lunes, 26 de octubre de 2009

New York-Almería-Burgos


Respira sobre poemas de Federico García Lorca un pedazo desgajado de la pared del Cortijo de los Frailes, que sin mucho esfuerzo recogí este verano bajo su fachada ruinosa, agonizante sin que nadie lo remedie, en el corazón del páramo que se extiende entre Rodalquilar y Los Albaricoques, en la provincia de Almería; un infinito agreste, polvoriento, azotado por un viento cálido que humedece pitas, chumberas y esparto, y que lleva hasta la espadaña quebrada del campanario hueco lamentos de célebres invitados a bodas. Cada vez que veo ese trozo inerte de yeso blanco sobre la estantería de la librería casi oigo como me reclama las líneas que desde hace ya meses debería haber escrito. Pero no encuentro la manera de capturar y volcar todo el poder alegórico que para mí contiene.

En las noches del desierto almeriense uno llega a empequeñecer tanto que se siente a salvo de todo, porque bajo su oscuridad el mundo no existe, la realidad se difumina, y es en la conciencia de la nada cuando nada hay que temer, solamente al renacer en un nuevo amanecer de sol oriental que vuelve a llenar de luz el llano y de sombras ardientes las colinas cansadas. Durante ese espacio de fuego sin tregua, lo mejor es bajar hasta la costa y dejarse purificar por el mar amante, dormir, y al poco volver de nuevo la mirada hacia el Oeste para admirar una vez más el atardecer encarnado sobre línea recta, perfecta, vívida y nítida, tras la cual deben habitar mundos extraños de los que nadie sabe de su existencia. América, el continente perdido, tierra de encantos, leyendas, y tragedias; tierra de futuros perpetuos que se agostan en manos de bellacos, criminales y gañanes. América suena en mi cabeza con la música de Gershwin mientras espero, tumbado bajo una estera blanca, a que la noche vuelva y me fulmine. Vivo dentro de 'Rhapsody in Blue', dentro del clarinete de Gershwin que invoca, como el faquir a la cobra, un hechizo lunar que me conecta con New York, porque entonces, justo entonces sé que esa ciudad despierta a la promesa diaria de prosperidad que el poeta desmintió. Y pienso en Gershwin y Lorca y me lamento de que no llegasen a conocerse, de que Lorca ni tan siquiera conociese la pieza y no pudiese escuchar nunca el piano atrevido, nuevo, magistral que evoca el espejismo cosmopolita de la nueva metrópolis, la ilusión mendaz alimentada por un atrevimiento colectivo, sin complejos, que dio a luz el siglo XX. Y a la inversa. ¿Qué hubiese ocurrido si Gershwin hubiese leído los versos de Lorca antes de que el americano hubiese compuesto 'Rhapsody in Blue'? Gershwin en el Cortijo de los Frailes escuchando, de la voz del dramaturgo, la cruenta boda que narró Carmen de Burgos, mientras pasean los dos, George y Federico, bajo los arcos del claustro en los que se inmortalizó años después, cuando ya eran solo cascotes, el rostro inclemente y sucio de Clint Eastwood.

