lunes, 27 de abril de 2020

Luz en la pandemia (II)



Resulta muy difícil encontrar entre los más jóvenes alguien que haya adquirido o haya cambiado una bombilla de filamentos, la clásica y originaria bombilla patentada por el ingenioso Edison. Hace ya algunos años que han sido relegadas a la oscuridad del tiempo y su lugar ha sido ocupado por toda una gama de bombillas diversas,  halógenas, ecológicas, de fluorescentes, de leds, halopines o tubulares.

Hasta hace bien poco yo las he tenido en casa. Todavía debe haber alguna por ahí, esperando su hora en el fondo de algún cajón. Siempre me ha asombrado el misterio que encierra esta estructura, entre cilíndrica y esférica,  una ampolla transparente como el aire que respiramos estos días, pero insuflada de argón, extremadamente frágil, cuyo interior alberga un delgadísimo filamento de tungsteno enrollado en espiral, sostenido por dos polos que se me antojan antenas fabricadas en alguna novela de Julio Verne, las cuales, al recibir el flujo de la electricidad, devienen en una suerte de milagro incandescente capaz de alumbrar estancias y rincones, facilitar la vida doméstica, espantar los fantasmas de los sueños, aniquilar las sombras que guarecían abrazos clandestinos, extraer confesiones al reo, o  desvelar el auténtico rostro de la vida y de las personas que permanecían ocultas o disimuladas tras la  caída del sol, y que se transformaban en trémulas criaturas frente a la llama asustada de las velas, olvidando, quizás, que eran seres humanos.

Ayer substituí una de esas bombillas, ya extinguidas, por otra ecológica, de altísima eficiencia energética. Finalizada la operación, no me resistí a oficiar el ritual de agitarla todavía caliente junto a mi oído y escuchar el tintineo del delgadísimo filamento golpeando contra la esfera acristalada con el fin de  comprobar que, efectivamente, el último ejemplar de vieja bombilla filamentada había dejado de alumbrar, como si el sonido de ese ínfimo metal milagroso frotando  el cristal  fuese algo así como el murmullo discreto de la expiración. Observándolo de cerca, con curiosidad casi forense, lo encontré completamente exhausto, inservible, genio y dios del fulgor hasta hace bien poco y ahora insignificante pedazo de chatarra, verbo de tantas existencias y, a la postre, frío despojo.

Al depositarla sobre el escaño de la escalera el cristal todavía conservaba algo de calor. Entonces cogí la joven bombilla, ufana y rutilante; la miré detenidamente y  me dispuse a enroscarla.  Activé el interruptor. Nuevamente el salón cobró realidad; quizás una realidad más fría, como azulada, en la que el perfil de las cosas cobraban un protagonismo que antes no era capaz de percibir; una realidad joven , como recién nacida, pero alumbrada sin estridencias, pulcra y racionalmente, y pensé absurdamente que nadie que se dispone a  cambiar una bombilla piensa si es joven o anciana, racional o irracional, pero yo lo pensaba y seguí  pensándolo  al observar, gracias a la iluminación recién engendrada, la vieja bombilla yaciente; un cadáver, inútil e inservible, pero real , tan real como la misma estancia, los mismos muebles y las mismas personas que la habitamos  a diario, iluminados durante tanto tiempo.

Una bombilla igual a la recien fallecida alumbró el trabajo de quienes crearon esa otra que ahora, enroscada en el mismo portalámparas, ocupa su lugar y realiza su función exhibiendo su fortaleza, resistencia y sofisticación. Porque, efectivamente, pertenece a una nueva estirpe, a la nueva generación de las bombillas mejor preparadas de la historia, criadas en las mejores factorías, con todo lujo de cuidados técnicos y controles de calidad, con toda una vida por delante, pero, ¡ay! sin la gracia de lo vivido, sin el misterio de la memoria esclarecida, sin la luz de aquellos momentos cálidos, momentos difíciles o felices, incluso quizás trágicos, y en cualquier caso reales, que ofreció a los suyos con unos gramos de sencillo cristal, gracias a la incandescencia de un pabilo tan frágil y valioso como la misma vida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es verdad. Yo me resisto a cambiar las viejas bombillas porque siento que algo de mi se va con ellas. Aquella niñez con la enciclopedia abierta encima del hule de la mesa de la cocina iluminada por la bombilla desnuda, todavía no habíamos accedido a los adornos camufladores, y la radio emitiendo una voz aguda: Aquí Radio Andorra. Emisora del Principado de Andorra.
¡Como para no quererlas!
Luego viene lo de reciclarlas. Nunca he sabido si se echan en el contenedor de los vidrios o en el de los metales o tal vez haya que romperlas y echar cada parte en un sitio.
No se como te las arreglas pero siempre mueves algo que llevo oculto muy dentro y que ni siquiera se que lo llevo.
J.C.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Bueno, JC, quizás es que tenemos ya unos cuantos años y aunque no pertenecemos bien bien a la misma generación, más o menos hemos dado con lo mismo
Un abrazo
Salud!