Resulta muy
difícil encontrar entre los más jóvenes alguien que haya adquirido o haya
cambiado una bombilla de filamentos, la clásica y originaria bombilla patentada
por el ingenioso Edison. Hace ya algunos años que han sido relegadas a la
oscuridad del tiempo y su lugar ha sido ocupado por toda una gama de bombillas
diversas, halógenas, ecológicas, de fluorescentes,
de leds, halopines o tubulares.
Hasta hace
bien poco yo las he tenido en casa. Todavía debe haber alguna por ahí, esperando
su hora en el fondo de algún cajón. Siempre me ha asombrado el misterio que
encierra esta estructura, entre cilíndrica y esférica, una ampolla transparente como el aire que
respiramos estos días, pero insuflada de argón, extremadamente
frágil, cuyo interior alberga un delgadísimo filamento de tungsteno enrollado
en espiral, sostenido por dos polos que se me antojan antenas fabricadas en
alguna novela de Julio Verne, las cuales, al recibir el flujo de la
electricidad, devienen en una suerte de milagro incandescente capaz de alumbrar
estancias y rincones, facilitar la vida doméstica, espantar los fantasmas de los sueños, aniquilar las sombras que guarecían abrazos
clandestinos, extraer confesiones al reo, o desvelar el auténtico rostro de la vida y de
las personas que permanecían ocultas o disimuladas tras la caída del sol, y que se transformaban en
trémulas criaturas frente a la llama asustada de las velas, olvidando, quizás,
que eran seres humanos.
Ayer
substituí una de esas bombillas, ya extinguidas, por otra ecológica, de
altísima eficiencia energética. Finalizada la operación, no me resistí a oficiar
el ritual de agitarla todavía caliente junto a mi oído y escuchar el
tintineo del delgadísimo filamento golpeando contra la esfera acristalada con el fin de comprobar que, efectivamente, el último
ejemplar de vieja bombilla filamentada había dejado de alumbrar, como si el
sonido de ese ínfimo metal milagroso frotando el cristal
fuese algo así como el murmullo discreto de la expiración. Observándolo de cerca, con curiosidad casi forense, lo encontré completamente
exhausto, inservible, genio y dios del fulgor hasta hace bien poco y ahora
insignificante pedazo de chatarra, verbo de tantas existencias y, a la postre, frío despojo.
Al
depositarla sobre el escaño de la escalera el cristal todavía conservaba algo
de calor. Entonces cogí la joven bombilla, ufana y rutilante; la miré
detenidamente y me dispuse a enroscarla. Activé el interruptor. Nuevamente el salón
cobró realidad; quizás una realidad más fría, como azulada, en la que el perfil
de las cosas cobraban un protagonismo que antes no era capaz de percibir; una
realidad joven , como recién nacida, pero alumbrada sin estridencias, pulcra y
racionalmente, y pensé absurdamente que nadie que se dispone a cambiar una bombilla piensa si
es joven o anciana, racional o irracional, pero yo lo pensaba y seguí pensándolo
al observar, gracias a la iluminación recién engendrada, la vieja
bombilla yaciente; un cadáver, inútil e inservible, pero real ,
tan real como la misma estancia, los mismos muebles y las mismas personas que
la habitamos a diario, iluminados durante tanto tiempo.
Una bombilla igual a la recien fallecida alumbró el trabajo de quienes crearon esa otra
que ahora, enroscada en el mismo portalámparas, ocupa su lugar y realiza su función exhibiendo su fortaleza, resistencia y sofisticación. Porque, efectivamente, pertenece
a una nueva estirpe, a la nueva generación de las bombillas mejor preparadas de
la historia, criadas en las mejores factorías, con todo lujo de cuidados técnicos
y controles de calidad, con toda una vida por delante, pero, ¡ay! sin la gracia
de lo vivido, sin el misterio de la memoria esclarecida, sin la luz de aquellos
momentos cálidos, momentos difíciles o felices, incluso quizás trágicos, y en
cualquier caso reales, que ofreció a los suyos con unos gramos de sencillo cristal,
gracias a la incandescencia de un pabilo tan frágil y valioso como la misma
vida.
2 comentarios:
Es verdad. Yo me resisto a cambiar las viejas bombillas porque siento que algo de mi se va con ellas. Aquella niñez con la enciclopedia abierta encima del hule de la mesa de la cocina iluminada por la bombilla desnuda, todavía no habíamos accedido a los adornos camufladores, y la radio emitiendo una voz aguda: Aquí Radio Andorra. Emisora del Principado de Andorra.
¡Como para no quererlas!
Luego viene lo de reciclarlas. Nunca he sabido si se echan en el contenedor de los vidrios o en el de los metales o tal vez haya que romperlas y echar cada parte en un sitio.
No se como te las arreglas pero siempre mueves algo que llevo oculto muy dentro y que ni siquiera se que lo llevo.
J.C.
Bueno, JC, quizás es que tenemos ya unos cuantos años y aunque no pertenecemos bien bien a la misma generación, más o menos hemos dado con lo mismo
Un abrazo
Salud!
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