A mi abuelo
Felipe y a mi abuela Celsa, in memoriam.
El olvido es el
polvo sucio que desprenden los escombros de nuestra memoria. Los vientos del abandono y de la amnesia lo revuelven en
vorágines calinosas y nos abocan a un erial de vigencias estériles y cuarteadas. Cuando eso ocurre es como si nuestra vida
se desarrollase sobre un pedazo de
tierra empobrecida y seca donde no sobreviven ni los alacranes. Por eso,
el presente suele construirse sobre ruinas.
Sin embargo, la
ruina nos ayuda a reconstruir los recuerdos, y nos cobija, y nos abriga y
nos ofrece consuelo; nos permite al menos
restaurar una imagen de aquello que ocurrió, lugares donde hubo
vida, donde palpitó en la noche del cárabo y la estrella polar el
sueño profundo de una familia.
Si contamos con
una mínima posibilidad de conservar la huella desdibujada de aquellos pasos perdidos, podemos
permitirnos un momento de reposo para
reponernos y seguir adelante con nuestro presente acuestas, hacia el futuro de nuestro olvido, porque
nosotros, los que hoy olvidamos, algún día también seremos polvo, derribo y
vestigio.
Existe un lugar
donde yo restauro mi origen; un lugar hundido, asolado por el tiempo y la
dejadez que ha sembrado la tozudez de su
permanencia a la vera de un río, junto a hileras de chopos esbeltos y barbechos perennes. Igual que
el guerrillero herido de muerte
que se niega a caer para exhibir valeroso ante su verdugo el orgullo de su resistencia, entre la ruina y el discurrir
del agua y los raíles oxidados de un ferrocarril que ya no circula, se sostienen todavía en pie las paredes de una vieja estación propiedad antigua de
aquella lejana y desaparecida compañía “Santander-Mediterráneo”
En la estación
muerta que persevera en mostrar los restos de su existencia, vivió
mi padre. Llegó con mis abuelos y mi tía hace
más de medio siglo, cuando el humo del carbón anunciaba la llegada del
tren más allá del horizonte, en la lejanía donde se intuían los destinos de los caminos que muy pronto sucumbirán a la misma
suerte que los rieles, porque en muy pocos años ya no llevarán a nadie a
ninguna parte.
Allí, mi padre
vio a diario a su padre dar salida a los trenes con su banderín, su silbato y su
gorra de plato roja de visera acharolada; trenes arrastrados por aquellas
locomotoras negras, fragorosas y humeantes, que ahora, a lo sumo, ubicamos en
espacios de fantasía, como si fuesen una invención del cine, o la creación
virtual de artistas extraordinariamente imaginativos.
Sin embargo,
mientras aquellos trenes circularon y la estación se mantuvo habitada, la vida
era de ida y vuelta, con parada obligada
en el pueblo, y recibía y despedía a
diario toneladas de troncos rectísimos
de pino continental que se talaban en los bosques de la sierra y todo tipo de mercancías; gentes de otros lugares con noticias y rumorologías
ajenas, vecinos que volvían, estudiantes , tunantes, comerciantes, viajantes, amores clandestinos
Durante los
últimos años de su funcionamiento, el tren decía adiós a
familiares y amigos que marchaban, que abandonaban aquel lugar sin
futuro para convertirse en cautivos de
sus destinos, mano de obra barata con la que un puñado de avaros se
enriquecieron allí, a lo lejos, en las grandes ciudades, y unos cuantos
capitostes y políticos bien vestidos, firmaron sin contemplaciones la defunción
de la línea y la sentencia del pueblo, argumentando una inviabilidad económica
que ellos mismos propiciaron. El progreso, o así lo llaman.
Yo fui testigo de
los últimos años de vida en la estación, cuando ya solamente acogía la parada
de un solo tren diario, porque la despoblación era un hecho y no había nada que llevar o que traer. Lo
veía humear desde lo alto de la muela, enfilando la larga recta desde el
horizonte, al atardecer del verano, mientras fumaba mis primeros cigarrillos clandestinos. El humo
oscuro de la locomotora se confundía con el cielo encarnado que se extendía
sobre la gigantesca roca de Carazo. Entonces no lo sabía, pero ahora estoy
convencido de que la negra columna de
humo disolviéndose hacia el crepúsculo no
era más que un signo premonitorio, o la definitiva constatación del final de una
vida.
Años después, convertido
en un joven fumador empedernido, la
estación ya se encontraba abandonada, sin tren, sin pasajeros y sin mercancías. Entonces solíamos bajar allí en
los atardeceres, toda la cuadrilla, a dar buena cuenta de las manzanas
silvestres que brotaban sin dueño. Nos
sentábamos en el suelo de cara a la vía, apoyados a las paredes y entre risas y bromas pasábamos las horas, hasta que oscurecía, y aunque nadie
lo decía, creo que en el fondo sabíamos que ocupábamos con nuestras palabras y nuestras
voces un espacio que enmudeció para
siempre, donde hoy solamente se escucha el viento del norte cimbreando los
chopos.
Sin embargo, a
pesar de que lo sabía, ni en mi infancia
ni años más tarde relacioné la estación con la
juventud de mi padre -el hijo del
factor- ni pensé nunca que allí, bajo el mismo tejado que ahora se
desmorona, probablemente les confesaría a mi abuelo Felipe y a mi abuela Celsa el nombre de mi madre, la casa al borde de la carretera donde vivía, y el día que
habían decidido casarse. De algún modo, bajo el hermoso tejado de la estación,
tuvo lugar un capítulo del prólogo de mi existencia.
Cada
año me acerco a su ruina. La contemplo con pena y nostalgia, pero también con rabia, con arrebatos privados de misantropía
que no quiero compartir, porque no puedo culpar a nadie de desidia, negligencia, o
abandono. En realidad, el pecado es colectivo y todos somos cómplices de
desamparo. Sin embargo, una vez asumido el ocaso, a mí me queda el consuelo de
la ruina, porque con los restos de sus paredes le planto cara al olvido construyendo recuerdos que no
he vivido. Así, de ese modo, mantengo la ilusión de
cimentar la herencia de un tiempo futuro.