El primer medio de comunicación de Occidente data del año 59 ac. Se llamó 'Acta Diurna' y se creó a instancias de Julio César como canal de propaganda. Para evitar su falsificación, la información era grabada en piezas de piedra o de metal, selladas con el emblema imperial. Como es de suponer, ningún ciudadano deseaba ver su nombre en Acta Diurna relacionado con un escándalo, porque significaba una tragedia.
Siglos
después, tras los trovadores, juglares y los pliegos de cordel, allá por el año
1501, en la muy romana plaza que lleva su nombre, se instaló Pasquino. Pasquino
es una escultura del siglo III ac que representa un personaje célebre de la
antigüedad clásica, aunque la fama de Pasquino no reside en su identidad. Desde que se plantó en su plaza, miles y miles de personas a lo largo de
los últimos quinientos años han dejado y dejan a sus pies, o enganchan
directamente sobre su cuerpo libelos, escritos satíricos, notas y todo tipo de
mensaje e informaciones.
Un
año después de la ubicación de Pasquino, el Papa Alejandro VI hizo frente a la
peligrosidad de la imprenta y decretó censura y visto bueno eclesial para todo
documento impreso, bajo pena de excomunión. Precisamente fruto de la invención
de la imprenta, en 1556 aparece en Venecia el primer número de “Notizie
escritte”, considerado el primer periódico político propagandístico. Su precio era
de una pequeña moneda llamada gazzeta, de ahí el sustantivo con que se nombran
los diarios italianos.
Notizie Escrita pugna en la historia del periodismo por ser el primer periódico modernos europeo con el 'Relations aller Fürnemmen und Gedenckwürdigen Historien' que significa algo así como 'Relación de todas las historias importantes y conmemorativas', publicado por Johan Carolus el año 1605 en Estrasburgo.
Desde que Julio César publicó su
‘Acta Diurna’ hasta nuestros tiempos, Occidente ha convivido muy estrechamente
con la mentira y el bulo, no solamente en la calle, en los patios de vecindad,
en las plazas, en las tabernas o en las instituciones sino, y sobre todo, en
los medios de comunicación. El bulo fue, es y será. El bulo y la mentira son
consustanciales a la naturaleza humana. De hecho, podría decirse que dado que
el lenguaje nos diferencia de los animales, la mentira, como uno de sus
productos, constata esa distinción.
Hay dos hipótesis en la historia
etimológica de la palabra bulo. Una de ellas se vincula al ‘bul’ calé, que
designa porquería, culo, trasero, caca o
mierda. La otra señala un origen latino vinculado a la voz bola, bulla, burbuja.
En el siglo XVIII se empezó a utilizar ‘bola’ como sinónimo de mentira. Creo
que una y otra teoría se complementan, porque qué es sino un bulo, más que una
sucia mentira.
Más allá de los medios de
comunicación, uno de los principales difusores de bulos de la historia han sido
las diversas Iglesias cristianas: la
Santísima Trinidad, la virginidad de la madre de Cristo, los milagros, las
reliquias, las bulas (que comparten su origen
etimológico con el término bulo), la omnipresencia de Dios, el sacrificio del
cuerpo y la sangre, el cielo, el infierno, el purgatorio, etc.
De hecho, cualquier tipo de precepto religioso, sea de cualquier creencia, no es más que un bulo. Los grandes pogromos contra los judíos han sido atizados a lo largo de la historia gracias a los bulos. La recompensa del paraíso de las huríes por luchar en la Guerra Santa no es más que un bulo. La promesa de reencarnación o la de un próximo advenimiento del Yahvé no son más que dos bulos. Y así…
Los bulos religiosos han sido y
siguen siendo nefandos, porque han provocado mares de sangre, muerte y dolor. El bulo religioso es una poderosa arma de destrucción masiva.
En Palestina tenemos un dramático ejemplo, otro más. No será el último. Pero en
el tiempo en que vivimos, quizás el ámbito donde genera más interés o
influencia social la práctica y el uso del bulo sea en la política. Qué duda
cabe que en nuestro siglo las redes sociales han multiplicado al infinito tanto
su uso como las consecuencias que genera.
