‘Euforia’ es la típica palabra que no es capaz de mostrar la imagen o el sentir de lo que designa a través de su fisiología. Explicado de otro modo: de la suma de sus letras, dispuestas como si fuesen huesos en el cuerpo, no se concluye después de su lectura o de su audición lo que el diccionario define. Quiero decir que cuando uno habla o escribe ‘euforia’ da la sensación de estar nombrando algo muy diferente al sentimiento de alegría, gozo extremo, de impulso positivo, optimista, hiperbólico ocasionado por un acontecimiento que nos eleva hacia inusitados instantes de felicidad irrepetible. ‘Euforia’ debería expresar la connotación inmediata, automática, espontánea, de una especie de expansión termonuclear, radiactiva, explosiva de las emociones que más placer nos producen y que nos mantienen, durante un corto espacio de tiempo, en el centro de un campo eléctrico dentro del cual nos creemos y nos vemos capaces de acometer cualquier reto, plan o acción que nos propongamos, por muy descabellado que nos parezca. Así es que cuando oigo la palabra ‘euforia’, lo que dibujo en el cajón semántico de mi cabeza es una marca de colonia barata, el nombre arcaico de una mujer antigua, un término botánico que señale los afilados caninos de una planta carnívora, la isla nunca descubierta del Mar Negro, un género musical renacentista, cigarrillos mentolados, herramientas de orfebre, el nombre de la más aromática de las prendas íntimas femeninas de la época del rey Sol, un programa de radio para noctámbulos solitarios, jarabe contra la tos, droga sin adicción, un ingenioso acrónimo, o qué se yo... Sin embargo, el origen de ‘euforia’ no tiene absolutamente nada que ver con mi sentido díscolo de la semántica, aunque tampoco acaba de rellenar la silueta que se empeña en reflejar la sombra actual de su existencia, porque los griegos la utilizaban para referirse al vigor, a la robustez, y,- ¡oh sorpresa!- a la capacidad para soportar el dolor. De modo, que siendo generosos, a lo sumo podríamos relacionar el vocablo de cuna helena con la Viagra y con la satisfacción que propicia a millones de mortales este medicamento milagroso, o con las depresiones que ha evitado, y también, por supuesto, con ciertas prácticas amatorias de cuero negro, tacón de aguja y látigo restallante que, según cuentan, proporcionan al sexo masculino asombrosas erecciones -ahora sí- eufóricas.
Otra manera científica de deconstruir de una vez por todas este vergonzoso sustantivo y privarle para siempre de lo que hasta ahora no ha sido más que una apropiación indebida de significado y significación, es utilizar frente a él sus antónimos. Por ejemplo, para expresar que alguien no está eufórico, sino todo lo contario, se dice que está angustioso, o descontento, que experimenta cierto malestar, que está inmerso en un proceso depresivo o que la zozobra, el pesar y la aflicción no le dejan salir de la cama ni para atender a las visitas, que se van del portal de casa después de fundir el timbre con preocupación, inquietud, tristeza porque saben que nos abocan al olvido, a la soledad, acongojados, con accesos convulsos de temblores ocasionados por el ansia y el tormento que no nos deja vivir. Queda claro, pues, tras esta breve muestra, que ‘euforia’ nada tiene que hacer frente a este ingente batallón atribulado de pesimismo, pesadumbre y mortificación que es su lado contrario en la batalla por el espacio de las palabras. Por tanto, a no ser que se asocie con otro grupo léxico más convincente, emigre a zonas semánticas más hospitalarias o cuente con la ayuda inestimable de periodistas deportivos, gacetilleros de la economía, o camellos de la noche sintética, ‘euforia’ y sus derivados tiene los días contados. Pero esto no es sólo un deseo, sino la mismísima chillona corneta salvadora que anuncia la llegada del General Custer con su caballería y que provoca un alivio inesperado y la euforia de la susodicha sitiada.
Y es que julio ha sido su mes, al menos por estos lares. La selección española va y gana el mundial de fútbol. El próspero ciudadano andorrano Nadal, gana Wimbledon después de vencer también en Roland Garros. Los motoristas patrios ya están aburridos de poles y de eyacular botellones de Moet Chandon. Contador venga el sitio de Madrid por tercera vez. Gasol se pone el segundo anillo de la NBA, que es como si me lo pusiera yo... y algo por ahí se me escapa, me dejo, se me olvida, seguramente. Pero la guinda de este mes de verano sobresaltado que no nos ha dado un suspiro no la pone el deporte, sino la economía, porque, si por algo el pueblo español ha entrado en un estado de euforia colectiva que bordea los límites mismos del más primitivo aspaviento ibérico es saber de boca del ínclito Fernández Ordóñez que nuestros bancos y nuestras cajas de ahorro, esas grandes instituciones nunca lo suficientemente bien ponderadas, son solventes, limpias, honradas y tienen dinero como para aguantar, no una, ni dos, sino tres crisis que se nos viniesen encima durante el mes de agosto. Es aquí, y ahora, es en este ámbito de la significación de las palabras, en el ámbito estricto de la economía bancaria, en donde mejor cabe utilizar ‘euforia’, sobre todo en relación al único campo semántico en el que es convincente, que es desde donde se la conecta a su origen griego, a la praxis sadomasoquista, provocándonos a todos grandes y endurecidas elevaciones y a todas húmedas y aromáticas excrecencias debidas al dolor placentero que nos produce la confianza de estar a salvo de la ruina gracias a la eficaz y sabia usura que padecemos desde el justo momento de nuestro nacimiento.
Vuelvo mañana