Hace 26 años que vivo frente a un colegio. Las ventanas de
mi vivienda no distan más de 20
metros de las aulas. Esto no
tendría nada de particular si no fuese
porque el edificio escolar fue construido en el año 1935 y porque fue diseñado por el arquitecto Josep Lluis Sert. Era el modelo con el que se debían haber construido todos los colegios de la II
República española bajo las prescripciones del grupo GATCPAC (Grup d’Arquitectes i Tècnics
Catalans per al Progrès de la Cultura Contemporània), que fue fundado y liderado por el mismo Sert.
El colegio debió de ser en su día revolucionario. Cualquiera
que lo vea hoy por primera vez, libre de
los adornos infantiles que han colocado los maestros sobre los amplios ventanales, tendría serias dificultades en asignarle una
función y, del mismo modo, me atrevería a asegurar que muy pocas personas creerían
que en apenas 20 años el edificio
cumplirá el siglo de vida.
No tengo ni idea de arquitectura. Por eso, para poder decir algo más sobre esta escuela,
no me queda más remedio que utilizar un lugar común: aquello tan
socorrido de “el edificio está tan integrado en el entorno, que pasa totalmente desapercibido”.
Pero es que es así. El colegio consta
de una única nave en planta baja que se alarga en paralelo unos 50 metros a lo
largo de la calle arbolada. Es tan poca cosa, tan discreto, ágil y diáfano, que da la sensación
de haber surgido tímidamente desde la
tierra, casi pidiendo permiso, como si fuese el resultado de una modesta germinación
ocurrida en el tiempo en que todo
estaba por hacer. Parece estar ahí desde
antes que urbanizaran la calle, desde antes de que plantasen los plataneros que le
observan; antes incluso de que el mismo pueblo donde ejerce se constituyese
como tal.
Y es que la fachada prácticamente no contiene ladrillo, hormigón
o cualquier otro material de construcción; únicamente lo justo y necesario para separar y acoger seis
grandes ventanales que, debido a alguna decisión relacionada con un estúpido sentido de la
intimidad, del pudor, o vete tú a saber qué otras razones, los responsables del
centro han optado por tintarlos de blanco convirtiéndolos así en telones opacos, en una especie de biombos hospitalarios. Ese afán casi enfermizo
e incomprensible por la opacidad, por separar la escuela de la vida que transcurre en la calle, y por
el escamoteo de lo que pasa día a día
dentro de una escuela, impiden la
entrada de luz y, sobre todo, imposibilita que los transeúntes puedan ver una de las
imágenes más edificantes, sanas y esperanzadoras: el pasillo
de un colegio de enseñanza primaria, el espacio vivo donde maestros y niños comparten el trayecto sobre el que discurren sus pasos.
Las escuelas viejas -que
así las llama injustamente todo el
mundo, como si las otras que existen en el pueblo fuesen nuevas debido al hecho
de haber sido construidas años más tarde; como si lo nuevo y lo viejo tuviese
que tener algo que ver con el tiempo, con el paso de los años o con los números- también
sorprenden en su parte posterior. El diseño y la disposición de los
espacios son, nuevamente, otro acierto revolucionario, muy en la línea de
acción transformadora de la II República española y, me atrevería a decir, de los preceptos de
la olvidada Institución Libre de Enseñanza. Cada aula está conectada
directamente con el exterior, con el patio,
a través de otros tantos ventanales
que hacen las veces de
portal hacia el aire y hacia la luz, de
manera que la clase está permanentemente
iluminada y ventilada naturalmente. El
patio, además, triplica con creces la
superficie edificada, con lo cual los niños disponen de un amplio territorio de
esparcimiento. Todo en este colegio
republicano está pensado en función de
las necesidades de un niño para ofrecerle
el entorno más adecuado en el que formarse.
Esta descripción un tanto insustancial se me viene a la
cabeza viendo llover. Es tarde invernal de domingo, y cae el agua
despacio, suavemente, igual que en el Norte. Estaba leyendo. Me he levantado
del sillón para poner un poco de música y para descasar la vista. Canta (o más bien recita) Leonard Cohen. Aparto
levemente la cortina. Las gotas minúsculas rebotan sobre el asfalto; son
pequeños puntos de luz que en lugar de caer del
cielo surgen del interior de las farolas, precipitándose como si fuesen polillas que se disuelven al tocar el suelo.
