Mi voz es hueca,
lo tengo comprobado. Siempre que mis
palabras quedan registradas dentro
de algún artilugio y tengo la
oportunidad de escucharme, me llega un
sonido plateado parecido a la tonalidad metálica que lucían en sus acabados aquellos
antiguos amplificadores de alta fidelidad por los que lampábamos los
adolescentes de la clase obrera.
Sin embargo, o quizá precisamente por eso, el color del sonido que surge de mis cuerdas
vocales al vibrar, y que le confiere toda
su personalidad, es metálico
pero quincallero, manufacturado con la materia con la que se fabrican los útiles
de cocina pobre, de tal manera que mi
voz se escucha como si se encontrase
aprisionada en un cilindro, o en un cazo
de servir sopa. Debe ser esa la razón por la que su resultado suele ser un batiburrillo de fonemas cóncavos y grisáceos que, encadenados, finalmente construyen
frases hundidas, surgidas -en apariencia- del fondo de un pozo, donde
manan, se aúnan y se agitan el agua
oscura y los ecos fríos.
De todos modos,
para ser sincero, en muy pocas ocasiones alguien tiene el interés de grabar lo
que yo digo. Y a veces pienso que hacen bien, pues suelo desdecirme de mis opiniones
al día siguiente de expresarlas con toda
la vehemencia de la que soy capaz, para declarar después, con toda contundencia y
credibilidad, justamente las contrarias.
Así es que, por lo que a mí respecta, muy pocos
saben a qué atenerse, y ese debe ser el motivo gracias al cual, ni conocidos ni
desconocidos quieren perder su tiempo en registrar la emisión contradictoria de
mis sonidos.
Sin embargo diré
que jamás hablo para ordenar, pocas veces para insultar y -es verdad, lo
reconozco- a menudo lo hago para emitir
juicios, opiniones o iniciar y
desarrollar hasta más allá del límite humano una controversia. A pesar de mi afición hacia el debate
apasionado, tengo que decir que he practicado
muy poco la voz imperativa; la
pintaría intuitivamente, apenas
esbozada, como una sombra al carbón
trazada con el bies de la punta del lapicero, muy, muy fácil de borrar,
difuminada y eliminada para siempre gracias al frote leve sobre el papel de
la añorada goma Milan.
Eso sí: cuando
emito juicios y opiniones en el intervalo más caliente de las polémicas, mi verbo es encarnado. Entonces adquiere la
máxima expresión de la ridiculez,
porque mi parlamento se tiñe por
completo de la oquedad plomiza de la que
hablaba al principio y mucho me temo que
mis razones y mis sinrazones brotan en esos momentos igual que surge en una cocina el súbito e
inesperado estrépito de cacharros de hojalata chocando contra el suelo.
La
consecuencia de tal alboroto es doble.
Hay quienes abren mucho los ojos, asombrados quizá ante el espectáculo que ofrezco,
y hay quienes, muy discretamente, optan por retirarse del fragor de mis razones
con la excusa de fumar un cigarrillo o de aliviar sus esfínteres y vejigas, o de ambas cosas -sucesivamente o al mismo tiempo-
protegiendo así, gracias a esa eficacísima
mixtura aromática, sus oídos y sus mentes.
Pocas veces
insulto. Yo diría que insulto en la intimidad, hacia dentro, hacia mí mismo, cuando
conduzco, por ejemplo, o cuando leo un periódico, o escucho un telenoticias.
Mis insultos son como ventosidades después de un atracón, el efluvio que
resulta de la flatulencia producida por una digestión pesada y que uno procura
emitir extramuros, estentóreamente pero en privado. Nadie tiene porqué saber
que uno es humano y que hace lo que todo el mundo hace.
Además, en mi opinión, el olor
de un insulto pertenece al ámbito de lo individual, de lo privado. Lo que al destinatario de mis improperios podría parecerle un miasma fétido, a mí me resulta una fragancia muy próxima, reconocida
como parte de mi propio ser en su misma hediondez.