Tanto es así que el presidente
del gobierno de España, Pedro Sánchez -quien por cierto no dijo esta boca es
mía ante el bombardeo masivo de bulos judiciales que tuvieron que soportar los
líderes de Podemos y de otras formaciones a la izquierda de su partido- se
dirigió a los españoles para anunciarnos que anulaba su agenda durante cinco
días y se retiraba a reflexionar ante el acoso del que es víctima su esposa
Begoña Gómez, investigada de supuestos delitos por el juez instructor Juan
Carlos Peinado, basándose en informaciones publicadas en un medio de
comunicación que no aportan pruebas. En el momento de redactar este texto, el
juez Peinado ya va por el tercer motivo de investigación. De los otros dos
anteriores no ha podido sacar nada.
No voy a extenderme en el caso,
porque es de sobras conocido. La cuestión es que, próximamente, el ejecutivo
presentará al Parlamento una proposición de ley para regular la práctica
periodística y evitar en lo posible la práctica del bulo político, que como
todo el mundo sabe, ha adquirido en los últimos años una sofisticación nunca
vista: Alguien, ya sea porque es un activista irredento o porque se lucra con
ello, inventa un delito contra un adversario político a través de documentos
falsos que hace llegar a un medio afín. El medio lo publica, con gran escándalo
social. Las tertulias y los informativos de las radios y de las televisiones
incluyen el caso en su escaleta. Los robots y las cuentas de pesebreros al
servicio del creador de la mentira expanden al infinito la falsa noticia en las
redes sociales.
El asunto llega al Parlamento, donde los partidos contrincantes la utilizan como arma dialéctica de desgaste. Finalmente, un juez afín abre diligencias y procesa o investiga con gran ruido mediático al protagonista o protagonistas de la falsa noticia, poniendo en riesgo su posición política o de poder.
Mientras el proceso judicial vive, el bulo vive, y así los adversarios
políticos cuentan con munición letal durante meses. De este modo, los jueces
que se prestan al escarnio y a la prevaricación descarada devienen en
auténticos creadores de contenido.
No sólo los políticos y partidos
en la oposición practican o han practicado el bulo. Desde el poder también es
habitual. Por ejemplo, el llamado procès secesionista catalán se fundamentó en
grandes mentiras promovidas desde la presidencia de la Generalitat de Catalunya,
tales como informes económicos falsos, una historia embustera, agravios inventados,
y sobre todo la falsedad original de sus intenciones, pues como confesaron -no
uno, sino varios de sus líderes- se trataba sencilla y llanamente de un farol.
De hecho, ninguno de los
partidos políticos llamados nacionalistas dice la verdad sobre la historia de
su región. Todo el fundamento histórico sobre el que se asientan, gobiernan y perpetúan
en el poder utilizando una supuesta diferenciación histórica que les otorga
derechos es radicalmente falso, un bulo extraordinario, tan burdo como el terraplanismo,
las estelas tóxicas de los aviones o los microchips en las vacunas.
La mismísima Constitución española acoge no pocos bulos desde sus primeros capítulos, como el que indica que todos
somos iguales ante la ley, aunque al rey, el jefe del Estado por derecho de herencia,
no se le pueda toser; o el que presume y dicta que los poderes del Estado harán
lo posible y lo imposible con tal de todos los españoles podamos disfrutar de una
vivienda digna.
Pero desde donde se ha utilizado
el bulo a lo grande, hiperbólicamente, sin dolor y sin vergüenza, ha sido desde la presidencia de los sucesivos
gobiernos de España. Las armas de destrucción masiva, la autoría del 11M, los ochocientos
mil puestos de trabajo, OTAN de entrada NO, los brotes verdes, amnistía nunca y
de ningún modo, apresaremos a Puigdemont, un gobierno con Podemos me quita el
sueño, etc. Y todos con la aquiescencia, el apoyo entusiasta de medios de
comunicación afines, los llamados medios serios, a los que el catedrático
Vicenç Navarro bautizó como medios de persuasión.
Todavía hoy el diario El Mundo (insisto, un periódico de los llamados serios) de vez en cuando, sigue explotando uno de los bulos más descomunales, dolorosos y vergonzantes de la historia de España, como es el de la autoría etarra del atentado más sangriento que hemos vivido.