Se hubiese producido una fascinación mutua, recíproca. La sangre atávica, la tradición mísera frente a la vida que empuja y discurre y fluye entre notas nuevas en una forma desconocida que jamás ha mirado hacia atrás y que desprecia la convención. Por eso ‘Poeta en New York’ es un nuevo drama al otro lado del Atlántico. Parece un canto a la justicia, parece una denuncia, quizá un grito de alerta con visos surreales, pero en realidad es otra boda ensangrentada, otro útero yermo, una voz castrante, flagelo y escándalo en los ojos que no pudieron escuchar el encanto in Blue. (Leo 'Poeta en New York' escuchando a Gershwin y escucho a Gershwin leyendo Poeta en New York, en el atardecer del desierto, bajo el influjo de los fantasmas que todavía se desangran entre muros ruinosos)
Lorca también anduvo por tierras de Burgos, muy cerquita de donde, hace pocas semanas, yo he dado paseos inolvidables. Silos, Covarrubias, Carazo, Hacinas, Castrillo de la Reina… tierra serrana de pastos, de secanos familiares, frondosos robledales , huertos generosos, regios chopos en la riberas; la encina en la vereda, y el aire limpio, frío, que proviene del agua helada sin fondo, oscura, de la Laguna Negra, y de las blancas nubes gruesas que al atardecer se rasgan como puñales que hiriesen el viejo cielo azul inmaculado en sangre recordada todavía por algún espectro judío, o morisco, pretendientes de esta hermosa tierra. La luz aquí ciega hasta el vencejo, que vuela bajo en busca de alimento sin que yo pueda disfrutar de su canto, porque también hasta aquí he venido con Gershwin y llevo 'Rhapsody in Blue' en mi paseo. De esta tierra escribió Lorca “ Quedamos los viajeros en el corazón de Castilla, rodeados de sierras severas, en medio del abrumador y grandioso paisaje […] Ya en la calle había un perfume intenso de pan.[…] El río copiaba a un puente… Cabeceaban los álamos”. Pero es con Gershwin con quien camino, con el poder hipnótico de su 'Rhapsody', que escucho una y otra vez, una y otra vez, entre recuerdos de colores acres y el murmullo próximo del río que me llega a través de la vista, porque ahora el piano lo gobierna todo, ordena trompetas, saxos, clarinetes, le dicta al timbal su momento, le da al paso a la cuerda y entonces surge un nuevo clímax metálico, un ritmo nuevo en la Castilla vieja que Eduardo Chillida escogió para descansar, recopilar fuerzas, para hacerse quizá con las esencias perdidas de la materia, de la nada, como la que propicia la noche del desierto almeriense, en donde su amigo y cómplice, José Ángel Valente, vio los últimos atardeceres en el silencio con que buscó la raíz de la palabra...

Y yo sigo aquí, mirando desde mi ventana el gris de la calle que alumbra la farola pobre, contemplando mi frágil pedazo de yeso blanco que reposa sobre los versos de Lorca, desprendido un día sobre el suelo yermo de la tragedia. Vuelve a sonar, como súbita erección, el clarinete brillante de 'Rhapsody in Blue' y entonces intento convencerme a mí mismo de que todo empieza de nuevo.

Vuelvo mañana

miércoles, 21 de octubre de 2009

Baba de caracol


Los caracoles son seres indefensos pero prudentes. Tienen ellos tan alta conciencia de su vulnerabilidad que han desarrollado a través de los siglos un preciso y sofisticado sistema natural de control que les protege de sí mismos. Porque el caracol es en realidad una babosa a la que, gracias a las propiedades químicas de su baba, le ha crecido un caparazón construido pacientemente durante su proceso de crecimiento, y cuya composición contiene elementos altamente protectores, muy preciados por los laboratorios de cosmética. Sin embargo, si el caracol se excediese en tan sólo media micra a la hora de calcular el grosor, el volumen y la superficie total de su coraza, moriría aplastado por su propio peso. De ahí que el caracol sea un ser extremadamente prudente y meticuloso. De hecho, la espiral de la concha del caracol es una de las formas más complejas y trabajosamente elaboradas que existen. Una sola, una ínfima, milimétrica, insignificante vuelta más en la espiral, y el caracol moriría sin remedio. Así es que, desde que el otro día me lo explicaron, admiro más si cabe a estos pequeños gasterópodos cornudos, porque desde siempre he pensado que son la excepción que confirma la regla de la teoría de la evolución. Son seres tremendamente débiles, antonomasia de la lentitud, que no disponen de ningún tipo de defensa, y mucho menos de armas ofensivas, y sin embargo pueblan el planeta, de polo a polo, desde hace millones de años, por lo que, de momento, no parece que vayan a extinguirse, como así ocurre con otras especies que a simple vista son mucho más fuertes, más inteligentes, y con una gran experiencia, o amplio y valioso background (aprendo rápido), en el proceloso quehacer de la supervivencia, como por ejemplo rojos, izquierdistas, progresistas, socialistas, comunistas, anarquistas y alternativos.

