martes, 14 de septiembre de 2021

Platón va al fútbol

 


En 1956 la editorial inglesa Burke publicó la autobiografía de Sam Bartram (1914-1981), uno de los porteros de fútbol más famosos de Inglaterra. Jugó como profesional, únicamente, en el londinense Charlton Athlétic desde 1934  hasta 1956, momento en el que se retiró a la edad de 42 años. En opinión de los aficionados, Sam Bartram es toda una leyenda, tanto por el número de encuentros que defendió la camiseta del único equipo de su vida  (cerca de 700), como por su destreza bajo el larguero.

El bueno de Bartram es de nuevo actualidad gracias a las redes sociales a causa de una anécdota que él mismo refirió en su autobiografía, de la que en España ya dio cuenta hace dos años el periodista Jorge Giner en la revista Panenka.

Según escribió el propio portero, tal y como consigna Giner en su estupendo artículo, el día de  navidad de 1937 se celebró en el estadio The Valley el encuentro que enfrentó al Charlton Athlétic y al  Chelsea. La niebla que cayó durante  aquella navidad londinense era tan espesa que la mayor parte de partidos programados se suspendieron. Sin embargo, el árbitro encargado de dirigir este partido optó por celebrarlo. Después de la primera parte, tras el descanso, ambos equipos reanudaron el juego  y llegados a la primera media hora del segundo tiempo, el colegiado optó por detener el partido ya que en The Valley nadie veía nada más allá de su nariz. De modo que los jugadores se dirigieron al vestuario y el público abandonó las gradas mientras la niebla se apoderaba de cada palmo del estadio.

Tal y como recuerda el portero en sus memorias, quince minutos después de la cancelación  uno de los guardias de seguridad que realizaba la ronda de rigor encontró a Sam Bartram en la portería, atento y  preparado para cualquier lance que pudiese producirse cerca de su área. Ambos se sorprendieron al encontrarse. Tras el pasmo inicial el guardia le informó a Sam Bartram de que hacía ya más de un cuarto de hora que el partido había finalizado y de que no quedaba nadie ni sobre el césped ni en las graderías. Sam Bartram había permanecido solo sobre el campo, durante quince largos minutos entre los palos de su portería, totalmente ajeno a lo que ocurría más allá del punto de penalty a causa de la niebla.

La verdad es que resulta muy difícil creer a Bartram. Tendríamos que conocer el testimonio del guardia de seguridad y del resto de la plantilla del Athlétic Charlton para confirmar lo sucedido,  porque en un estadio como The Valley, que en aquella época ya podía acoger a más de 70.000 aficionados, resultaría un tanto insólito no cerciorarse de la ausencia absoluta de gritos, protestas; del silencio súbito tras escuchar durante hora y media la algazara constante que produce tan abultado grupo personas  en un mismo lugar, al que acuden precisamente con el fin de animar a su equipo y desfogar sus pasiones.

A pesar de todo, más allá de la veracidad de lo acontecido durante aquella navidad futbolística, la situación resulta de lo más sugerente para elucubrar sobre los efectos de una niebla poderosa y contumaz, capaz de aniquilar la realidad con su abrazo denso, o cuanto menos de transformarla. Y es que Sam Bartram convirtió insospechadamente la crónica fabulosa del episodio vivido en primera persona en una revisión contemporánea del mito de la caverna, añadiendo a las enseñanzas de Platón un punto de vista inverso, que a mí particularmente me resulta muy sugerente.

Porque en este caso, frente a la vívida realidad constatable, compartida por miles de personas en un mismo lugar y un mismo espacio de tiempo, un sujeto que integra esa misma comunidad de seres humanos alrededor de un mismo acontecimiento percibe durante unos minutos algo radicalmente diferente a la inmensa mayoría, de modo que se convierte a las sazón en un sujeto para quien unos hechos cancelados objetivamente a ojos de todos continúan vigentes.

A ojos de Sam Bartram, después de detenido el encuentro y de que The Valley quedase desierto, el  público sigue en las gradas, sus compañeros continúan pasándose el balón, driblando, tejiendo jugadas que amenazan la portería contraria y los integrantes del equipo contrario defienden sus posiciones, marcan a sus hombres e intentan por todos los medios que la pelota no rebase la línea de su portería y acabe alojada en  la red. Sin embargo, la realidad objetiva que se despliega ante él es una hectárea de césped abandonada y toneladas de hormigón despobladas soportando el frío húmedo del invierno londinense.

De este modo vemos cómo un mismo acontecimiento deviene en un poliedro en el que en cada cara tienen  lugar experiencias diferentes: Miles de personas vuelven a sus hogares o se dan cita en los pubs para seguir celebrando la Navidad. Veintiún hombres toman una ducha caliente en el vestuario tras esforzarse denodadamente por ganar un enfrentamiento inconcluso mientras comentan los pormenores de lo sucedido. El árbitro redacta el acta del encuentro en su cubículo y da fe de su revocación a causa de las condiciones atmosféricas. Sam Bartram continua en su puesto, vigilante, alerta, ojo avizor, intentando escrutar el movimiento de alguna silueta, una sombra , el atisbo de alguna presencia humana entre la frondosidad de una niebla que a la postre produjo una escena sugestiva, quizás imaginada. Finalmente, el guardia de seguridad alumbra la espera del portero, como si en sus manos portase la antorcha que proyectase su sombra sobre la pared de la caverna y al informar de lo ocurrido aniquilase la expectativa, produjese en el cancerbero cierto desconcierto, que  sonríe condescendientemente consigo mismo mientras camina hacia el vestuario  sin llegar a discernir que acaba de protagonizar un insólito sorprendente caso de múltiples realidades paralelas.

