Hay uniones extrañas entre dos elementos que resultan fructíferas. Recuerdo a una gran dama de la excelencia esencial de los valores patrios decir, ante millones de telespectadores, que las peras con peras y las manzanas con las manzanas. Esto lo decía para defender el matrimonio heterosexual de toda la vida, cuando en realidad lo que hacía era argumentar con un ejemplo contrario la tesis que pretendía defender. Es decir, que inteligencia y facherío son dos estados antagónicos de la mente que, unidos adecuadamente dan como resultado sofismas de lo más entretenidos.
Si hablo de alguien, lo mejor es seguir con uno mismo, y sin piedad, por aquello del agravio comparativo. Pepita y yo, yo y Pepita no teníamos ningún futuro. Me atrajo su lunar en el pecho, y el perfume embriagador que me dejaba lelo cuando aprovechava sus descuidos fingidos y la besaba en el cuello, entre las sombras del "Príncipe" y del "dela Cruz". Pero como pareja, como unión de dos elementos, como matrimonio, nadie daba un maravedí. Aún así dimos al mundo tres hijas. La más pequeña, Baldomera, a la que no conocí, fue una alhaja: contribuyó de una manera notable a los inicios precarios, pero prometedores, de la ingeniería financiera, porque inventó, avant la letre, la famosa estafa piramidal.
A la Wetoret la dejé por mi Dolores y, a día de hoy todavía ando en su busca .Yo quería amor eterno. Todavía no sé lo que ella quería. Yo le escribí versos lamentables. Ella ni los leía. Yo le esperé en la esquina de cada noche. Ella no aparecía. Una unión imposible, de besos apasionados y carne viva, sentenciada por el tiempo y el destino que nos había reservado la vana misión de dar a luz, en España, al Romanticismo a través de mi muerte y pagando el precio de nuestro amor. Ese fue el fruto de nuestra unión. Así es que, cumplidos con el destino, ahora reclamo la recompensa. ("-¡Ja!"...) Otra vez el imbécil de mi criado.
Hay uniones mucho más raras, fértiles e interesantes para la vida de este principio de siglo. Pude comprobarlo hace unos días, en uno de mis paseos estivales. El atardecer junto al mar permite ver el instante en que el cielo y el agua se sueldan en el horizonte como dos piezas de materia desconocida que se funden al rojo vivo. El resultado de esa unión es efímero y quizá por eso se repite eterno en el tiempo. Así pensaba al inicio del trayecto que decidí encaminar hacia las callejuelas estrechas y empinadas del hermoso pueblo marinero que corona un imponente castillo cubierto de hiedra espesa. El lugar donde se ubica el castillo es un privilegiado mirador que encara el mar y allí todavía pude maravillarme de la ilusión del agua y el cielo en plena licuación, o colicuación, o sencillamente cópula, y entonces tuve que rectificar y entendí que el fruto de ese instante trasciende los pocos minutos que tiene lugar. Es la misma oscura y larga noche de los tiempos la hija legítima del ocaso.
Los muros del castillo eran otro buen ejemplo de matrimonio entre dos contrarios porque nadie hubiese dicho que, antes de que la hiedra creciese y se apropiase de las paredes, allí trabajaron albañiles y maestros artesanos día a día, durante meses, colocando sillar sobre sillar, hasta formar aquel majestuoso edificio, porque la hierba se abrazaba tan apasionadamente a la piedra que si en algún momento se secase, desparaciese o alguien la cortase, quedaría tan desnudo el castillo que pasaría a ser un vulgar y pesado mamotreto al final de una loma.
Rebasé el castillo y continué camino a través de un agradable sendero con el que dejaba el pueblo a mi espalda. A un lado y a otro no hacía más que comprobar y certificar mi teoría recien estrenada. Chumberas nacidas del tronco de los pinos, que ofrecían higos chumbos y piñas piñoneras; zarzas moreras enredadas en las ramas de algarrobos, de las que caían moras jugosas y maduras algarrobas; cardos amigables entre rastrojos afilados; huellas pacientes de caminantes entre marcas impacientes de neumático; pequeños cañaverales junto a vallas amachambradas a base de somieres oxidados; siempreviva y genista; roca y polvo; restos de ladrillo en el camino, ortigas, lindes centenarias, espiga borde, barbechos a la espera, olivo y ciprés, y más ciprés...
Entre muros blancos inmaculados, hacían notar su soberbia presencia una docena de cipreses inhiestos. Después de unos minutos de paseo, de contemplación y casi de paroxismo mediterráneo, había llegado al cementerio. Me detuve solamente un momento para admirar y disfrutar del silencio que de allí provenía, ni siquiera roto por la brisa marina que soplaba en los minutos finales del día. Anduve unos metros más y me di cuenta de que aquella escandalosa mudez no provenía del cementerio, porque justo frente a él, tan sólo separado por el espacio destinado al aparcamiento, aparecía flamante el colegio nuevo de enseñanza primaria del pueblo. Los cipreses lo ocultaban, como quien protege a su prole, como quien marca el territorio de sus dominios. Camposanto y colegio conviven allí en un mismo espacio ; las familias aparcan el vehículo en el mismo lugar en donde, o bien despiden con tristeza desconsolada, a sus seres queridos, o los reciben con alborozo y expectación, viéndoles correr alborotados con el primer garabato arrugado en las manecitas, que sin pretenderlo, apuntan ya con sus deditos hacia el ciprés que custodia la verja de enfrente. Aquella era la prueba definitva con la que rubricaba mi tesis.
Al marchar de vuelta al mar, ya con la noche a cuestas, pensaba en la suerte inmensa que disfrutan los niños de aquella villa, por la calidad de la educación exclusiva que desde bien pequeños reciben.
Vuelvo mañana