Otra cosa son, según parece, “Esas webs y medios digitales” a las que
se ha referido repetidamente el actual Presidente del Gobierno, potenciales
sujetos penales de una futura ley cuyo fin último es cortarles las alas para
que no puedan volcar su ración de infundios día sí y día también, dejen de
influir sobre la opinión pública y por tanto su papel a la hora de elegir a
nuestros representantes y nuestros gobernantes sea poco menos que residual.
Olvida el Presidente al otro
actor necesario en la cadena de valor de un buen y eficaz bulo, esto es, al
sacrosanto, intocable, impune y todopoderoso poder judicial. Pero con las togas no se atreve. No ha habido
chulo o chula en España que hay osado ni siquiera soplar a un magistrado. Excepto
a Baltasar Garzón.
Y es que mucho me temo que la
acción judicial que aprovecha la fabricación de escándalos basados en
falsedades para debilitar, deslegitimar, o derribar a un gobierno, a un rival
político o alguna personalidad con capacidad o voluntad de influir en la
historia de modo positivo, es terreno vedado a opciones políticas conservadoras
o de ultraderecha, nostálgicos de la naftalina, el llamado estado profundo,
cuya relación con los togados es consustancialmente íntima y simbiótica.
Sin embargo, ni en España, ni en
EEUU, ni en ningún otro país donde ahora se produce este fenómeno, hemos
descubierto el fuego. A mediados del siglo XIX, justo en la época de florecimiento
de la prensa escrita, Honoré de Balzac publicó “Las ilusiones perdidas”. El
autor francés, gran conocedor de la sociedad parisina y frecuentador de los
mentideros políticos, ofrece en esta gran novela ejemplos muy jugosos y
extensos sobre cómo el periodismo se transforma en bulodismo y el periodista en
bulodista, tan solo por dinero, o por poder, y
en ocasiones por el mero capricho de jugar a encumbrar a alguien y al
cabo de unos meses destruir toda su reputación, ocasionándole el desprestigio,
el aislamiento social y hundiéndole en la
más absoluta de las ruinas. Por cierto ¿qué es una novela sino un bulo?
Quiero decir que desde los tiempos
del 'Acta Diurna', desde Pasquino, o desde que la Iglesia intentó preservar la
hegemonía y exclusividad de sus bulos neutralizando el poder de la imprenta con
la amenaza del castigo y la promesa cierta y terrorífica de la excomunión y del infierno, los hombres y
mujeres o las organizaciones que han albergado un deseo irreprimible y poderoso de difundir sus mentiras y sus
verdades, sus historias y sus realidades, de un modo u otro lo han conseguido.
No ha existido ni ley
democrática, ni dictadura, ni tiranía que haya podido controlar nunca el empeño
humano o la necesidad de contar, explicar, informar, calumniar o difamar. Ya
pueden los gobiernos, o los parlamentos o los dictadores echarle imaginación,
porque la regulación de ese hecho es imposible, entre otras cosas, y quizás, sobre
todo, porque siempre hay gente dispuesta a creer, porque necesitamos verdades
para constatar nuestro entorno, para amar, querer y vernos o sentirnos formar
parte de algo bueno; y también mentiras para cambiar lo que no nos gusta,
derrotar a nuestros oponentes, destruir a quienes se interponen en nuestro
camino y nos impiden alcanzar nuestra meta, la que sea, porque si es nuestra es
legítima. Aquí no hay ni ley moral ni ley legislativa que valga. Así somos.
Los más avispados dirán ahora,
en este preciso instante, que se me ha nublado el entendimiento. Aducirán que lo
que digo no son más que estupideces, porque desde que Caín mató a Abel el
hombre no ha hecho otra cosa en la historia que matar, asesinar a su prójimo,
en ocasiones con ensañamiento premeditado, alevosía y nocturnidad, y otras de
modo organizado, masivamente. Todo lo cual no es óbice ni impedimento para que se legisle y se establezcan las
medidas coercitivas con el fin de atenuar ese instinto asesino secular y eterno
que también nos diferencia de otras especies.
