Mi vida
era de lo más normal, tirando a anodina, sin sobresaltos. A lo largo de los
años me he dejado llevar por la cotidianidad. Yo creo que ese es uno de los
motivos por los que me sentía
razonablemente feliz. Ahora, casi sin
darme cuenta, de repente las cosas han
cambiado. Los vecinos me miran mal, en
la panadería no me devuelven las buenas tardes y el cura gira la cara cuando nos cruzamos, como si
estuviese en pecado mortal. Debió ser el otro día, en misa. Todos los domingos
asisto. Es la costumbre. Desde pequeñito
acompañaba a mis padres y al hacerme
mayor me ha dado pereza cambiar la
rutina de tantos y tantos años.
Hace tres semanas, aproximadamente, el cura
dijo en misa “¡Visca Catalunya!”, y entonces la iglesia se expresó como un todo, igual que un ejército en formación ante la batalla inminente, porque el estruendo de una voz única atronó contra
las bóvedas, al unísono: “¡¡¡Visca!!!”, prorrumpió la concurrencia.
Después, cinco parroquianos subieron al altar
y colocaron bajo el Sant Crist que me vio bautizar -el que preside, doliente,
mi parroquia - una bandera
catalana de las que llaman estelades. Dos personas se encargaron de
colgar la bandera al clavo negro que crucifica a Cristo por sus pies torturados, de manera que
éstos, los pies del santísimo, se vieron cubiertos, inopinadamente, por
una estrella blanca alojada en un triángulo azul. Otros dos hombres dejaron debajo de la imagen, semi inclinada sobre el suelo y con gran reverencia, una corona de flores tejida por el florista a base de rosas amarillas y rojas. El quinto hombre solamente
observaba las evoluciones de sus compañeros, dispuesto en el centro de la
escena, como si fuese el comandante de la misión.
Finalizada la tarea, el grupo se apartó a un
lado, y entonces pude distinguir quienes eran: cuatro concejales del equipo de
gobierno y el alcalde. Al colocarse a un lado del altar se santiguaron. Allí
permanecieron firmes, inmóviles, con una
postura entre devota y marcial. En aquellos cinco tipos, tan comunes y
cotidianos para todos, esa pose artificiosa me resultaba hasta graciosa, de una
impostura teatral aunque-para qué negarlo- todo en misa tiene algo de dramatúrgico.
A
continuación empezaron a sonar las primeras notas del himno “Els Segadors” y todo el mundo se puso de pie, cantando sin
reservas, con lágrimas en los ojos, el corazón henchido y la emoción
desbordada. El mosén abría los brazos
hacia sus hermanos en Dios con la misma
eficacia que si lo hubiese hecho un profeta de la Biblia. Sin duda, conoce bien el efecto mesiánico que confiere la casulla a la estampa orante de
los curas oficiantes.
Durante los pocos minutos de cántico patriótico vi como algunos feligreses levantaban el brazo
extendido escondiendo el pulgar, mostrando solo cuatro dedos, igual que lo
levantaban los falangistas en el transcurso de la misa -según me contó decenas de veces mi abuelo- pocos días después de que Franco entrase en Barcelona.
Creo que
aquéllos, los de antes, alzaban el brazo
con la mano totalmente abierta, con los cinco dedos bien juntos, como si fuese
una flecha. Por tanto, en relación a lo
que yo veía en ese momento en la misa
cotidiana del domingo, había un dedo de diferencia, además de la separación de
los otros cuatro. Lo hacen así para simbolizar las cuatro barras encarnadas de
la senyera catalana.
Ese detalle no me tranquilizó porque la cosa no quedó ahí. De hecho empezaba a sentirme inquieto. El abuelo me
había explicado tantas historias de hacía 70 años que me invadió una especie
de vértigo, un tipo indefinible de angustia, como si en el estómago me estuviese
creciendo un gusano que en realidad no es ningún gusano, porque es el miedo que
empieza a retorcerse dentro de uno; un miedo
que todavía no es miedo, sino el avance de lo que será el miedo de
verdad.
El himno finalizó, los brazos descansaron y
entonces creí que todo volvería a la normalidad, al guión
previsible de la celebración de la segunda parte de la liturgia, la Eucaristía.
Esperaba que el mosén empezase a evocar el sacrificio del Señor y a convocar la comunión de los parroquianos. No fue así. De las primeras filas de bancos
salieron tres mujeres de mediana edad, vestidas muy discretamente. (Ahora que
lo recuerdo, caigo en un detalle: las tres lucían el pelo corto y blanco, un
blanco agrisado, de plata , muy característico, y su rostro era el rostro de la buena educación, de la exquisitez de
las formas, tan bondadoso, que si uno se fijaba bien en ellas, en realidad, en el fondo de los
ojos encontraría una inquisidora.)
