristes viudas bingueras a las que ya no les
quedan más cartones qué jugar.
¡Es magnífico
¡.¡Que nadie me diga que no resulta apoteósico! ¡Qué nadie me diga que no es el
colmo de la dejadez, de la indolencia y de la
falta de respeto hacia el voto de los ciudadanos! Tras décadas de campañas
machaconas sobre las virtudes de la democracia; tras años y años de escuchar los
mismo lugares comunes sobre la fiesta de la democracia, la soberanía popular, y
el gobierno de todos, la fortaleza de las instituciones, etcétera, etcétera, etcétera…, resulta
que sus señorías, miembros del Parlamento de nuestro país, después de casi cuarenta
años, con sus consiguientes legislaturas, no han sido capaces de proveer más que de un berlanguiano sorteo público para
deshacer los posibles empates a votos
que se puedan dar después de una elecciones para cualquiera de los ámbitos de
gobierno.
Porque una segunda
vuelta, no ¿no? Entonces ¿Por qué no unas manitas al mus? Al menos, el ganador
habría meritado su investidura en aras de alguna habilidad, más allá de los
intrascendentes programas electorales, o del despreciable número de ciudadanos
que le han dado su confianza.
El mus requiere de grandes dosis de psicología,
de conocimiento del adversario y de coordinación con el compañero. El mus
exige inteligencia para deshacerte de
buenas cartas aunque te sepas ganador y de audacia para engañar al contrario
cuando no las tienes. ¿Qué es, si no, la política? Sin embargo, mucho me temo que
la propuesta no tendrá éxito. Demasiado
trabajo.
Por eso, había pensado que otra alternativa, mucho más rápida y liviana, sería
llamar a la FIFA -mojando a quien haya que mojar- para que nos preste al Pulpo Paul en periodo
electoral. Y si no es posible, pues tiramos de lo nuestro. El cráneo del pobre Pau (Pablo),
de Hostalets de Pierola podría servir. Sólo hay que limpiarlo un poco, darle la vuelta, colocarlo sobre el suelo como si fuese un cuenco
y lanzar hacia la cavidad craneal las papeletas desde una distancia acordada,
igual que si fuesen naipes. La formación que más papeletas introduzca en el hueco donde
alguna vez hubo un cerebro, esa
formación gana, y se queda con la alcaldía. ¿Qué les parece? ¿Votamos?