Estas especies han aprendido a través de años de lucha que si quieren sobrevivir en este mundo global tienen que adaptarse a él. Pero como la acción de adaptación al medio contra el que luchan es en sí misma una contradicción con respecto a su naturaleza, el resultado les aboca a la extinción, entre otras razones porque han interpretado mal su función y han querido utilizar estrategias de supervivencia poco adecuadas para su fisiología y el medio en el que se mueven. Es más, se podría decir que han intentado copiar al eterno caracol. Se mueven lentos, sin reflejos. Antes de hacer el más mínimo movimiento parece que un cuerno le pregunte a otro, que los dos se enzarcen en un debate sin fin, cada cual mirando hacia un extremo, hasta que al final deciden ponerse en marcha, muchas veces sin mirar, a menudo en grupo, juntos, aunque para ser sinceros, da la sensación de que unos y otros siguen el camino que mejor les conviene. Pero sobre todo, en lo que más han copiado este biogrupo al caracol es en la construcción de su propia fisionomía, es decir, en la creación de su identidad, que es su caracola, su concha, su caparazón, su coraza. Ni una vuelta más de las convenientes en la espiral: mucha prudencia, nulo riesgo e inexistente imaginación, porque de lo que se trata es de sobrevivir, de perpetuar la presencia inamovible en el tiempo en un rastro de babas que brillan en la tierra como el recuerdo de unos pocos triunfos a lo largo de la historia, para finalmente servir de suculento alimento a quienes encuentran en el camino, gigantes de poder desmesurado que les desprecian como a hormigas de verano, que les chafan sin esfuerzo con gran gozo al escuchar el sonido de la concha despachurrarse bajo el pie. Pero ahí están, y estarán, por poco tiempo, aburridos, carentes de imaginación, resbalando en sus lamentos y ocupando rincones insignificantes, veredas, márgenes, cunetas, riberas, y arbusteras sin otra ambición que la de construir a la perfección la espiral de babas que les distingue de la valiente babosa.

Vuelvo mañana

martes, 13 de octubre de 2009

La Garrafa de los Beatles


El tiempo excava madrigueras donde almacena los víveres con los que alimenta el pasado. Se agazapa en sus guaridas bajo el suelo por donde paseamos, confiados, pensando en mañana, o viviendo, sin más, nuestro presente. El tiempo se agazapa en cubiles diseminados en una amplia y secreta red que le permite moverse con asombrosa rapidez sin que ni si quiera seamos capaces de olerlo, de percibir su presencia subterránea hasta que es demasiado tarde y entonces, súbitamente, nos asalta desde lo profundo, quizás en la penumbra de la noche, ocupados como estamos con nuestra cotidianidad. El tiempo se abriga en sus toperas, pero no hiberna, no duerme, se mantiene alerta, siempre a punto, preparado para la emboscada. Y cuando atrapa a una presa ya no hay vuelta atrás. O sí: quiero decir que es entonces cuando ya no hay manera de salir de sus dominios y ya por siempre, a la manera en la que actúan los vampiros, la presa se convierte en un nuevo agente a su servicio, de manera que los efectos se multiplican exponencialmente y los días y las horas se invierten, giran sobre sus pasos y caminan hacia el lugar de donde vinieron.

Toda esta teoría que he elaborado mientras pienso en qué me pondré mañana viene a cuento por culpa del recuerdo de una noche de juerga que me trajo ayer una noticia del periódico. La noticia venía ilustrada por una fotografía en la que se ven a los tres primeros hombres que viajaron a la luna tocados con montera torera y sujetando la chaquetilla de un traje de luces mientras, con sonrisa de asombro y franca incredulidad, saludaban a Francisco Franco. Aquella noche, después de cenar copiosamente, buscamos un lugar donde tomar unas copas y decidimos meternos en un local cuya entrada se abría casi oculta en un pequeño semisótano ubicado en el centro de la calle que une los barrios barceloneses de Sans y Les Corts. Era un bar musical que anunciaba su nombre con un letrero rotulado en discreto estilo kitch, iluminado por luces moradas intermitentes de esas que al apagarse y encenderse tan rápido parecen una nomás, ándele ándele, que como loca corre, sin descanso, en busca del final sin encontrarlo. “La Garrafa de los Beatles”, ese era el nombre del garito. Al entrar creía que me internaba en un submarino, porque el techo era muy bajo y el pasillo era tan estrecho que con los dos hombros rozaba ambas paredes, y tuve que caminar esos pocos metros con sumo cuidado para no tirar al suelo una decena de carteles originales de portadas de discos y conciertos de los cuatro de Liverpool. Cuando llegábamos al final del pasillo intuí que el techo se alzaría ligeramente y que por tanto la sensación claustrofóbica desaparecería y que podría respirar. Pero no fue así. La huronera en la que nos habíamos metido no contaba con más superficie de la que suman, unidas, una docena de cabinas de teléfono. Además, los colores rojos, verdes y anaranjados de la iluminación, mezclados con pequeños labios blancos que se reflejaban sobre la pared de fieltro morado desde una bola de cristal giratoria, acabaron por atraparme en el interior de un abrigadero irreal, en un tiempo extraño en el que lo único que parecía verdad era nuestro estupor. En pie, buscamos un lugar donde sentarnos y entonces distinguí, entre innumerables cuadros abigarrados sobre las paredes a Ringo, George, Paul y John descendiendo de un avión tocados con sendas monteras toreras sobre su diabólica melenita lacia. Al poco, llegó el dueño del local y nos obligó a sentarnos donde no queríamos, y pedimos una bebida que no queríamos beber, y dejamos los vasos donde no queríamos dejarlos. Mientras tanto, motoristas encuerados, groupís menopáusicas, rockabilies canosos, y todo tipo de nostálgicos agentes del tiempo apuraban sus tragos, carraspeaban, tosían y de vez en cuando reían mientras encendían el enésimo cigarrillo de la noche, esperando ver aparecer a los músicos que debían tocar sobre el pequeño escenario dispuesto como un minúsculo altar en la capilla de un mausoleo privado destinado al duelo familiar o un misterioso sacrificio ritual.

