A lo largo de mis largas y vanas vidas he vivido el miedo. Miedo de verdad. Miedo del que te atenaza por la nuca y en un instante te parte la vida y te susurra que después no hay nada. Es el pavor, la angustia, la incertidumbre y la sensación terrible de estar viviendo una pesadilla y gritar por dentro ¡despierta, despierta!, y que nadie oiga el que será el último intento de agarrarse a la vida.
Recuerdo los días con Dolores, nuestras noches ¡Oh Dios, tan breves! Recuerdo que la esperaba agazapado entre cipreses y palmeras, bajo las sombras del muro del cementerio y de la fachada de un palacete medio en ruinas que un indiano con poca cabeza se hizo construir justo en frente. A veces, en las noches de invierno, me embozaba en mi capa para protegerme de la inclemencia de Madrid y del frío de la muerte, tan próxima. En las noches de verano la espera era más plácida aunque más peligrosa porque la luna luce más intensamente y porque no era el único amante furtivo que por allí esperaba ansioso.
Pero Dolores era una mujer valiente. No faltaba a ninguna de las citas que solíamos concertar en días alternos evitando así seguir rutinas para no levantar las sospechas del marido. Una de aquellas benditas noches mi amor se retrasaba. Lucía la luna en lo alto y las sombras de los cipreses del cementerio se cernían sobre el muro. No hacía frío pero aún así exhalaba un vaho que, de haber bebido absenta, se me hubiese figurado mi alma levitando hacia el hueco excavado, paciente y reservado para mi en el vecino camposanto. No se oía a nadie. Tan solo un leve siseo que producía el viento ligero al rozar las malas hierbas semi secas crecidas al abrigo de la tapia.
Apareció abiertamente, como un gigante entre sombras, a grandes pasos, entre el estruendo telúrico del peso de sus piernas al aplastar la tierra, resoplando un bufido malsano, inhumano, un resoplar enfermo que parecía surgir de cavernas en las que reposase la ciénaga. Se plantó ante mí y sin mediar palabra alguna me lanzó una de sus garras sobre el cuello mientras con la otra me apuntaba, a un centímetro de los ojos, entre ceja y ceja, con una oxidada navaja albaceteña de a cuatro dedos de larga. Al plantar su jeta ante mi vi como un sudor rojizo humedecía toda la piel de su rostro y mojaba una espesa barba, de manera que ésta perdía su color negro natural y trasmutaba en carbón viejo, ya usado, confiriendo a todo el conjunto un aspecto realmente terrorífico en la penumbra de la noche.
Me estaba ahogando, me quedaba sin respiración, notaba el hueso de la nuez en el gaznate y sabía que de un momento a otro se desprendería del lugar que le corresponde y, en un instante, entre terribles estertores, moriría a manos de aquella mole celosa y hambrienta de venganza. Tan perdida vi la situación que ni siquiera pensé en gritar ¡Despierta, despierta! porque sabía que nada ni nadie podía evitar el fatal desenlace. Solo deseaba que la tortura se finalizase y permanecer lo suficientemente lúcido como para dedicar mi último pensamiento a Dolores, el amor de vida. Entonces fue cuando sentí el escalofrío, el pálpito, el aliento del miedo detrás de la nuca atravesando toda mi columna vertebral, helando el corazón, todo mi ser, todo mi existir; fue entonces cuando un vasta sensación de miedo ocupó cada neurona, cada molécula del cuerpo y del alma; en aquel momento fui consciente de la tragedia que estaba a punto de ocurrir y todos lo órganos del cuerpo se dispusieron a trabajar con un solo y desesperado fin: transmitirme horror, provocarme la sensación de terror hasta llenar cada unos de los últimos y fugaces momentos de mi vida.
Sin embargo, inesperadamente, cuando ya daba toda esperanza por perdida, si es que en algún momento conté con ella, aquella especie de cornudo Polifemo suavizó despacio, poco a poco, la presión de la zarpa sobre mi cuello y, casi al unísono, me clavó la navaja sobre la mejilla y la hizo resbalar hasta la barbilla, casi sin esfuerzo, como una caricia fatal de cicatriz eterna. Noté inmediatamente la humedad de la sangre espesa y unas cuantas gotas cayendo sobre mis botas. Después el energúmeno emitió un sonido, una palabra, algo corto, breve y conciso que no llegué a entender con claridad: un rugido líquido, una voz bronquial, expectoral, quizá de amenaza o quien sabe si de cortesía, porque en aquel instante el bruto ensayó un ligera mueca que me pareció una sonrisa. Me miró por última vez, retiró la navaja, la limpió sobre el embozo de mi capa y acto seguido desapareció dejando tras de si un ciclón entre las sombras de los últimos cipreses.
Todavía ahora no encuentro explicación, no sé por qué aquel marido engañado, el marido del amor de mi vida, no acabó en un instante conmigo. No llego a entender como sin testigos, apartados de toda presencia humana, al abrigo de la noche, quien me robaba cada noche el lugar que me correspondía en el lecho al lado de mi Dolores no fue capaz de liquidar para siempre el motivo de su deshonra. Aquella noche viví el miedo por primera vez; el miedo a no ver más a Dolores. Dolores, el motivo de mis desdichas, la flor de mi tierra, la luz de mi alma, la guía de mis destinos.
El miedo cubre, atenaza, atrapa y ya nunca se es el mismo. Aquella bestia parda lo vio en mis ojos: no tenía por qué ahorrarme el trabajo que yo mismo habría de realizar poco tiempo después, borracho y desesperado, harto de toda existencia, harto de mi mismo, sometido y humillado ante al destino y la imposibilidad de tenerte. ¡Dolores! ¿Dónde estás?
Vuelvo mañana