Aterricé ayer. Para ser más precisos: según me han dicho, aterricé ayer.
Sencillamente aterricé, o quizás estoy todavía aterrizando, aunque quién sabe
si aterrizado o si en realidad aterrizaré o estoy a punto de aterrizar. La cosa
es que ya estoy en casa, o estuve en casa y marché, y volví, o he vuelto, o
estaré en casa, o quizás nunca me moví de casa y lo que explico o intento
explicar con mucho esfuerzo no es más que la ilusión de un viaje que he realizado, que realicé o que realizaré
a Sommaroy, en Noruega.
Creo recordar que he pasado la última semana allí, o que paseé, o que estoy
paseando y que he paseado sobre la arena blanca de sus playas; he compartido
momentos inolvidables con los pescadores junto a sus barcas, o bebiendo y
riendo con ellos en la taberna; me he alojado en una preciosa cabaña a
contemplar con tranquilidad y gran placer las cordilleras que arropan al pueblo y que forman los
célebres fiordos; a recorrer con la mirada el largo y sinuoso puente que conecta con la Isla de Kualoya; a caminar sin rumbo hipnotizado por las hermosas vistas, el paisaje de islas y cielo que te seduce y te invita a
quedarte. ¡Qué aire tan limpio se respira, he respirado o respiraré en
Sommaroy!
Tampoco estoy muy seguro de si lo que ahora evoco son recuerdos, o en
realidad de lo único que estoy seguro es
de que ahora estoy aquí, en Barcelona, porque un recuerdo invoca el pasado,
pero de qué manera , cómo -o sobre todo cuándo- uno puede aludir a hechos
pasados cuando lo vivido, susceptible de alojarse en la memoria, o bien se
produjo, o se producirá o se está produciendo, si el recuerdo no es más que una
palabra que designa, señala y atestigua pretéritos acaecidos en el único lugar
del mundo donde el tiempo no existe.
De manera que la visita a Sommaroy me ha cambiado la vida, o me la está
cambiando, o me la cambió al llegar cuando me percaté de que sus gentes, los pocos más de 300
sommaroyanos, deambulaban sin prisas de aquí para allá; algunos trabajaban,
otros dormían, y los más charlaban sin pausa, de modo arbitrario, sin darle demasiada importancia a lo que
decían, bajo la luz del sol que ilumina su cielo durante
un periodo que ya no saben precisar, porque de
lo único que son conscientes es de que dentro de pocos días finalizará
su sol de medianoche y por fin, tras una larga espera, volverán a disfrutar de
un atardecer en la orilla blanca del mar nórdico.
En realidad no es una espera, porque ya nadie aguarda. La abolición del
tiempo ha traído consigo la revocación vinculada de la expectativa.
Sencillamente todo sucede, sin indicaciones, sin atender a cuartos o a medias,
ni si quiera al calendario. Llegará el momento –si es que ahora se le puede llamar
así- en que el sol se alojará más allá de su amplio horizonte y de nuevo los
privilegiados habitantes de la dulce y bella Sommaroy experimentarán la noche.
Pero ya nada será igual porque la noche no dictará el sueño, ni el descanso. Es
posible que, por fin, los pocos insomnes que sufren la dictadura de las 24
horas puedan dormir dónde y cuándo les venga en gana, porque el insomnio no es
más que una de las consecuencias traumáticas de la tiranía de los madrugadores,
para quienes la unidad fatal de las sombras y del sueño es innegociable.
Después de la experiencia que viví, que viviré o que estoy viviendo en
Sommaroy, creí, creeré o estoy creyendo que una vez abandonado el lugar me
integraría sin problemas a nuestro ritmo temporal porque aquí sigue
tictaqueando el segundero y la hora conserva el
poder de nuestra existencia.
Obedecemos sin rechistar el imperativo secular que asocia la rotación de la
tierra a nuestro albedrío y sacrificamos nuestra soberana voluntad a la
sinrazón de las dos docenas de horas. Sin embargo ¡voila!, los efectos de la
derogación temporal que experimenté y disfruté en Sommaroy persisten, han
persistido y persistirán tal y como cualquiera puede comprobar debido a mi uso
ininteligible, perturbado y absolutamente desvariado de los tiempos verbales.
