Esta entrada contiene trazas de alcohol, sexo, droga, orina y violencia (esto último según y cómo se mire). Avisados quedan.
Aquella noche de agosto, por enésima vez, llegué el último. No sería la última, a pesar de que la norma era “quien llega el último duerme en el suelo”; una norma, por otro lado, del todo arbitraria, dictada por mis santos hermanos y auspiciada por un calvinismo recalcitrante. Y eso que eran los gloriosos ochenta, un tiempo ya lejano en el que crecimos con el eco de aquellas inspiradoras y míticas palabras del profesor Enrique Tierno Galván (Don), que relegan a aficionadilla del populismo a Isabel Díaz Ayuso. “¡Al loro, y el que no esté colocado, que se coloque!” espetó desde el balcón Enrique (Don)
Dado que Tierno Galván no gobernaba en mi pueblo, nuestra
discrecional ley doméstica para vagos y maleantes censados en la familia era de estricto
cumplimiento, al menos en lo que respecta a mí. Es más, su carácter disuasorio
era muy efectivo porque en su breve articulado integraba una segunda
disposición, si cabe más cruel, que establecía la pena máxima, a saber: si la
hora de llegada sobrepasaba un minuto o más de las tres de la madrugada, al
infractor se le negaba la llave junto a la gatera y, por supuesto, la entrada
en la casa. Era una de esas viejas llaves dentadas de hierro entubado negro,
imposible de copiar. De manera que, quien violentase esa fatídica hora, o bien
debería dormir a la intemperie serrana, o bien debía espabilar en la búsqueda
de un pajar, un establo, o la hospitalidad de una casa amiga que se apiadase de
un adolescente díscolo y disoluto, probablemente algo achispado.
No recuerdo que a ninguno de mis hermanos se le aplicase
nunca la pena máxima. Incluso recuerdo que en alguna ocasión, en la que debido
a la falta de fondos me veía en la triste obligación de quedarme en casa, me
aseguraba de que aquella aparatosa llave estuviese bien colocada junto al
orificio oscuro del portillo reservado a la gata para que ambos pudiesen entrar sin
problemas. Sin embargo, la noche de autos fui víctima de la más imperdonable de
las insolidaridades; víctima de una conspiración fraguada desde el momento en
que, vestido con mis mejores galas, después de cenar, salí ufano a ver qué se
cocía en las tabernas, a la reserche
del amor, perfumado con la esperanza de la consumación de mi debut, de la
incorporación definitiva al disfrute de los goces supremos.
Como era de esperar, no coroné. Me encontré con algunos
amigos de la cuadrilla y todo fue trago y cigarro, una partida al mus y algo de
música, Tequila, Miguel Ríos, AC&DC, Radio Futura o Ramoncín, El rey del
pollo frito, que por entonces se hallaba
en lo más alto de las listas de éxito con “litros de alcohol corren por mis
venas, mujer…” Así se disipó una noche
más en mi todavía corta, pero intensa trayectoria nocturna, con el bolsillo
vacío, la lengua estragada por el tabaco negro y el Ponche Caballero y esa
sensación de taciturna melancolía que golpea la boca del alma tras experimentar
el vacío de otra prometedora velada de agosto. Si algo saqué de aquellas noches
fue la certeza empírica de que el alma habita en el estómago.
Cerré el bar, literalmente, y cada mochuelo a su olivo.
Según bajaba la carretera resonaban cuatro campanadas en la torre de la iglesia.
Me abroché hasta el cuello mi rutilante cazadora blanca Bee Gees. A esa hora ya calaba sobre los
tejados el rocío helado del norte. Al llegar a casa efectué como un autómata la
rutina mil veces repetida de agacharme, introducir la mano por la gatera y ¡Oh,
sorpresa! La llave no aparecía. Tras palpar insistentemente a tientas sólo
hallé media cuartilla de papel con la siguiente lacónica inscripción. “Hoy no
duermes aquí. Buenas noches”
Pensé que era una broma de mis hermanos. Reconocería su
letra incluso estando ciego. Así que
busqué dos o tres piedrecitas y las lancé contra las ventanas de sus
habitaciones. Ni caso. Cuando ya había asumido que, efectivamente, las amenazas
legislativas domésticas se iban a ejecutar, se hizo la luz en la gatera. Las
chinitas sobre los cristales habían surtido el efecto deseado y en un instante mi hermana o mi hermano abrirían la puerta y
yo podría acostarme, en la colchoneta del suelo, sí, pero a cubierto. De repente la luz se apagó pero nadie abrió. Golpeé leve
e insistentemente mientras repetía en susurros ¡Anda, ábreme, que hace frío! ¡Abre, tío, y déjate de
hostias, que ya está bien! Al otro lado había alguien, seguro. No sabía si se
trataba de alguno de mis hermanos, mi padre, o mi madre, pero tras la puerta
alguien oía mi súplica y ese alguien, impertérrito, aquella noche de agosto
serrano decidió dejar mis huesos a disposición del relente.
El cielo raso era un espectáculo. Podría haber tocado con la
mano la Vía Láctea. Era como si cada una de las constelaciones universales
formasen parte de la Tierra; como si aquel preciso instante, en aquel lugar
concreto del planeta se concentrasen todas las galaxias. Lo recuerdo porque, tras el momento inicial
de incredulidad, irritación y decepción,
alcé la mirada en ese gesto inconsciente con el que solicitamos de las más
altas estancias una explicación a tanto
infortunio y al mismo tiempo renegamos de la puta mala suerte que nos ha caído
en gracia.
