Junto a la terraza de la cafetería hay un jardín urbano con algunas mimosas y un par de almeces. Es muy agradable tomar aquí el primer café de la mañana mientras repaso la actualidad de la mañana o leo algunas páginas del libro de turno. Hace escasos minutos un trabajador de la brigada municipal ha arrancado la máquina y se ha dispuesto a rebajar el volumen del césped rompiendo el silencio con el estrépito del motor. He dejado de leer y he esperado paciente a que el jardinero finalizase la tarea.
A pesar de que el momento de placer se ha roto, mientras degusto el café observo tranquilo las evoluciones del funcionario y me encanto admirando la perfección de las líneas rectas que van separando longitudinalmente las zonas cortadas de las que quedan pendientes por cortar. Parece como si en lugar de cortar, en realidad el jardinero estuviese pintando a rodillo el parterre con otro tono de verde, más claro, más joven, sin madurar.
También espero impaciente a que el olor de la hierba segada impregne el aire con su aroma y me dispongo a evocar, en el centro de la ciudad, entre bloques de pisos y prisas mañaneras, aquellos veranos lejanos de mies y de trilla en el pueblo. Pero no. El aroma que emana de la hierba recién cortada no tiene nada que ver con el heno, ni siquiera con el césped.
A medida que el operario municipal va dando cuenta de toda la superficie ajardinada, surge con fuerza incontenible un fétido olor a excremento perruno, de manera que la atmósfera se llena de una hediondez espesa, insoportable, una tufarada que apesta a orina agria mezclada con deyección y hierba tierna. Es tal la cantidad de mierda defecada y de orina miccionada por los perros de la vecindad sobre el césped del jardín público, que cuando las cuchillas de la máquina lo cortan esparcen las excreciones y con ellas su pestilencia vomitiva. No lo soporto. Tengo que tomarme a traganudos el café, pago y me marcho.
Podría haber vomitado allí mismo, pero las personas, si podemos, utilizamos prioritariamente los retretes para llevar a cabo una eventualidad fisiológicas tan sana y necesaria como es la evacuación o deposición diaria. Si lo hacemos en la calle, no hay quien nos salve de la multa y probablemente de algunas horas en el calabozo. A veces me he imaginado las calles de las ciudades salpicadas de hombres mujeres y niños agachados, cagando tranquilos, con plena naturalidad, y dejando en los jardines, junto a los troncos de los árboles, en medio de cualquier plaza, sus heces, su glauca orina caliente, o ambas sustancias a la vez. Sería algo tan inaudito y reprobable que ni quiera se nos pasa por cabeza concebirlo.
Sin embargo, la excreción de perros y gatos en la calle nos resulta algo perfectamente admisible. De hecho, se ha naturalizado y normalizado de tal modo que incluso se considera una obligación moral sacar el perro de casa para que el pobrecito se alivie y, por el contario, sería considerado un delito de lesa humanidad no hacerlo. Y ya no hablo de limpiar y recoger a diario, un par de veces, la mierda del animal, por mucha bolsa de plástico que proteja a la mano de la suciedad de la boñiga tierna y caliente. O de cómo el dueño o dueña del perro observan cada día, con delectación curiosa, la flexión de las patas traseras de su mascota, el levantamiento de la cola, la abertura del ojete oscuro e impaciente que proyecta incontenible hacia el suelo público un ufano y pestífero zurullo.
Algunos propietarios, ante el fastidio de agacharse y el asco que produce recoger la mierda de su perro, optan por los jardines públicos, pues allí queda el cuerpo del delito camuflado entre el hierba y la conciencia más limpia que el culo de su perro, ya que, dado que está prohibido pisar el césped – con excepción de los perros- no habrá conciudadano que pise la bosta diaria del suyo.
Según la Red Española de Identificación de Animales de Compañía (REIAC) casi diecinueve millones de familias tienen el placer diario de sacar a sus mascotas a la calle para que depositen en el suelo público, ante sus conciudadanos, su mierda. Por otro lado, la misma REIAC informa de que en España hay siete millones de perros censados. Actualmente ya hay más mascotas que niños en nuestras familias, pues según el Instituto Nacional de Estadística, en nuestro país viven seis millones y medio de niños menores de 14 años. Es decir, tenemos el doble de probabilidades de cruzarnos por la calle con una persona paseando a su perro que con otra paseando a su bebé dentro del carrito.
Algunas de esas familias con mascota han dejado en las residencias geriátricas a sus ancianos porque, desgraciadamente, no se pueden ocupar de ellos y son otros lo que limpian sus deposiciones por un sueldo de vergüenza. Algunas de estas familias, debido a las obligaciones laborales, no tienen más remedio de dejar a sus pequeños al cuidado de guarderías, y son otros lo que se ocupan de sus pañales. Es decir, tenemos al perro en casa, al abuelo en la residencia y al hijo en la guardería. En los países desarrollados, este es el mundo que nos hemos dado. Somos espectadores satisfechos ante la deposición perruna, pero contratamos a otro para que limpie a nuestros viejos y a nuestros bebés
No sé si somos conscientes pero, a la luz de estos datos, siete millones de perros defecan y orinan a diario en nuestras calles, al menos una vez al día. Repito. Siete millones de perros cagan y mean en nuestras calles los 365 días del año, al menos una vez, dejando toneladas de excrementos en las papeleras, en los jardines, o directamente en el suelo, porque son muchos, todavía, los que no las recogen. Los animales domésticos son, desde diciembre del año pasado, sujetos de derecho. Lo dicta la ley 17/2021 del Código Civil publicada el 16 de diciembre del pasado año, la cual establece que son seres sintientes, y que hay que protegerlos y cuidarlos.
Dice ahora el Código Civil al respecto, en el párrafo II de los prolegómenos de esta ley que “la relación de la persona y el animal (sea este de compañía, doméstico, silvestre o salvaje) ha de ser modulada por la cualidad de ser dotado de sensibilidad, de modo que los derechos y facultades sobre los animales han de ser ejercitados atendiendo al bienestar y la protección del animal, evitando el maltrato, el abandono y la provocación de una muerte cruel o innecesaria.”
Para celebrar la aprobación de la ley, algunos de los legisladores que participaron en su redacción probablemente reservarían mesa en Zalacaín, o quizás en algún otro lugar más moderno, y se empujarían sendos chuletones, eso sí, con mucha sensibilidad. Después, al llegar a casa, se aliviaron en el cuarto de baño, como cabe imaginar, tras engullir tan suculenta pitanza y, dormida la siesta preceptiva, saldrían a pasear con su perro para que cagase y mease a gusto en cualquier calle, en cualquier esquina, en cualquier plaza o en cualquier jardín, todo con suma sensibilidad.
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