Es decir, que la cancelación histórica que viví en directo en relación con
periodos, épocas, momentos, intervalos,
ciclos, eras, jornadas o etapas, sobrevenida gracias a una imaginativa y audaz
decisión que cambiará para siempre la historia de la humanidad, no es exclusivamente
espacial, sino que afecta directa y orgánicamente a quien la vivió. De modo que
gracias a esta asombrosa proeza de la inteligencia humana, yo me llevo allá
donde haya ido, vaya, o iré, mi atemporalidad. No es que me obceque en vivir a
partir de ahora de ese modo; es que mi biología, mi fisiología y mi anatomía
corresponden a partir de ahora a un ser ucrónico. Ya no hay marcha atrás. Nada
se puede, se pudo o se podrá deshacer. Tempore mortuus est.
Debería comunicárselo a mi familia, a los amigos, pero sobre todo a mis
jefes. Les costará entenderlo, sobre todo a mis compañeros, por aquello de los
agravios comparativos, pero es que la cosa no tiene remedio. Viví, vivo o
viviré emancipado del tiempo. Cualquiera podría pensar que me he convertido en
una especie de superhéroe, con el poder del escapismo horario y todas las
ventajas que conlleva…
Pero, ¡atención!, porque no todo es maravilloso, ni benévolo, o incruento.
Hay algo que he de confesar, y no es una cuestión despreciable. De hecho se
trata del primer drama que deberé afrontar. Porque, ahora, en mis
circunstancias, podría permitirme el
lujo de decir, jactancioso y
ostentosamente, que dispongo de todo el tiempo del mundo para hacer lo que me
plazca, pero no es cierto. En realidad no tengo tiempo para nada, ya que
difícilmente se puede disponer de lo que no existe.
Así es que, por solidaridad y responsabilidad con el género humano, me veo
en la obligación de advertir que antes de viajar hacia Sommaroy para
experimentar lo mismo que yo he experimentado, es necesario invertir un tiempo
en asumir, en integrar en nuestra mente y en los corazones, que no habrá marcha
atrás; que pisar esta hermosa e hipnótica tierra del norte conlleva la irreversibilidad de una transformación gracias
a la cual nos convertimos en los desposeídos del tiempo.
¡Ah! Y que nadie se deje engañar. La abolición del tiempo en el hermoso
pueblo de Sommaroy no es una campaña
publicitaria viral patrocinada por el Ayuntamiento de la localidad para su
promoción turística. Yo he estado allí, sé lo que ocurre, y sé lo que yo fui
ahora, soy ayer o seré cuando llego. De
manera que mucho ojito con las manipulaciones. Quien tenga valor, que vaya, vuelva y lo
compruebe, y que además intente explicarlo haciendo uso de nuestro ya obsoleto
sistema verbal.
Vuelvo mañana
2 comentarios:
Que hermosa manera de explicar en castellana prosa casi poética, lo que D. Manuel Kant explicó en su duro alemán de la Prusia oriental.
Por cierto, si el insigne filósofo hubiese vivido en nuestros días, sería ruso.
Tambien las nacionalidades son formas a priori del entendimiento humano. Y no miro a nadie.
Sigue así y si tus incondicionales no te leemos con inmediatez o no te mandamos comentarios, no es que hayas dejado de gustarnos. ¡Es simplemente despiste! como diría el gran Rosendo.
J.C.
Eres muy generoso, JC.
Yo creo que la identidad nacional es la mejor escusa para empezar una pelea. Las nacionalidades no han traído más que muerte. Es curioso que las dos causas que más dolor y destrucción han causado en el mundo sean las que estén más consolidadas: religión y nación. Las nacionalidades nos acogen, nos identifican con determinadas costumbres y nos vinculan colectivamente y culturalmente. Pero la patria y el sentimiento de identidad nacional han sido siempre instrumentos poderosísimos de manipulación y la coartada perfecta bajo la cual desaparace la conciencia de clase y el trabajador pone a disposición de los poderosos toda su fortaleza, debilitándolo, porque le enfrenta a sus compañeros. Y es que la nación y la patria cobran todo su sentido por oposición. Los enemigos son los del otro lado de la frontera y no quienes nos explotan...
En fin, qué te voy a contar que tú no sepas... ;)
Gracias por estar aquí, J.C.
¡salud!
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