Prendí el penúltimo cigarrillo y mientras exhalaba el humo
hacia Orión, pensaba a toda prisa, agitado y rabioso, en mis opciones. A esas
horas no podía solicitar asilo en casa de algún amigo. Tampoco me atrevía
a invadir propiedad ajena, un cobertizo, un granero, una cuadra, o el portal
oscuro y húmedo de alguna casa abandonada. La única opción posible consistía
en acurrucarme bajo el quicio de la casa
de mi tía, justo frente a la nuestra, y
esperar allí un par de horas hasta que se levantase para ir a ordeñar. Allí,
sentado sobre la piedra helada, abrigaba la esperanza del cobijo.
Hacía tanto frío que no se oían ni los grillos. Solo resonaba desde lo alto de la torre el
ronquido macho de la lechuza vertiendo su celo hacia las sombras de los viejos
sillares. Me deslumbró la luz de algún
coche, probablemente alguna urgencia, la llamada nefasta que requiere emprender un camino de
incierto destino, o quizás, sencillamente,
el punto y final a una noche de juerga.
Una sombra se aproximaba lenta y vacilante, intermitente entre
los claroscuros tenues de la carretera mal iluminada. No sabía si aquel tipo,
un espectro entre las sombras, podría
verme. El paso titubeante le llevaba a un lado y otro de la carretera. Se
detuvo a unos pocos metros de mí. Abrió las piernas, se desabrochó el pantalón y
orinó, profusa y sonoramente. De la orina emanaba un vaho que ascendía vaporoso
hacia la luz escasa de la bujía. Después, satisfecho, encendió con ciertas
dificultades un cigarro y pasó de largo, carretera abajo, aparentemente sin
advertir mi presencia.
El frío redoblaba. A medida que pasaban los minutos era más
difícil mantener el poco calor que me había procurado el ponche unas horas
antes. Me hubiese gustado aprovechar la circunstancia y transformarla en una
oportunidad de recargado lirismo romántico, pero la temperatura no era, lo que
se dice, inspiradora. Por ejemplo, me hubiese gustado ver circundado en la
oscuridad de la gatera el fulgor rasgado de unos ojos felinos, vigilantes y
expectantes ante mi misteriosa e insospechada presencia. O imaginar que la
pequeña oquedad circular en realidad era una puerta hacia otra dimensión, un
espacio desconocido en el que no existen las leyes, los deseos se convierten en realidad, nunca se
pierde al mus y uno duerme satisfecho entre perfumadas frazadas de pura lana
virgen tras una inolvidable noche de amor.
Y el cielo, rasgado en toda su diagonal por la belleza del
rastro blanquecino que deja en el universo nuestra propia galaxia, una miríada
de brillos estelares que nacen y agonizan a millones de años luz, demasiado
lejos de los hombres. Me hubiese gustado disfrutar de la sensación vertiginosa
que produce asumir la conciencia de la pequeñez, la insignificancia universal
de las cuitas de un joven ser humano que, expulsado una noche de agosto a los
rigores de la escarcha, pretende convertir
tamaña desdicha en la definitiva batalla entre los héroes inmortales y los dioses
eternos del Olimpo. Todo eso me hubiese gustado, pero sólo tenía cuerpo y voluntad
para pensar en encender el último cigarrillo y procurarme con el humo algo de calor interior hasta que, puntuales,
las campanas dieron las seis, la puerta se abrió y mi tía, sorprendida, me
preguntó ¡Pero hijo mío! ¿Qué haces aquí? ¡Anda, pasa!
Dormí sin conocimiento hasta mediodía. Pero si en algún momento
vislumbré alguna esperanza para el final de mis infortunios, estaba bien
equivocado. Los poderes ejecutivo y judicial de mi familia no conocían el concepto
de atenuante, ni mucho menos la gracia de la compasión, porque cuando creí que ya
solo tendría que soportar las risitas sardónicas de mis hermanos y el semblante
inquisitorial de mis padres, tuve que someter mi dignidad a la humillación de
explicar mis desventuras a mis primos, que acababan de llegar de la capital y
que, por supuesto se quedaban a comer. Mis
primos, esos seres estelares, cum laude, ejemplo preclaro de la humanidad, adictos
a la ley y al orden, de futuro muy prometedor.
Llegados a este punto, prefiero no seguir con la historia. Solo
añadiré que aquel día, por vez primera, fumé en presencia de mis padres. Que
después de comer, a la hora del café, frente a la mirada severa de mis progenitores
y el pasmo de la concurrencia, agarré la
botella y me empujé un par de copas de Fundador; que prometí, ante el estupor
de toda la parentela, que nunca más asistiría a misa; que ya por la tarde, al
subir a las tabernas, todo el pueblo conocía mi procelosa hazaña nocturna y que
desde entonces, subvertidas las leyes y
derribado el statu quo, cayó el régimen, y ya nunca más he dormido al raso, al
menos en cumplimiento de pena o penitencia, amén.
2 comentarios:
Señor juez, tengo pruebas de que esa nota no decía exactamente lo que aquí se describe, ni mucho menos.
De todos modos me alegro que la noche de autos le sirviese al pobrecito como prueba de madurez en la tribu.
Se admite a trámite
Debo consignar, eso sí, licencia narrativa
¡Un abrazo !
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