Me cuesta tanto trabajo mentir que hasta ahora
mismo no me he decidido a hacer pública esta historia. La primera vez que les
vi fue un viernes, uno de esos viernes cualquiera, a la sombra del porche en el
que me tomo el café y el whisky después de comer mientras garrapateo frases y
ocurrencias. Desfilaban delante de mí, hacia la puerta del restaurant, uno
detrás de otro, silenciosos, marciales, discretos, perfectamente uniformados, sin
los cascos y las protecciones que les confieren en acción ese aspecto intimidatorio de
robocops invencibles, una treintena de agentes antidisturbios del
cuerpo de los Mossos d’Esquadra de la Generalitat de Catalunya. Segundos antes
se habían apeado de sus lecheras, aparcadas en cuidadosa formación de batería,
que les transportan desde la base hasta la misión, desde la misión hasta el
restaurante y desde el restaurante, nuevamente, hasta la base.
Recuerdo un día, no hace mucho, en que la
aparición frente a la puerta del establecimiento de semejante comitiva coincidió
con la entrada de una familia entre la que se hallaba una señora de edad
avanzada que caminaba con la ayuda de un andador. Uno de aquellos caballeros
catalanes defensores de la ley y el orden se adelantó raudo a sus compañeros y muy amablemente le
abrió la puerta a la anciana para que pudiese acceder con más facilidad al
interior. La mujer y los parientes que la acompañaban -un poco impresionados,
no tanto por el detalle sino por el gran
estilo solícito con que franqueó la entrada- se prodigaron en agradecimientos
de toda índole, a los que el agente -un armario ropero próximo a los dos
metros- efectuó una educadísima e inolvidable semireverencia de modestia y
servicio público. Después, ése día ya no volví a verles, porque los dueños del restaurante
les reservan siempre un salón en la planta baja, donde pueden disfrutar de la
comida del último día de la semana en íntima y exclusiva camaradería uniformada.
Éste
viernes pasado, una tercera parte del grupo completo, el equivalente a
lo que debe ser una dotación completa de
antidisturbios transportados en una lechera, desembarcó nuevamente en la
masía, aunque de modo diferente. Eran una docena de ellos. Los
reconocí al instante, todos fibrosos, atléticos y muy deportivos, porque aunque llegaron allí vestidos de
paisano en sus vehículos particulares, entre ellos identifiqué al gigante caballeroso.
Cuando entraron yo ya estaba comiendo. Esperaba a que me sirviesen el segundo
plato ( pies de cerdo a la brasa, que los preparan como en ningún otro sitio, después
de haber disfrutado de un xató exquisito,
aderezado con una salsa romesco como dios manda, espesa y encarnada igual que
sangre sobre la frente.)
El primero en irrumpir en la sala fue
precisamente el armario ropero, que días
antes le había abierto galantemente la puerta a la ancianita del andador.
Entraba efectuando el gesto militar con
el que un sargento conmina avanzar al pelotón en el campo de batalla. Solo le
faltó hacer sonar un silbato. Vestía camisa floreada remangada hasta los
hombros y por eso se podían ver claramente
sus dos brazos completamente tatuados, desde el codo hasta el borde de
la manga, con formas espinosas que se entrelazaban entre ellas como si fuese
una hiedra dañina. Nada más llegar a su
mesa se hizo con una servilleta, la extendió, y acto seguido se la
anudó a la cabeza como si fuese un
pañuelo pirata, porque como estaba decorada a cuadros y en sus dos orejas lucía
sendos aretes, daba realmente la sensación de haber salido de una versión cutre de una de las historias de Stevenson.
Al ir entrando los demás, uno tras otro se afanaron en imitar la gracia de su compañero entre
grandes risotadas, gritos y onomatopeyas guturales, cada cual con su propio
estilo. Algunos lograron parecerse más a un pintor de brocha gorda que a otra
cosa; otros, con sus gafas de sol puestas, querían emular a un ángel del infierno y unos
pocos, los más patriotas, se colocaban el pañuelo a la manera de un cachirulo
maño.
