Al niño no le hacía ni pizca de gracia que le montasen a lomos del caballo del tiovivo. Sus padres le colocaban a horcajadas sobre la silla de montar y disponían sus manecitas sujetas a la barra de hierro; después le daban instrucciones atropelladas sobre no soltarlas de ningún modo porque se podría caer. Antes de dejarle abandonado en el carrousel a su suerte, papá y mamá le daban un beso, le apretujaban entre sus manazas y volvían con toda la troupe familiar que observaba la escena con gesto pánfilo y sonrisa lela allá abajo, sin dejar de gritar una y otra vez su nombre.
Entonces era cuando el carrousel arrancaba y sonaba una música monótona de cascabales enlatados que acentuaba todavía más la congoja del pequeño, quien no dejaba de recordar para sí, como una letanía, que bajo ninguna circunstancia debía de soltar sus manos del hierro que hacía danzar al caballo, o lo que fuese aquello sobre lo que le habían obligado a subir. De manera que el niño se disponía así a cumplir su primera vuelta en un tiovivo y, al hacerlo, se dió cuenta de que no sólo tenía que recordar las instrucciones sobre no soltar las manos de la barra, sino que además tenía que mostrar alegría cada vez que Rayo Silver galopaba a la vista de tíos, papás y primos, porque era en ese momento la algarabía de toda la familia. El pequeño, por no desairar a la concurrencia, giraba la cabeza levemente y miraba con cara de circunstancias y con una ligera sonrisa forzada, entumecida por el fastidio, el miedo y la incomodidad que ya le empezaba a producir el artefacto. A la tercera vuelta, cuando ya había asumido que no bajaría de allí hasta pasar unas cuantas más, casi descuidó los consejos paternos y, por saludar de una manera más efusiva, de a poco no suelta la mano derecha.
Pero el niño ya no tenía más ganas de paripé, ya no quería estar más tiempo subido en aquella cosa blanca con forma de caballo; el niño se hartó de fingir. De modo que cuando hizo la vuelta quinta dejó de sonreír a su paso por la claca familiar; dejó de sonreir y de mirarles, pero no soltó ni una lágrima: Sin que nadie nunca lo llegase a saber, con gran valentía y con formidable fuerza de voluntad, aplacó todo el llanto que se agolpaba, como una crecida incontenible, en el hueco de la garganta. Aún así, allá abajo se encendieron las alarmas y sin mediar no más de un segundo mamá le dijo a papá, con gestos de urgencia, sube y mira a ver que ya no ríe y papá subía en marcha, intrépido, en su momento heróico, trasatabilleando y ayudándose de la escalera del camión de bomberos para no caerse, y le preguntaba al niño que qué ocurría, mientras allá abajo mamá y los tíos y los primos opinaban acerca de la pérdida súbita de la sonrisa del niño a lomos de Rayo Silver dentro de la incansable rueda del tiovivo de la feria. Así pasaron cuatro vueltas más, y cada vez que pasaban frente a mamá, frente a los tíos y a los primos, éstos no tenían manera de saber si el niño había recuperado la sonrisa, si estaba llorando o qué diablos pasaba, porque la espalda de papá se interponía entre ellos y la criatura. Finalmente el carrousel se detuvo, el sonsonete latoso dejó de sonar y papá bajó con su hijo cogido en brazos. Fue curioso porque, a pesar del gran barullo que había en el recinto ferial, se hizo en aquel grupo familiar un tenso silencio que rompió, a los pocos segundos, alguien al nombrar, casi gritando, ¡el tren de la bruja!, como si aquella fuese la gran ocurrencia de una perfecta, inolvidable y divertida tarde de feria.
Vuelvo mañana
La pintura es del palentino Alvaro Reja. No he encontrado su página web; quizá no la tenga, pero se pueden ver más creaciones suyas en http://www.liceus.com/cgi-bin/ac/pu/alvaro_reja.asp