Recuerdo que en mi segunda vida, trabajando como camionero repartidor,  el jefe me encargó la ruta de Osona, una comarca catalana famosa por la autoridad que ejercen en sus tierras unas nieblas espesísimas. Aquella mañana de invierno, al llegar a Vic, el único modo de orientarme con el camión era seguir a otros vehículos a través de las calles, el destello difuso de los semáforos o la claridad velada de las farolas. Una vez fuera de la ciudad, santiguarme y rezarle a San Cristóbal era la mejor opción. El cliente se encontraba en un polígono industrial, a las afueras. Hasta allí pude llegar, pero después  circulaba a ciegas, intuitivamente, dejándome llevar por la providencia, hasta que llegado un momento detuve el camión y me bajé para intentar adivinar dónde diablos estaba. Di unos pasos al frente y lo que vi fue una barrancada a la que me hubiese precipitado de no haber tomado la determinación de parar justo en aquel punto. No lo pensé dos veces, como pude di media vuelta y tomé el camino de vuelta con la carga sin entregar. Cuando le expliqué al jefe lo sucedido le dio un ataque de risa. “El taller no estaba” le dije, “hoy  ha desaparecido entre la niebla” Ese mes, por supuesto, la nómina me recordó a través del descuento la realidad ineludible del polígono industrial de  Vic.

Años atrás, mucho más allá en el tiempo, cuando todavía era capaz de soñar en realidades que jamás se han dado, el invierno en mi pueblo era severamente nebuloso. El camino al colegio pasaba forzosamente por cruzar el puente del río, que se encontraba justo en la orilla contraria. Aquel punto, durante los meses de invierno, era donde más y mejor se obstinaba la niebla en borrar la realidad. De manera que, muchas mañanas, el edificio del colegio y todo lo que le rodeaba desaparecía de la faz de la tierra. Recuerdo que siempre amagábamos con volver a casa gritando complacidos “¡no está el cole, no está el cole; se lo han llevado, ha desaparecido, todos a casa!”. Sin embargo, a pesar de la percepción inequívoca de que nos habíamos quedado sin colegio, continuábamos caminando hasta que entreveíamos paso a paso la silueta característica de la fachada.

Quizás si el bueno de Bartram hubiese avanzado un poco su posición, si hubiese caminado unos pasos, si tras unos minutos de silencio y ausencia humana hubiese cambiado de punto de vista no habría dado pie a quedarse solo en el mundo.

Quizás si yo, aquel día de invierno en la Plana de Vic, hubiese explorado los alrededores del polígono con algo más de interés, habría tenido alguna posibilidad de entregar el pedido al cliente.

Sin embargo, el niño que yo era, a pesar de que en apariencia el colegio se había desvanecido, seguía caminando junto a los compañeros porque sabían que su deber diario era llegar al lugar donde la niebla se disipa y surgen a cada instante las realidades del mundo y de la vida, la oportunidad de aprehenderlas y comprenderlas. Difícilmente nos encontramos solos si nos atrevemos a buscar más allá de la niebla. Resulta muy complicado que nos  impongan realidades alternativas si  lo hacemos. Aun así,  a pesar de los indicios, a menudo preferimos la oscuridad simple y alienante del mito a la indagación de la existencia compleja.

Bartram no explica en su autobiografía si el encuentro se reanudó, si se jugaron aquellos famosos 15 minutos restantes y en caso de que así fuese, el resultado final. La información que he encontrado al respecto es confusa. Según he podido averiguar el encuentro se retomó inmediatamente, o bien el día 26 o el 27 de diciembre y el resultado final fue de 3 goles a 1 a favor de su equipo, con niebla y sin niebla.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya veo que te has puesto "intenso". Es lo que tienen los postveranos relajados.
Yo diría aun mas. La niebla, artificial por supuesto, que nos invade esta consiguiendo que la reacción ante ella sea la de convertirse la gran mayoría en Sam Bartram y que la excepción la constituyan aquellos que son capaces de avanzar y otear entre la niebla hasta encontrar a otros en la misma situación y tomar decisiones colectivas.
Bueno, yo también me estoy poniendo intensito.
Me repito pero no me importa. Me gusta lo que escribes y como lo escribes.
Palante.
Un abrazote.
J.C.

El pobrecito hablador del siglo XXI dijo...

A veces me acuerdo de aquellos soldados japoneses que seguían haciendo la guerra atrincherados en su isla a pesar de que la habían perdido...
Ponerse estupendo de vez en cuando, como decía el gran Max Estrella, está la mar de bien.
Un abrazo fuerte, J. C.
¡Salud!