Lógicamente no les costó mucho erigirse en los
protagonistas absolutos del restaurante. Eran el centro de atención de todos los comensales,
quienes mirábamos de reojo, o de un modo ostensiblemente contrariado, las
evoluciones de semejante cuadrilla. Ninguno de ellos hablaba catalán. Todos, la
docena completa, utilizaba el castellano para expresarse y comunicarse. Mejor
dicho, se gritaban entre ellos a través de una variante dialectal del
castellano; ese dialecto arrabalero que se come ostentosamente algunas
consonantes, que utiliza palabras calés, y que evita quien lo habla, en la medida de lo posible, cualquier signo
lingüístico que pueda denotar cultura, sensibilidad, educación o una mínima
alfabetización. Porque el objetivo final para quienes dominan este idioma es evitar dar a entender a los demás que uno ha
perdido medio gramo de hombría, no
arriesgarse a parecer débil ante la
tribu, ofrecer sospechas de finolis o,
lo que es peor, que uno es un pedazo de maricón.
Finalmente se sentaron y se inició la fase de fotográfías, que inmortalizarían en los respectivos facebooks la audacia
colectiva en público y la diversión simpar que estaban experimentando. Los
camareros soslayaban su presencia y no se atrevían a detenerse allí. El jefe de sala les reunió
dentro de la cocina. Yo les veía a través del ojo de buey de la puerta que la
separaba del comedor y ellos miraban inquietos por la misma ventana hacia donde
esperaban los caballeros oficiales. Por fin, tras unos minutos de deliberaciones, una camarera, valiente,
sonriente, dispuesta al sacrificio, salió del cónclave y se dirigió decidida hacia
la fatídica mesa. Inmediatamente, uno de
ellos, el más bajito, quizá el mayor, aulló como un lobo y le espetó dos
piropos soeces, que fueron jaleados por toda la manada como si nunca en su vida
hubiesen visto una mujer, como si en lugar de una trabajadora, ante ellos se
hubiese presentado una oveja. Satisfecho con el protagonismo que había
adquirido, el lobo viejo continuó con su perorata machista y prodigó giros
y requiebros de lo más vulgares, entre los que repitió un par de veces, por
parecerle muy ingeniosas, uno referida al tamaño de la butifarra y otro a su preferencia por el
conejo poco hecho.
La camarera escuchaba estoicamente, armada de paciencia.
Les miraba sonriendo, con una sonrisa de desprecio que aquellos energúmenos ni
siquiera supieron interpretar. Tomó nota de la comanda y a partir de ese
momento el grupo se olvidó de ella. Progresivamente la mesa se fue llenado de pan,
vino, all i oli y todo tipo de carnes,
de manera que las bestias concentraron
toda su atención en la pitanza. Yo,
mientras tanto, ya había terminado con los pies de cerdo. Esperaba la cuenta para poder salir al porche a tomar
el café, entretenido en observar, uno a uno, a los seis componentes que se
habían sentado frente a mí. Y entonces me llevé la penúltima sorpresa de la
jornada. Uno de ellos en realidad no era uno, sino una. Una caballera
antidisturbios, una defensora de la ley
y el orden, una mossa d’esquadra riendo, gritando, golpeando la mesa y
participando del festín del mismo modo
que el resto de sus compañeros. En el aspecto
de aquella mujer no había nada que hiciese pensar que lo era. De hecho, ante
las imprecaciones procaces del mosso veterano, fue una de las que más le había reído la
gracia. Lo supe porque en un lance con uno de sus camaradas en el que chocaban
las manos al modo de pulso, la postura de costado reveló la silueta de sus pechos. De
ella- más que de ningún otro componente- me llamó la atención una expresión bobalicona, enmarcada en una frente
prominente, neardental, muy próxima a la
frontera convexa de una inteligencia normal que hubiese hecho las delicias de Cesare Lombroso.
Finalmente me llegó el turno de pagar y pude
salir. Afuera, bajo el porche, me sirvieron el café y mi copita de whisky. Un café espeso,
corto, amargo, muy rico, que me gusta acompañar simultáneamente con breves traguitos
de la copa. Debería llevar allí unos diez minutos sentado, dándole vueltas a lo
que había presenciado y garabateando algunas ideas, hasta que apareció en el
porche el lobo, el más viejo de la manada, teléfono en ristre, y con aspecto de
contrariedad, preocupado, como si alguien le estuviese dando una mala noticia.
