viernes, 25 de enero de 2019

El hijo del factor




A mi abuelo Felipe y a mi abuela Celsa, in memoriam.

El olvido es el polvo sucio que desprenden los escombros de nuestra memoria. Los vientos  del abandono y de la amnesia lo revuelven en vorágines calinosas y nos abocan a un erial de vigencias estériles y cuarteadas. Cuando eso ocurre es como si nuestra vida se desarrollase sobre un pedazo de  tierra empobrecida y seca donde no sobreviven ni los alacranes. Por eso, el presente suele construirse sobre ruinas. 

Sin embargo, la ruina nos ayuda a reconstruir  los recuerdos, y nos cobija, y nos abriga y nos ofrece consuelo; nos permite al menos  restaurar  una  imagen  de aquello que ocurrió, lugares donde hubo vida, donde  palpitó  en la noche del cárabo y la estrella polar el sueño profundo de una familia. 

Si contamos con una mínima posibilidad de conservar la huella desdibujada  de aquellos pasos perdidos, podemos permitirnos  un momento de reposo para reponernos y seguir adelante  con  nuestro  presente acuestas,  hacia el futuro de nuestro olvido, porque nosotros, los que hoy olvidamos, algún día también seremos polvo, derribo y vestigio. 

Existe un lugar donde yo restauro mi origen; un lugar hundido, asolado por el tiempo y la dejadez  que ha sembrado la tozudez de su permanencia a la vera de un río, junto a hileras de chopos esbeltos y  barbechos perennes.  Igual que  el guerrillero  herido de muerte que se niega a caer para exhibir valeroso ante su verdugo  el orgullo de su resistencia, entre la ruina  y  el discurrir del agua y los raíles oxidados de un ferrocarril que ya no circula, se  sostienen todavía en pie las paredes  de una vieja estación propiedad antigua de aquella lejana y desaparecida compañía “Santander-Mediterráneo” 

En la  estación  muerta  que  persevera  en mostrar los restos de su existencia, vivió mi padre. Llegó con mis abuelos y mi tía  hace  más de medio siglo, cuando el humo del carbón anunciaba la llegada del tren más allá del horizonte, en la lejanía  donde se intuían los destinos de los  caminos que muy pronto sucumbirán a la misma suerte que los rieles, porque en muy pocos años ya no llevarán a nadie a ninguna parte. 

Allí, mi padre vio a diario a su padre  dar salida  a los trenes con su banderín, su silbato y su gorra de plato roja de visera acharolada; trenes arrastrados por aquellas locomotoras negras, fragorosas y humeantes, que ahora, a lo sumo, ubicamos en espacios de fantasía, como si fuesen una invención del cine, o la creación virtual de artistas extraordinariamente imaginativos.

Sin embargo, mientras aquellos trenes circularon y la estación se mantuvo habitada, la vida era de  ida y vuelta, con parada obligada en el pueblo, y recibía y despedía  a diario toneladas de  troncos rectísimos de pino continental que se talaban en los bosques de la sierra y  todo tipo de mercancías;  gentes de otros lugares con noticias y rumorologías ajenas, vecinos que volvían, estudiantes , tunantes, comerciantes,  viajantes, amores clandestinos

Durante los últimos años de su funcionamiento, el tren decía adiós  a  familiares y amigos que marchaban, que abandonaban aquel lugar sin futuro  para convertirse en cautivos de sus destinos, mano de obra barata con la que un puñado de avaros se enriquecieron allí, a lo lejos, en las grandes ciudades, y unos cuantos capitostes y políticos bien vestidos, firmaron sin contemplaciones la defunción de la línea y la sentencia del pueblo, argumentando una inviabilidad económica que ellos mismos propiciaron. El progreso,  o así lo llaman. 