De hecho, son palabras que salen de muy adentro, producto del proceso biológico
y visceral por antonomasia. Quizá por eso
los estadios de fútbol no huelen mal, porque allí el insulto es insustancial,
simple, primario; surge de una frustración rudimentaria, pesa menos que el
aire, y se eleva instantáneamente hasta diluirse entre al fragor urbano más
allá de las gradas.
Me pregunto a qué
huele una manifestación. Ni si quiera se me ha ocurrido pensar si insultamos lo suficiente en una manifestación. Habría que ir bien
comidos a una manifestación, ahítos de legumbre (el alimento del pueblo) y compartir
allí con nuestros semejantes los
improperios más aromáticamente hirientes
de que fuésemos capaces; transformar un eslogan ingenioso o una reivindicación
educada en una arma letal biológica con la que corromper los oídos
de quienes, en apariencia, nunca insultan, porque sus pedos se deslizan
silenciosos, viscosos, suavemente hacia las alcantarillas, que es el lugar donde el poder cuece sus potajes.
Yo ya he hablado
de mi voz. En una próxima entrega me
encargaré de las ajenas.
8 comentarios:
Nunca he ido a una manifestación. En primer lugar porque no he tenido oportunidad y en segundo, debido a mi situación física. Alguna vez lo he pensado: ¿Cómo sería una manifestación de silla de ruedas?, o de scooters? Sin carteles, sin propaganda, solo con altavoces, muchos altavoces.
Los improperios se podrían quedar pegados al culo de la silla o mezclarse entre ellos en el sonido de los altavoces.
Ester
Conmovida por la imagen que arrastra tantos recuerdos infantiles... Machado se quedó corto al expresar el tedio de un patio de colegio. Nosotros, la menos, teníamos la salvación del gusto... y cierto erotismo soterrado, en ese relamer la goma Milán.
Pero al mismo tiempo...
Gracias por tu voz!
Ester, las manifestaciones son desahogos sociales permitidos y amortizados. Es verdad que en los paises en los que no están permitidas, participar en ellas es una heroicidad, porque quien se manifiesta se juega es la prisión, la tortura, y muchas veces la vida. Yo he asistido a algunas y te aseguro que lo que uno siente después es una inconsolable sensación de frustración e impotencia por muy numerosa que ésta haya sido. Recuerdo una de las más multitudinarias, la que congregó cerca de un millón de personas en Barcelona contra la Guerra de Irak...
Sin emabrgo, creo que la manifestación que imaginas sería muy, muy eficaz. La imagen de cientos o miles de discapacitados sobre sus sillas de ruedas reclamando atenciones y derechos en el centro de una gran ciudad sería demoledora para quienes anteponen otras prioridades de gobierno.
¡Salud!
Ana, yo nunca entendí de niño por qué a ese sabor magnífico de la goma MILAN (nata) le llamámabos precisamente nata, porque a nata no sabía. De hecho todavía sigo sin entenderlo. Ahora ese sabor es el de la memoria. Yo también observo la imagen que he colocado en esta entrada y parece que me llegue su aroma, y el olor del aula, a tiza y viruta de lapicero.
Gracias a tí por estar siempre por aquí
¡Salud!
Me gusta tu voz. Por otra parte no estoy muy de acuerdo con que el insulto deba ser privado, creo que sale como una necesidad de que sea escuchado, insultar en soledad no le veo sentido.
Un abrazo, :)
Babe, es que yo suelo insultar hacia dentro. Emito insultos tántricos ;)
No, en serio; lo que quiero decir es que más nos valdría optimizar un poco la mala baba y colectivizar el insulto cuando de verdad sea necesario, para que se escuche nuestro enfado y nuestra voz, alta y clara, porque nos han llegado a convencer de que la protesta debe ser educada y civilizada, incluso festiva.
El insulto, cuando no es colectivo, es intrascendente, una pérdida de energía que no lleva a nada.
Abrazos agradecidos, Babe
Yo tampoco entendía por qué le llamaban nata... pero entonces no me preocupaban las palabras (o la lógica semántica). Tampoco ahora, la verdad. El caso es que las reminiscencias... Besos!
Así es.
De hecho, lo que ocurría es que uno acababa preguntando por qué la nata pastelera no tenía el sabor de la goma MILAN ;)
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