Tanto da. Seguro que esto no tiene la menor
importancia. Lo que sí que es importante es el motivo por el cual salieron de
sus asientos. Dos de ellas se dirigieron a los laterales y la tercera tomó el pasillo del centro. Paso a paso,
igual que monaguillos con el cepillo, mostraban uno a uno a todos los presentes
unas hojas cuadriculadas y requerían de cada cual que escribiese su nombre, el
número del Documento Nacional de Identidad y finalmente la firma.
Al llegar a mí quise leer para qué se solicitaba
mi rúbrica. Eché mano de mis gafas de cerca y al ponérmelas y percibir que, efectivamente, yo iba a proceder a la
lectura de aquello para lo que se me pedía la
firma, la voluntaria me susurró unas palabras. No la entendí bien, de modo que se vio
obligada a levantar un poco la voz. “És per demanar la Independència i la
llibertat del poble de Catalunya”*, me dijo. Yo la miré con respeto y timidez,
casi pidiendo permiso para hacerlo. El matrimonio que tenía a mi lado había dejado de seguir al mosén y los dos estaban pendientes de lo que yo iba a
hacer, de mi actitud dubitativa ante la
naturaleza de la petición y del desenlace respecto a mi decisión final. Ante la persistencia imperativa y silenciosa
de la mujer, claudiqué definitivamente mis ojos
y, sin levantar la cabeza, como reo que reconoce una culpa, entregué al
esposo la hoja sin firmar.
Se miraron los tres: el matrimonio y la
voluntaria. La esposa chasqueó discretamente la boca, el hombre frunció el ceño
y movió levemente la cabeza hacia un lado y la peticionaria no dijo nada;
solamente mantuvo fija su mirada sobre mí hasta que finalmente el matrimonio
firmó y ella continuó con la cuestación
en el banco posterior. Mientras, el organista
interpretaba algunas canciones
sacras mezcladas con algunas otras de carácter patriótico, como por ejemplo La
Santa Espina, el Virolai, La Cançó de l’Emigrant o El Cant de la Senyera.
Cuando las tres señoras finalizaron su tarea,
el mosén prosiguió con la liturgia, introduciendo sin demora la fase de la
Eucaristía. Consagró la Sagrada Forma, recitó los ensalmos
pertinentes y convocó a toda la iglesia a la comunión. Al salir al pasillo central para caminar
hacia él y poder comulgar, esperé pacientemente mi turno detrás del matrimonio.
Vi que en la fila hablaban los dos, pero
no le di la menor importancia. Se preguntarían si habían confesado, o si
estaban en ayunas, o intercambiarían un par de palabras de admiración para
compartir las emociones vividas esa mañana dominical.
De vuelta a la bancada oramos todos en
silencio, el mosén nos dio la bendición y se despidió de todos nosotros, ufano y dichoso por habernos alimentado un día más con el pan
de la Palabra y de la Eucaristía.
Y así finalizó la misa de hace tres semanas.
Desde entonces, en mi pueblo, soy como un cero a la izquierda. Si no fuese porque he visto como algunos vecinos hablan entre ellos a mi paso, hubiese llegado a creer que he adquirido las
propiedades de la invisibilidad. No me va a quedar otra opción que enfrentarme
a los hechos; voy a verme obligado a preguntarles qué es lo que ha pasado, si he molestado a alguien, o si existe alguna posibilidad de que algún
día todo vuelva a ser como antes, tranquilo, anodino y cotidiano.
* "Es para pedir la independencia y la libertad
del pueblo de Catalunya”
2 comentarios:
Excelente traslación, no tan disparatada como podría resultarles a los más nuevos, que de conocer la liturgia y otros ritos podrán identificar el origen de según qué poses, gestos y verbo... Los maduros como yo (o tú) gracias a la historia y a la literatura estamos prevenidos contra los ricatólicos patrios...
Salud!
Así es Ana. Una escena muy parecida a ésta que ha ocurrido en la realidad, y ocurre en muchos pueblos catalanes. Es la historia de siempre, la historia de los nacionalismos, que acuden a los dioses, a la Iglesia, a las leyendas, a todo tipo de símbolos colectivos para arroparse de legitmidad y añadir a la causa acólitos ciegos, sin querer saber que son utilizados por unos pocos, los únicos salen beneficiados de un proceso que suele terminar con dolor, con mucho dolor estéril.
¡Salud!
Publicar un comentario