Yo fui testigo de los últimos años de vida en la estación, cuando ya solamente acogía la parada de un solo tren diario, porque la despoblación era un hecho  y no había nada que llevar o que traer. Lo veía humear desde lo alto de la muela, enfilando la larga recta desde el horizonte, al atardecer del verano, mientras fumaba  mis primeros cigarrillos clandestinos. El humo oscuro de la locomotora se confundía con el cielo encarnado que se extendía sobre la gigantesca roca de Carazo. Entonces no lo sabía, pero ahora estoy convencido de que  la negra columna de humo disolviéndose hacia el crepúsculo  no era más que un signo premonitorio, o la definitiva constatación del final de una vida. 

Años después, convertido en un joven  fumador empedernido, la estación ya se encontraba abandonada, sin tren, sin pasajeros y sin  mercancías. Entonces solíamos bajar allí en los atardeceres, toda la cuadrilla, a dar buena cuenta de las manzanas silvestres que  brotaban sin dueño. Nos sentábamos en el suelo de cara a la vía, apoyados a las paredes  y entre risas y bromas pasábamos  las horas, hasta que oscurecía, y aunque nadie lo decía, creo que en el fondo sabíamos que  ocupábamos con nuestras palabras y nuestras voces un espacio que enmudeció  para siempre, donde hoy solamente se escucha el viento del norte cimbreando los chopos. 

Sin embargo, a pesar de que lo sabía,  ni en mi infancia ni años más tarde relacioné  la estación con la juventud de  mi padre -el hijo del factor- ni pensé nunca que allí, bajo el mismo tejado que ahora se desmorona,  probablemente les confesaría  a mi abuelo Felipe y a mi abuela Celsa  el nombre de mi madre,  la casa al borde  de la carretera donde vivía, y el día que habían decidido casarse. De algún modo, bajo el hermoso tejado de la estación, tuvo lugar un capítulo del prólogo de mi existencia. 

Cada año me acerco a su ruina. La contemplo con pena y nostalgia, pero  también con rabia, con arrebatos privados de misantropía que no quiero compartir, porque no puedo  culpar a nadie de desidia,  negligencia,  o  abandono. En realidad, el pecado es colectivo y todos somos cómplices de desamparo. Sin embargo, una vez asumido el ocaso, a mí me queda el consuelo de la ruina, porque con los restos de sus paredes le planto  cara al olvido construyendo recuerdos que no he vivido. Así, de ese modo, mantengo la ilusión  de  cimentar la herencia de un tiempo futuro.

jueves, 17 de enero de 2019

Epiménides se mete en política



La mentira en política no es ignominiosa, ni mucho menos  pecado, o un instante de flaqueza moral momentánea;  una frase o una fórmula de la que los políticos tengan que avergonzarse. Todo lo contrario. La mentira es inherente a la política; igual que el agua en el hielo, o el acero en la espada, forma parte de su propia  naturaleza. Es un elemento estructural de su sintaxis, el pronombre y la preposición de su gramática, el verbo copulativo de sus procedimientos.  Sin un uso preciso, planificado  e inteligente de la mentira, un político es hombre muerto, no existe, su carrera está finiquitada antes incluso del primer mitin, de la primera entrevista en televisión, de subir al estrado de un parlamento. 

Si un político no miente, la democracia y sus compañeros de partido le señalan y, como si fuese un apestado, un leproso de campanillas o un pobre perro epiléptico,  la manada, el consorcio, la corporación, el partido,  le ataca mordiéndole hasta expulsarlo. Si un político no miente, la sociedad  le ignora y le castiga con su abstención desdeñosa, o con el voto a otros, precisamente porque es honesto y sincero, porque creemos que  es mejor que nosotros mismos. 

