Respira sobre poemas de Federico García Lorca un pedazo desgajado de la pared del Cortijo de los Frailes, que sin mucho esfuerzo recogí este verano bajo su fachada ruinosa, agonizante sin que nadie lo remedie, en el corazón del páramo que se extiende entre Rodalquilar y Los Albaricoques, en la provincia de Almería; un infinito agreste, polvoriento, azotado por un viento cálido que humedece pitas, chumberas y esparto, y que lleva hasta la espadaña quebrada del campanario hueco lamentos de célebres invitados a bodas. Cada vez que veo ese trozo inerte de yeso blanco sobre la estantería de la librería casi oigo como me reclama las líneas que desde hace ya meses debería haber escrito. Pero no encuentro la manera de capturar y volcar todo el poder alegórico que para mí contiene.
En las noches del desierto almeriense uno llega a empequeñecer tanto que se siente a salvo de todo, porque bajo su oscuridad el mundo no existe, la realidad se difumina, y es en la conciencia de la nada cuando nada hay que temer, solamente al renacer en un nuevo amanecer de sol oriental que vuelve a llenar de luz el llano y de sombras ardientes las colinas cansadas. Durante ese espacio de fuego sin tregua, lo mejor es bajar hasta la costa y dejarse purificar por el mar amante, dormir, y al poco volver de nuevo la mirada hacia el Oeste para admirar una vez más el atardecer encarnado sobre línea recta, perfecta, vívida y nítida, tras la cual deben habitar mundos extraños de los que nadie sabe de su existencia. América, el continente perdido, tierra de encantos, leyendas, y tragedias; tierra de futuros perpetuos que se agostan en manos de bellacos, criminales y gañanes. América suena en mi cabeza con la música de Gershwin mientras espero, tumbado bajo una estera blanca, a que la noche vuelva y me fulmine. Vivo dentro de 'Rhapsody in Blue', dentro del clarinete de Gershwin que invoca, como el faquir a la cobra, un hechizo lunar que me conecta con New York, porque entonces, justo entonces sé que esa ciudad despierta a la promesa diaria de prosperidad que el poeta desmintió. Y pienso en Gershwin y Lorca y me lamento de que no llegasen a conocerse, de que Lorca ni tan siquiera conociese la pieza y no pudiese escuchar nunca el piano atrevido, nuevo, magistral que evoca el espejismo cosmopolita de la nueva metrópolis, la ilusión mendaz alimentada por un atrevimiento colectivo, sin complejos, que dio a luz el siglo XX. Y a la inversa. ¿Qué hubiese ocurrido si Gershwin hubiese leído los versos de Lorca antes de que el americano hubiese compuesto 'Rhapsody in Blue'? Gershwin en el Cortijo de los Frailes escuchando, de la voz del dramaturgo, la cruenta boda que narró Carmen de Burgos, mientras pasean los dos, George y Federico, bajo los arcos del claustro en los que se inmortalizó años después, cuando ya eran solo cascotes, el rostro inclemente y sucio de Clint Eastwood.
Se hubiese producido una fascinación mutua, recíproca. La sangre atávica, la tradición mísera frente a la vida que empuja y discurre y fluye entre notas nuevas en una forma desconocida que jamás ha mirado hacia atrás y que desprecia la convención. Por eso ‘Poeta en New York’ es un nuevo drama al otro lado del Atlántico. Parece un canto a la justicia, parece una denuncia, quizá un grito de alerta con visos surreales, pero en realidad es otra boda ensangrentada, otro útero yermo, una voz castrante, flagelo y escándalo en los ojos que no pudieron escuchar el encanto in Blue. (Leo 'Poeta en New York' escuchando a Gershwin y escucho a Gershwin leyendo Poeta en New York, en el atardecer del desierto, bajo el influjo de los fantasmas que todavía se desangran entre muros ruinosos)
Lorca también anduvo por tierras de Burgos, muy cerquita de donde, hace pocas semanas, yo he dado paseos inolvidables. Silos, Covarrubias, Carazo, Hacinas, Castrillo de la Reina… tierra serrana de pastos, de secanos familiares, frondosos robledales , huertos generosos, regios chopos en la riberas; la encina en la vereda, y el aire limpio, frío, que proviene del agua helada sin fondo, oscura, de la Laguna Negra, y de las blancas nubes gruesas que al atardecer se rasgan como puñales que hiriesen el viejo cielo azul inmaculado en sangre recordada todavía por algún espectro judío, o morisco, pretendientes de esta hermosa tierra. La luz aquí ciega hasta el vencejo, que vuela bajo en busca de alimento sin que yo pueda disfrutar de su canto, porque también hasta aquí he venido con Gershwin y llevo 'Rhapsody in Blue' en mi paseo. De esta tierra escribió Lorca “ Quedamos los viajeros en el corazón de Castilla, rodeados de sierras severas, en medio del abrumador y grandioso paisaje […] Ya en la calle había un perfume intenso de pan.[…] El río copiaba a un puente… Cabeceaban los álamos”. Pero es con Gershwin con quien camino, con el poder hipnótico de su 'Rhapsody', que escucho una y otra vez, una y otra vez, entre recuerdos de colores acres y el murmullo próximo del río que me llega a través de la vista, porque ahora el piano lo gobierna todo, ordena trompetas, saxos, clarinetes, le dicta al timbal su momento, le da al paso a la cuerda y entonces surge un nuevo clímax metálico, un ritmo nuevo en la Castilla vieja que Eduardo Chillida escogió para descansar, recopilar fuerzas, para hacerse quizá con las esencias perdidas de la materia, de la nada, como la que propicia la noche del desierto almeriense, en donde su amigo y cómplice, José Ángel Valente, vio los últimos atardeceres en el silencio con que buscó la raíz de la palabra...
Y yo sigo aquí, mirando desde mi ventana el gris de la calle que alumbra la farola pobre, contemplando mi frágil pedazo de yeso blanco que reposa sobre los versos de Lorca, desprendido un día sobre el suelo yermo de la tragedia. Vuelve a sonar, como súbita erección, el clarinete brillante de 'Rhapsody in Blue' y entonces intento convencerme a mí mismo de que todo empieza de nuevo.
Vuelvo mañana