Ya, pero -respondo- entre matar y mentir hay
toda una galaxia de por medio. Por mucho que ambas acciones formen parte del
top 10 de los mandamientos de la ley de dios, se encuentran en planos morales
bien diferentes. Quien haya mentido en algún momento de su vida que levante la mano. Ahora que la
levante quien haya cometido un asesinato. Pues eso.
La cuestión central, en mi
opinión, radica en el otro extremo de la emisión o difusión del bulo, es decir,
en quien lo recibe, en la necesidad de creer, ya sea debido al famoso sesgo de
confirmación, al regodeo en permanecer ignorante, al desdén hacia el
conocimiento, a la pereza en la búsqueda de la verdad, o a una real y
perniciosa ingenuidad.
Otro al que se le nubló el
entendimiento gracias a los bulos fue al bueno de Alonso Quijano. En 1605,
curiosamente el mismo año en que se publicó el primer periódico europeo, el
impresor Juan de la Cuesta, financiado por el librero Francisco de Robles, saca
a la luz, con gran éxito de ventas, la primera edición de Don Quijote de la
Mancha, la obra seminal con la que Miguel de Cervantes pretendió entretener y
provocar la risa mientras denunciaba o se mofaba de la fantasía huera y
exagerada de los libros de caballería. Esa y no otra era su intención, muy a
pesar de la ingente densidad exegética derramada sobre esta obra de alcance
universal.
En ese sentido, y al caso que nos
ocupa, los capítulos V, VI y VII del
Quijote en la edición de Pierre Menard son muy importantes. El protagonista, tres
días después de dar inicio a su andadura, vuelve a casa acompañado de un labrador
que le ha encontrado tirado en el camino, muy perjudicado físicamente a consecuencia
del desenlace de sus dos primeras aventuras, y allí, en su hogar, se reencuentra con su sobrina, el ama, el barbero
maese Nicolás y el cura licenciado Pero Pérez.
Al llegar a casa, la sobrina se
lamenta amargamente ante el cura porque “¡Desventurada
de mí!, que me doy a entender, y es así ello la verdad como nací para morir,
que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de
ordinario les han vuelto el juicio.” La sobrina, en su lamento, es la que
propone la quema de los libros que han trastornado a nuestro insospechado
caballero. Es decir, es de ella de quien surge la propuesta de regulación de
los bulos de caballerías, y no del representante de la Santa madre Iglesia,
porque su tío tiene “muchos [libros] que bien merecen ser abrasados, como si
fuesen herejes.”, añade la sobrina; propuesta que al padre Pero Pérez le
resulta de lo más pertinente.
La sobrina, aterrorizada ante el
poder maléfico de los libros que Don Quijote almacena en su aposento, le pide
al cura que lo bendiga con el hisopo; propuesta que causa la risa de los demás.
El cura desea examinar de qué libros se trata, pero la sobrina insiste y
propone quemarlos todos en la hoguera. “ Lo
mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos
inocentes” señala el narrador.
Sin embargo, antes de organizar
la pira purificadora de bulos, el cura prefiere echar un vistazo a los títulos
de la perniciosa biblioteca de Don Quijote. El primer que recoge en sus manos,
el Amadís de Gaula, es considerado de los serios y rigurosos, y tanto el cura
como el barbero lo salvan de la quema. Después, le siguen webs y medios
digitales tales como “Las sergas de Espladian”, el “Amadís de Grecia”, “Don Olivante
de Laura” (especialmente mentiroso y arrogante. Algo así como el 'OK Diario' o 'Al
Rojo Vivo' de los bulodistas Eduardo Inda y Antonio García Ferreras )
Le siguen a la hoguera “Florismante
de Hircania”, seco en su estilo, como Francisco Maruenda, director de la Razón, o “El Caballero Platir”, una especie
de Ana Rosa Quintana o Vito Quiles, en los que “no hallo en ellos cosas que merezcan venia”.