La mentira en política no es un hecho contemporáneo. Más bien todo lo contrario. Es tan antigua como la prostitución, como el primer crimen, como la silueta de la mano encarnada sobre la pared húmeda de la cueva. Desde los tiempos de Tito Livio ya era así.  Maquiavelo, Hobbes, Kant, Arendt… por ejemplo, ya lo advirtieron. Los filósofos y los sabios a lo largo de toda la historia  han descrito y probado pormenorizada y sesudamente, que los gobiernos y los estados se fundamentan sobre la mentira, porque paradójicamente la verdad nos aboca al conflicto. Incluso hay quien como John Arbuthnot  consideran la mentira en política como un arte, y creen que “ el pueblo no tiene ningún derecho a la verdad política”. 

Es decir, en política, la moral no es que sea una cuestión secundaria, sino que resulta del todo desdeñable. El político no es alguien que trate de ser buena persona, sino alguien que se nos presenta diciéndonos  que es la mejor opción para llevar a buen término nuestras inquietudes, apaciguar nuestra zozobra, satisfacer nuestras necesidades y garantizarnos seguridad   y justicia.  Incluso imaginando que un político, en un arrebato improbable de sinceridad,   nos dijese un día, solemnemente, y  en sede parlamentaria, que los políticos mienten, deberíamos estrujarnos las neuronas para dilucidar si estamos ante una falsa paradoja, como aquella célebre de  Epiménides, quien afirmaba el carácter mentiroso de todos los cretenses, siendo él mismo nativo de Creta. 

Pero, ¿Cómo reaccionamos  individual y colectivamente ante esta realidad? ¿Por qué hemos asumido a lo largo de los siglos la mentira como medio y finalidad con la que construir y organizar sociedades? ¿Deberíamos desacralizar la mentira y acogerla como necesaria, e incluso benéfica? 

A mí esas tres preguntes me inquietan, porque no encuentro otra respuesta que la que se atrevió a dar Arbuthnot hace ya casi cuatro siglos. Este autor, cuya obra “El arte de la mentira en política” * se atribuyó a su amigo Jonathan Swift, afirma sin complejos que la razón por la cual la mentira es una herramienta consubstancial y fundamental de la política -y por lo tanto de los Estados- es la constatación de que previamente hemos tenido que construir una sociedad de mentirosos dedicada al engaño político (y perdón por el  pleonasmo)

El político debe contar con una masa de ciudadanos crédulos, dóciles, dispuestos a repetir y a  difundir a los cuatro vientos falsas noticias que otros hayan inventado. La ingenuidad ciudadana y su predisposición para transmitir mentiras es por tanto la base de toda política, sea del color que sea, porque, como el autor inglés afirma “no hay ningún hombre que con mejor suerte suelte y propague una mentira como el que se la cree”. Y atención, porque la cosa se pone seria. Arbuthnot advierte que “si se descubre que alguno de los miembros de la sociedad al soltar una mentira se sonroja, pierde la compostura o falla en algo exigido, debe ser excluido y declarado incapaz” 

En función de nuestra experiencia y de todo lo que estamos viviendo estos últimos años aquí en España, en Cataluña, en Andalucía, en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en Rusia y en toda la planicie plana  de nuestro plano planeta tierra, no nos queda más remedio que constatar esta realidad, ante la cual, y en mi opinión, podemos actuar de dos maneras. O seguimos actuando ingenuamente y admitimos sin más nuestro papel cómplice, difusor de mentiras y colaborador necesario, o empezamos a  enfrentamos y nos arriesgamos a ser excluidos de la manada. 

De hecho, yo soy algo más radical que Arbuthnot. Yo no creo en una masa ingenua que se lo traga todo de un modo inocente, víctima de unas cuantas  mentes perversas que nos utilizan como transmisores de sus embustes y manipulaciones. Yo creo en la plena conciencia libre de las personas, que son quienes conforman la llamada masa. Y es que  actuamos conscientemente del mismo modo que el político que representa el modelo de mundo más afín a nuestras creencias. Las mentiras del partido a quien votamos son nuestras mentiras.

