Resulta perturbador
constatar que apenas unos pocos centímetros de pared nos separan de la
intemperie mientras dormimos plácidamente nuestros sueños.
Solamente un cristal y dos hileras de ladrillos superpuestos preservan nuestra
intimidad, nuestro hogar, ese espacio cerrado en el que vivimos a diario la ilusión de la posesión, de la privacidad y de la
exclusividad.
Unas decenas de metros
cuadrados distribuidos en unas pocas estancias nos arropan, nos protegen,
nos conceden ciertas comodidades, y sobre todo nos procuran la quimera de la inviolabilidad.
Solamente la delgada
puerta de madera y el mecanismo que
acciona una sencilla llave salvaguardan
en ese mínimo espacio nuestra fragilidad, nos mantienen separados del resto del
mundo, a salvo de los otros, y mantiene abrigados nuestros momentos de felicidad, las
rutinas más tediosas, las miserias de nuestros cuerpos y las vicisitudes diarias que jornada a jornada conforman nuestras
existencias.
Si fuésemos dioses
o banqueros con el poder de abrir como
una lata las fachadas de los edificios donde vivimos, podríamos vernos en otra dimensión; observaríamos desde una perspectiva inédita y real, simétricamente distribuida
en celdas de hormigón, la vulgaridad de nuestro proceder; neutralizaríamos los afanes de singularidad y, sobre todo, caeríamos en la
cuenta de la inconsistencia de nuestra
seguridad, tan solo a salvo gracias a la confianza mutua y a la pervivencia de cierto sentido del respeto a los demás, cuestiones éstas
maleables, frágiles y meramente coyunturales, ni mucho menos socialmente universales.
Hemos asumido que
todo cambia cuando abrimos la puerta, la volvemos a cerrar, salimos a la calle
y renunciamos a los límites de nuestro espacio, al asilo de los tabiques que nos custodian. “Ahí vivo yo”, podemos decir,
señalando nuestro balcón, que viene a ser tanto como decir que tras esos muros, tras los finos cristales, yo respiro, subsisto, habito,
y duermo tranquilo.
En esos ochenta metros cuadrados por los que vendemos
a precio de saldo nuestro tiempo y nuestro esfuerzo, cobijamos nuestras costumbres y dormimos
nuestro descanso mientras se escapan entre
los orificios de las persianas y los desajustes de las ventanas todos nuestros
sueños comunes.
Pero eso nos resulta indiferente porque,
en realidad, solamente perseguimos compartir la mínima confianza y el mínimo respeto recíproco con el fin de proteger nuestra propiedad y la
integridad de nuestros cuerpos. Cualquier idea o suceso que cuestione levemente esa relación y esa certeza la consideramos una amenaza. Y así, tras la seguridad
ilusoria que nos ofrece la tela liviana de unas cortinas, construimos día a
día el bucle de la ingenuidad y del miedo.
2 comentarios:
No podría estar más de acuerdo con la gran falacia human.
¡Saludos, emejota !
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