Cantaron para la concurrencia rendida Twist and Shout, Love me do, She love You, Please please me, Yesterday, y demás éxitos muy entonados, harmoniosos, con gesto amanerado y labios only you . Después de cada canción, aplausos entusiastas, silbidos epoquívicos, aullidos afónicos que obligaban al guitarra y al teclista a doblar el lomo con dolor en ademán de saludo agradecido. El bajista no saludaba, tocaba sentado. Era un heavy descolgado que debería estar pagando el alquiler de la habitación ritmando, dentro de aquella osera, harmonías compuestas antes de que ni siquiera sus padres se hubiesen conocido. Al finalizar cada tema, en lugar de saludar, se limitaba a levantar una ceja y a encender el porro que se le apagaba sin remedio en los labios. La mirada de aquel tipo no era normal. Fue entonces, al ver perdido al bajista, al ver la dejadez sonámbula con la que acometía cada uno de sus movimientos, cuando tomé conciencia de la naturaleza del lugar. Como un resorte me levanté, apremié a mis compañeras de juerga y salimos del zulo revival. Ya en la calle, tuve que aguantar una bronca monumental. "Pobrecitas ingenuas", pensaba mientras aguantaba estoico el chaparrón, "nunca me agradecerán lo que he hecho por ellas. "

Porque cada día que pasa desde aquella noche lo veo más claro. Nadie está a salvo. Cada calle de cada ciudad es un agujero idóneo para las gazaperas del tiempo. El número 13 de la calle Génova es un buen ejemplo. Lo que vemos es un edifico de varias plantas sobre el suelo, pero en realidad, donde se desarrolla la actividad que mantiene con vida a sus habitantes es en los sótanos: allí debajo, entre paredes estrechas, techos bajos, sin luz, y al olor de la humedad, se cortan trajes, se cuece colonia y se diseñan piadosos modales propios de otras épocas, contra las que nos creemos ingenuamente inmunizados, mientras en cada una de las oficinas que emergen de la superficie, por encima del sótano inmundo, alguien escribe democracia cada día.

Los cines son otras de las zorreras del tiempo. Aparentemente son locales que crecen desde la superficie, pero en realidad siempre hay que bajar por escaleras hacia lo hondo. Hace 12 horas que he visto “Agora”, la nueva película de Alejandro Amenábar. Esta película es ajo, crucifijo laico, estaca afilada, luz reveladora, sol de la razón, bala de plata. “Agora” es una historia muy pertinente, oportuna y necesaria para los días presentes. Gracias a ella, algunas de las madrigueras desparecerán como hormigueros fumigados con DDT. “Ágora” evidencia hechos históricos objetivos, incontestables, y planta nuestra esencia cultural -toda una tradición forjada a través de los siglos- contra la pared de la verdad. Lo dice un creyente, y que Dios me entienda.