Cuando difundimos un tweet en el que se dice que España roba a cada catalán 450€ cada hora sin contrastar ese dato, es que sabes conscientemente que transmitimos una mentira que ayudará a desprestigiar un país al que consideras enemigo y del que deseas separarte, unilateralmente, engañando y difundiendo falsedades, si es necesario. Cuando divulgamos una entrevista en la que un tipo de extrema derecha dice que la mayor parte de los delitos en España los cometen los inmigrantes a sabiendas de que solo representan el 0,09%, es que odias irracionalmente al extranjero igual que lo odia ese político. Cuando un periodista asiste  a una conferencia  de prensa y no se inmuta cuando escucha negar un pacto con Vox al político que firmó el día anterior un pacto con Vox, es un periodista  mentiroso que trabaja para blanquear ese hecho  y engañar a los ciudadanos. Y así. 

Immanuel Kant escribió que “La política dice: sed astutos como la serpiente. La moral añade: y cándidos como las palomas. Si ambas no pueden coexistir, hay realmente un conflicto entre la política y la moral […] Los falsos representantes, los moralizantes políticos, no defienden el derecho, sino la fuerza de la cual adoptan el tono, como si ellos mismos tuvieran algo que mandar.[…] El moralizante político subordina los principios al fin y frustra así el propósito de conciliar la política con la moral”

Quizás, por eso, además de saber identificar al político moral para descartar al político moralizante (o mentiroso) solo nos queda una opción, posiblemente la más complicada, la más difícil, la más valiente, las más enojosa, la menos popular, pero la única posible. Atrevernos a saber y actuar libremente; promover y  actuar moralmente y creer en la acción moral como una posibilidad real para la humanidad; interrogar, a todas horas, en todo momento interrogar, porque tal y como dijo Kant “la verdad se muestra en la crítica y la crítica conforma la verdad”.

Debo los comentarios sobre “El arte de la mentira en política” a Jean–Jacques Courtine. Lo explica mucho major que yo aquí en Puntocrítico

jueves, 10 de enero de 2019

VOX Boy



Cuando vamos al colegio somos niños que observamos la vida como niños. Sin embargo, en el aula ya se construye  el paisaje social y político que se  traduce literalmente  al mundo adulto. No quiero decir  que empiece a intuirse. Quiero decir que los modos y maneras de los niños y niñas y el código de  relaciones que mantienen ya definen y reflejan exactamente lo que ocurre afuera. De algún modo, el colegio y la sociedad que se desarrolla más allá de los muros de los patios son mundos paralelos, espejos enfrentados, en los que  se dirimen diferentes maneras de afrontar la vida. 

Yo, por ejemplo,  recuerdo muy bien  al macarra de la clase, un tipo al que he perdido la pista pero que perfectamente podría estar militando en VOX, incluso con algún cargo, y hasta es posible que llegue a ministro. Prefiero no decir su nombre, porque todavía me da miedo, y esta gente no se anda con chiquitas. Lo llamaremos, para entendernos, VOX  Boy.

Una de sus aficiones  consistía en robar los bocadillos que le apetecían. En su casa no pasaban hambre, más bien todo lo contrario, porque su padre conducía uno de los mejores automóviles que se podían comprar en aquel tiempo. También alardeaba de poseer la  mano más ligera y mortífera del colegio. Solía ensayar con quien primero le cayese al lado los golpes de kickboxing que aprendía en un gimnasio. Algunas mañanas  venía a clase provisto de sus lunchakos, o de puños de hierro, o de un tipo de navajas de doble filo que se esgrimen o se esconden a golpe de muñeca. Al compañero que le tocaba en suerte sentarse delante de él sufría constantemente sus collejas. Ante el arsenal que habitualmente ostentaba, nadie osaba denunciarlo al profesor. 