Y así van engrosando la hoguera “Espejo
de caballería”, “Palmerín de Oliva”, y bulos
pastoriles tales como “La Diana del Salmantino” “El pastor de Iberia”, Ninfas
de Henares” y Desengaños de celos”…
Los insospechados reguladores, además del Amadís, salvan de la quema otros tantos libros que a su parecer son dignos de ser leídos, entre los que se encuentran el “Palmerín de Inglaterra”, “Tirante Blanco” o la “Diana de Montemayor”, pero hay uno de los supervivientes de la ley de la hoguera que llama la atención. Se trata de “La Galatea” de Miguel de Cervantes, un medio afín, pues, alega su señoría el cura togado que “grande amigo mío ese Cervantes […] Su libro tiene algo de buena invención: propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete.”
A pesar de que todos sus
allegados intentan convencer a Don Quijote de su desvarío, producido por la
lectura de tanto bulo, el ingenioso caballero responde, orgulloso, la célebre
afirmación de su nuevo yo. “¡Yo sé quien
soy, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho , sino todos los Doce Pares
de Francia, y aun todos los de la Fama”, es decir, la voluntad inquebrantable
de creer es realmente poderosa, tanto más que la constatación racional de cualquier
verdad, y tan efectiva como para transformar nuestras vidas, y también, y sobre
todo como para echar “a perder el más
delicado entendimiento que había en toda La Mancha”
De modo que, finalmente, en casa
del de la Triste Figura, “aquella
noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa,
y tales debieron arder que merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo
permitió su suerte y la pereza del escrutiñador, y así se cumplió el refrán en
ellos de que pagan a las veces justos por pecadores”
Justos por pecadores; pereza
escudriñadora, subjetividad, o la imposibilidad de un juicio equitativo si de
lo que se trata es establecer objetivamente criterios legislativos para evitar
lo inevitable, la infamia, la calumnia, el bulo, la mentira como medio para
obtener ventajas políticas, como herramienta
para ocupar o preservar el poder.
Porque, si de lo que se trata es
de amparar reputaciones y honorabilidades, nuestro código penal ya cuenta con
los artículos 205, 206 y 207: “Es calumnia
la imputación de un delito hecha con conocimiento de su falsedad o temerario
desprecio a la verdad. La calumnia
será castigada con las penas de prisión de seis meses a dos años o multa de
doce a 24 meses, si se propagaran con publicidad y, en otro caso, con multa de
seis a doce meses.”
¿Y qué es un bulo político sino una calumnia?
¿Por qué no corren raudos a los juzgados los abogados y asesores de los partidos
políticos a defenderse de las calumnias tal y como finalmente ha hecho Pedro
Sánchez? ¿Por qué es necesaria una ley reguladora de los medios de comunicación
para evitar la calumnia si ya nos protege el código penal? ¿Es que, acaso, el
poder judicial va a aplicar con mayor celo el articulado de la nueva ley que el
que ya existe? ¿Por qué no acopian valentía los políticos afectados y denuncian
a los jueces prevaricadores en virtud del artículo 404 del mismo código?
Es cierto, hay mucho en juego, no solamente
la honorabilidad de determinadas personas. Nos jugamos un sistema democrático
en el que realmente el poder ejecutivo gobierne por la voluntad de todos los
ciudadanos, sin trampas, sin atajos, sin poner en riesgo las instituciones que hacen
posible la convivencia. La paradoja estriba en que gracias a la libertad de que
gozamos incluso podemos socavar los cimientos que nos la garantizan y cualquier
día estos pueden colapsar. Nada es para siempre. Súbita o progresivamente la
historia da un vuelco y todo se desmorona.
Por eso, por delante incluso del código
penal, por delante de cualquier futura ley reguladora, nuestra responsabilidad
ciudadana debe estar en vanguardia y permanentemente
en guardia, sin pereza, presta y militante ante la creciente voluntad de creer,
frente al sesgo de confirmación, ante el hooliganismo político y el fanatismo
ideológico que posibilitan la eficacia del bulodismo. Somos nosotros. No son
ellos.
Al final de sus aventuras, enfermo y exhausto,
Don Quijote finalmente cae postrado en
la cama. En su lecho de muerte se dirige, ya agonizante, a su fiel escudero Sancho
“ Perdóname, amigo, de la ocasión que te
he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído
de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.” Sancho le responde. “Mire no sea perezoso, sino levántese de esa
cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizás
tras alguna mata hallaremos a la señora Dulcinea desencantada.”
Y ya.