Más allá de la pantalla luminiscente que forma la lluvia, a un paso, respira el colegio, arropado tras las ramas
desnudas de los árboles, que actúan como
manos delante de la cara cuando queremos evitar
ser reconocidos. Los haces de luz de los pocos vehículos que circulan se proyectan sobre los ventanales opacos y sobre
las paredes breves, desvelando intermitentemente su existencia. Ausente y vacía, tal vez aburrida sin la algarabía con que
discurren los días de clase, parece como si
en este domingo lánguido y húmedo
de invierno la escuela vieja propusiese
a la noche el juego infantil del
escondite.
De hecho, parece que alguien ha escuchado mi sugerencia
porque ahora mismo acabo de descubrir un
grupo de sombras moviéndose. Son cinco
figuras humanas, cuatro sentadas y una de pie.
Se han refugiado bajo el voladizo del colegio y apoyan sus cuerpos sobre los ventanales. Son
cinco adolescentes risueños. Mal camuflado como estoy tras las cortinas de la ventana, deben estar
especulando sobre mi naturaleza: “Un fantasma, un espectro, la vieja del visillo, algún viejo chiflado que,
aburrido de ver la tele, se ha puesto a fisgonear y que probablemente se apresurará a llamar por teléfono a los guardias urbanos
al vernos sin más ocupación que permanecer
sentados, apoyados sobre las cristaleras de la escuela mientras wasapeamos
velozmente con los pulgares y reímos
descuidados antes de cometer una gamberrada.”
Estos chicos seguramente estudian en el Instituto. Me pregunto, ahora que les veo mirar de nuevo
hacia mí, ahora que vuelven a reírse a carcajadas, divertidos y despreocupados,
si serán ex alumnos del colegio, si
serán un grupo de nostálgicos precoces que, de modo inconsciente, han decidido buscar abrigo en el lugar donde
probablemente fueron más felices de lo que lo son ahora, agobiados y
angustiados en el presente que viven, hartos de escuchar en sus casas y de boca
de sus profesores la letanía del trabajo, del futuro y del dinero. Porque, aunque ya no me miran, ahí siguen.
Continúan charlando tranquilamente de
sus cosas, seguramente intrascendencias, algún chiste malo, confidencias de
poca monta, minutos y minutos de palabras ante la lluvia suave de invierno con
las que se sienten iguales, cómplices, libres de cualquier responsabilidad que
no sea la de la lealtad recíproca, la voluntad inquebrantable de una amistad
que no romperán por nada del mundo
mientras yo, en mi casa, me dejo llevar por la voz profunda de Leonard
Cohen que columpia mis pensamientos y hace volar mi imaginación ante el espacio
vivo en el que estos muchachos han
vuelto para resguardarse de su destino y quién sabe si para solicitarle a la
noche, a la lluvia, o a las sombras que les protegen, un retorno al patio donde
hace muy pocos años corrían y gritaban libres y a salvo de cualquier porvenir.
Fotos: El Pobrecito Hablador del Siglo XXI
2 comentarios:
El lugar común, querido, es una expresión que no debería sonrojarnos. Porque nace del "sentido" común (cosa distinta del "seny" que nos predican/venden), imprescindible para la vida. La sorpresa de aquella arquitectura "racional" nace de ahí, de la sencillez, o de la sensatez. Basta leer las crónicas-reportajes de un autor que te encantaría, Luis Bello, sus viajes por las escuelas de España, para...
Basta ver las fotos de lo que fueron, en la Barcelona republicana, la Escola del Bosc y la Escola del Mar (esos proyectos de Rosa Sensat revividos por su hija, mi querida directora del Infanta, Angeleta Ferrer) para percibir...
Dichoso tú que gozas...
Tenerlo frente a casa de manera habitual hace que no repare uno mucho en la belleza de la sencillez de esa escuela, hasta que un buen día, la lluvia, la penumbra, qué sé yo, un estado especial, te revela sus virtudes. Soin embargo, creo que el principal mérito no es la racionalidad: la escuela que hay frente a mi casa es como los niños, sin complicaciones, esencial, luminosa, casi diría que está todavía por hacer, como ellos...
¡Abrazos!
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