No decía nada. Solamente escuchaba. De vez en cuando intentaba responder, pero tan solo acertaba a balbucear
afirmaciones lacónicas, lo que tú digas cariño, sí, sí, no tardaré, no te preocupes,
llegaré a tiempo, yo iré a buscarles, no, no beberé mucho, sí, sí cariño, sí,
sí, lo que digas…
Al finalizar
la conversación introdujo el teléfono en el bolsillo trasero del pantalón, miró
al cielo, emitió un bufido y entró en el lavabo. Yo miré la hora. Eran más de
las tres. Guardé la libreta en la cartera, le di un último sorbo al whisky y me
fui satisfecho, con la sensación orgánica de calor interno que anuncia una buena siesta, en la que intentaría imaginar la figura y el rostro de la mujer que habló
con aquel caballero oficial acostumbrado a recibir y ejecutar órdenes sin
preguntar.
14 comentarios:
Tus reflexiones aderezadas con caracoles han dado un magnífico resultado.
Yo lo resumiría con la palabra: INCULTURA ("Podemos dar mamporros a diestro y siniestro y no nos dicen nada, al contrario, nos respetan...")Deben pensar....
P.D.: Hablando de whisky: Estate atento al correo...
Besoso, Ester
Los caracoles que prepara Bep deberían se declarados patrimonio universal de la humanidad por UNESCO
¡Va por el !
Me he reído a gusto con este texto y me parecía que yo también los estaba viendo. Me he criado en una barriada de policías y te aseguro que los pantalones de casa para adentro los tenían las mujeres, pero en los bares de alrededor era tal como lo cuentas (eso sí, el alcohol era permanente aun en horas de servicio).
Un saludo.
El mundo está lleno de cabrones, cobardes y pusilánimes, ah y de incultos (ponganse en femenino los adjetivos que así lo permitan).
¿La historia es verídica?
Saludos,
Carlos, estoy seguro de lo que dices. Suele ser así.
Me produce mucha curiosidad (casi me obsesiona) conocer por dentro el funcionamiento mental de estos tipos que se lían a hostias sin contemplaciones porque es su trabajo y porque se lo ordenan, y después llegan a casa y son corderitos mansos. No logro entenderlo. Son perfectos candidatos a torturadodores
¡Salud!
Babe, la historia ocurrió, sí, hace un par de semanas. Hoy vuelvo, dentro de unas horas. A ver si vienen a comer uniformados o de paisano.
¡Salud!
Que observador que eres, la de cosas que se aprende observando. Ese mismo que ayuda a la viejecita, es supuestamente un energúmeno machista que lo más probable y presuntamente un día asfixie sin querer a un detenido cuando al detenerlo le ponga la rodilla en el esternón. Me dan miedo, son peligrosos, mucha fuerza y pocas neuronas. Sicarios del poder. Un abrazo.
Si cuando las cámaras estaban filmando a la entrada de la Ciudad de la Justicia desfilaban como desfilaron... no me extraña lo que relatas sobre esa tarde de viernes. Abrazos!
Los has defiinido muy bien Loli. Sicarios, que se costean con nuestros impuestos. Es casi como la famosa bala con la que se fusila a los condenados a muerte en China: la tiene que pagar la familia del condenado
¡salud!
Fue toda una experiencia Ana. No salía de mi asombro. Sin embargo, bien pensado, ¡de qué me asombro! ¿Qué otra cosa podía esperar de alguien cuya profesión es repartir leña?
Abrazos
Sin embargo, si no te contradices a tí mismo, una cosa buena tiene ese grupo de gorilones: sabe elegir donde se come bien.
Gracias por las visitas y Salut
¡Hombre,pues claro! Estos, ya sabes, la mejor comida, la mejor bebida y las mejores putas, que son muy pero que muy machotes.
¡Salud!
Iba leyendo la entrada y luego los comentarios y pensaba: claro, dulces en la casa y torturadores en el trabajo...y como premio, impunes en muchos casos. Curioso, por esos lares pueden confluir en un bar personas corrientes y policìas y/o militares, por acá eso es impensable.Como siempre, un placer leerte. Un beso
Me llega a obsesionar esa esquizofrenia vital de estos tipos Fiorella. Pensar que ellos, sencillamente, hacen su trabajo, pagado con mis impuestos y que consiste en apalizar a quien se encuentren delante cuando se lo ordenan...
Un pacer tenerte por aquí
¡Salud!
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