VOX  Boy era insolente, ladrón, marrullero, violento, deshonesto, mentiroso, vago, tremendamente  machista, homófobo y un racista empedernido. Sí, efectivamente, un  niño puede ser todo eso siendo todavía  un niño. Jamás estudiaba, pero le daba igual aprender o no aprender porque eso en su casa jamás supuso un problema. Cuando se aburría siempre encontraba un motivo para la pelea, o para humillar a los más débiles. Si en algún momento el profesor le reprendía,  hallaba el modo de encolomarle la culpa a otro o de no sufrir el castigo solo, sino en compañía de algún inocente.

Gastaba bromas procaces a costa de la profesora o insultaba a las niñas. Recuerdo que una vez le sorprendieron espiando a través de un agujero que había hecho  en el tabique de separación de los lavabos. También solía escribir anónimos a algunas compañeras con amenazas de violación. Escribía frases como “Tiaguarra te boy ha tocar las tetas” o “boy ha meter mimorro en tupotorro”.  Sus insultos preferidos eran ¡Maricón del culo!¡ Niñaza! Manipulaba los frenos de la silla de ruedas de una compañera que padecía esclerosis múltiple  para que sufriese pequeños accidentes y cuando ocurrían rompía a reír. Entonces en clase no teníamos compañeros de otras razas o de más orígenes que cualquiera de las provincias de España, pero a los que eran muy morenos, como él mismo, les tildaba de ¡puto gitano! o ¡el cara moro asqueroso este¡. 

Un día llegó a liderar una especie de rebelión nacional porque varios alumnos de séptimo B habían entrado a clase a robarnos los bocadillos, lo cual suponía para VOX Boy una intromisión inadmisible en su territorio. Así es que, aprovechando nuestra indignación, insufló en nosotros el sentido  identitario de séptimo A, y al grito de  ¡a por ellos!, una tarde nos congregó a la mayoría en un solar próximo para organizar una buena pelea contra séptimo B. La cosa no llegó a mayores, porque intercedieron los profesores, pero el mayor ladrón de bocadillos de la historia infantil y juvenil no se quedó con las ganas de probar su arsenal en la piel de los otros. VOX Boy  marcó sus puños de hierro en el rostro de dos de los más débiles compañeros de la otra clase. 

Y así. 

Yo, en mis pocas luces, no entendía cómo VOX Boy podía condicionar impunemente con sus acciones la vida escolar de todos nosotros. Con el tiempo he conseguido extraer algunas conclusiones al respecto. Para los profesores, el mundo de sus alumnos era  impermeable. Mientras pudiesen impartir la clase, lo que sucedía más allá de la tarima o de su mesa no era de su incumbencia. Sin embargo, esa especie de indiferencia o de laissez faire, digámoslo así, institucional, no era la clave. Lo que realmente  propiciaba la acción diaria e indemne de VOX Boy era el silencio cobarde y sumiso  de quienes le padecíamos y su alianza con determinados compañeros de la clase, quienes constantemente le reían las gracias, blanqueaban sus acciones  o incluso  a veces le acompañaban en sus hazañas.

A pesar de estas conclusiones, a  día de hoy todavía sigo preguntándome  por qué la gran mayoría de la clase, por qué los niños más o menos normales de la clase, que solamente pretendíamos vivir con tranquilidad nuestros recreos, nuestros deberes y nuestros aburrimientos, no hacíamos nada por neutralizar a VOX Boy y sus afines. Éramos más, pero a la hora de la verdad  éramos menos, y VOX Boy lo sabía. Solamente tenía que mirarnos para constatar su poder.

Hoy le he visto en televisión, muy repeinado, escrupulosamente afeitado, impecablemente trajeado, mirando a  la cámara igual que nos miraba a nosotros, con ojos de serpiente y un conato de sonrisa que camufla un futuro  rebosante de malas intenciones. Por el modo de mirar  me ha parecido advertir que él  también me veía. Entonces he apagado inmediatamente la televisión porque me ha dado la sensación de que,  una vez más, VOX Boy  ha identificado mi miedo.