Vuelvo mañana

viernes, 2 de octubre de 2009

Método contra el fracaso


Me gustaría ser obsesivo. Obsesionarme, por ejemplo, con finalizar la libreta en la que escribo y no comprar otra hasta agotar todas sus páginas y pasarlas después una a una y sentir en los dedos el tacto de las horas en la esquina del papel usado. Obsesionarme con utilizar siempre la misma pluma; que la tinta manase del mismo plumín y tener la firme voluntad de no garabatear ni un acento si no es con esa pluma. Entonces, si fuese obsesivo y cumpliese a rajatabla mis fijaciones, llegaría un día en que tendría acumuladas en una pila un buen número de libretas ahítas de palabras hermanadas por el color y la textura. Me convertiría en un obsesivo feliz al que dejaría de importarle el contenido de lo escrito. Escribiría sin parar, todos los días, alegre, sin preocuparme de sintaxis o redundancias, de la voz y del estilo, de todo ese tipo de cosas que me amargan la vida y que me impiden llegar hasta el último centímetro blanco de cualquier maldita libreta. Pasaría feliz las noches febriles a la luz de la lámpara y me sentiría un Balzac incansable, un Cortázar con su Rayuela, el negro de Stephen King o Marcial Lafuente Estefanía. De vez en cuando me sentaría ante mi montaña de libretas de letras minúsculas como hormigas en el mismo sillón en el que leo libros repletos de palabras con contenido. Pero antes miraría hacia las estanterías en donde los almaceno, y esbozaría -para que se enteren- una mueca fanfarrona de desquite, y finalmente contemplaría con gran gozo mi obra, sosegado, sereno, como si ese momento único fuese la recompensa a toda una noche de escritura. Para colmo, a medida que le cogiese el gusto, la agradable intimidad de ese instante se convertiría con el tiempo en una nueva obsesión. Por supuesto, jamás leería ninguno de los cuadernos. Al coger alguno al azar, sencillamente pasaría una tras otra las páginas a rebosar de palabras azules y por nada del mundo fijaría la mirada en un punto concreto, porque entonces sería el fin de mi obsesión y la historia recobraría todo el protagonismo, y se atenuaría el goce por la percepción de una gran maraña de signos encadenados, inclinados todos hacia delante, como abrazados en un Can Can grafológico, dirigidos de derecha a izquierda en asombrosa coreografía sincronizada, reposando por siempre sobre una página curtida de tinta estilográfica, libre de las ataduras de la lectura y de la creación, a salvo de críticas, envidias y frustraciones. Sería el fin del vértigo ante la página en blanco y el nacimiento de una nueva era en la que todo mortal mínimamente alfabetizado podría crear su propia obra, e imaginarla de su puño y letra. Si se piensa bien, la obsesión de la que hablo en realidad es un hallazgo, el principio del fin de una mentira que ya dura demasiado tiempo y que nos ha encarcelado a muchos en una resignada tristeza, arrastrando nuestra impotencia como una bola de presidiario por las papelerías de las ciudades del mundo.

Hace un par de años quise novelar una historia. Compré una libreta, hermosa libreta de lomo duro y páginas inmaculadas. Rotulé la portada con el título que debió tener la historia. Esperé semanas, la maduré, y cuando ya creí oír el timbre preciso con el que debería hablar la voz narradora, me dispuse a escribir. Pasaron los días, y las semanas, y veía que poco a poco la libreta dejaba de interesarme; ni siquiera fui capaz de anotar la primera frase. De modo que, tal y como ya me había ocurrido otras veces, la monotonía y el desengaño me empujaron a la calle, a las papelerías, y un buen día vi expuesto en un tentador escaparate un hermoso cuaderno negro forrado en piel. Así es que entré en la tienda, lo toqué y al instante entendí que era con él con el que debía empezar a escribir algo diferente. Claro que cuando entré en casa me sentí realmente mal, con la conciencia sucia, como si la otra necesitase de una explicación; como si el ángel bueno que nos habla a la oreja me estuviese recriminando el haber dejado en la estacada a toda una señora historia, dotada de su libreta, por un prometedor cuaderno negro todavía por hacer. No es broma, me sentí realmente mal. Y entonces, espontáneamente, sin ápice de ironía, con pena, tristeza y la más doliente sinceridad escribí sobre la primera página de la libreta abandonada: “Esta es una de tantas libretas fracasadas. En estas páginas vacías (ya por siempre) estuvo a punto de nacer un mundo, un desamor y un crimen de los que nunca se sabrá nada, aunque ese mundo exista en algún lugar y, dentro de él, dos amantes lloren y un muerto se pudra en el infierno. Esta historia permanecerá encerrada por siempre, en el blanco virgen, estéril, de este cuaderno. Es inútil frotar o practicar invocación alguna. Todo empieza y termina aquí.” 6 de julio de 2007.

Este texto existe, no es ficticio. Lo tengo ahora frente a mí. Lo sé y lo afirmo con esta rotundidad porque está escrito de mi puño y letra, con la tinta verde de un rotulador tipo roll pen marca 'Pilot'.

Vuelvo mañana